Astrid Orjuela. Un centro genético para lograr la cabra perfecta
En Colombia, Astrid Orjuela se ha convertido en productora de leche de cabra y también tiene un criadero de estos animales.
Beatriz! ¡Amelia!
Astrid Orjuela pone sus manos junto a la boca para darle eco a sus palabras y hacer que sus gritos suenen más fuerte. No está llamando a sus hijas, aunque su cara de preocupación porque ni Beatriz ni Amelia aparecen podría hacerlo suponer. No: ella llama a dos de sus cabras, que andan sueltas por los potreros y ya es hora de que vuelvan al establo. Beatriz y Amelia son madre e hija. La cría nació hace tres meses. Al verla, Astrid recuerda la historia de cómo empezó todo.
Hace 24 años ella y su esposo, Salomón Orozco, tenían un negocio de venta de concentrados para animales en Bogotá. Astrid, que es contable, se encargaba de la administración. Trabajaban día y noche. Cansados del ritmo de la ciudad, decidieron buscar un terreno a las afueras para descansar los fines de semana. Compraron casi una fanegada en el municipio de Subachoque, uno de los lugares más apetecibles por quedar cerca de Bogotá y, al mismo tiempo, ofrecer las ventajas de la vida del campo. La finca tenía un nombre: Villa La Esperanza.
Durante un par de años estuvieron yendo y viniendo entre Subachoque y Bogotá. Pero un mal negocio les hizo perder mucho dinero y a Astrid se le acabó la paciencia. De la noche a la mañana cerró la empresa y le dijo a su marido:
—Hasta aquí llegó esto. Nos vamos del todo a Subachoque.
“A Salomón casi le da un infarto”, recuerda Astrid. Y sonríe. Porque al final las cosas salieron mejor de lo esperado: hoy son dueños de un criadero de cabras, Aprisco Villa La Esperanza, que es uno de los de mayor prestigio en Colombia.
Nada fue planeado. La primera cabra que llegó a su finca fue más una casualidad que una idea de negocio. En realidad buscaban una mascota. Una tarde, Astrid y Salomón conducían su Volkswagen escarabajo rojo de regreso de un viaje a Medellín y pararon en la carretera en busca de queso de cabra. Llegaron al local, compraron lo que querían y en ese momento Astrid la vio: una cabra recién nacida. “¡Una belleza! La alcé, me encantó”. Preguntó en cuánto se la vendían. Le pidieron 250.000 pesos (unos 70 euros) y ella los pagó. Esa noche llegó a la finca con la cabra, la bautizó Princesa y la acostó sobre un cojín cerca de su cama. Le daba tetero, la arrullaba, la vestía con sacos de bebé. Días después pensó que Princesa necesitaba compañía. Entonces compró la segunda y la llamó Lucy. El tercero fue un macho, Pierre. En un santiamén, Astrid tenía ocho cabras más. Y así fue: un paso tras otro sin imaginarse lo que vendría y sin saber cómo criar estos animales.
—¿Los vendemos? —le preguntó Salomón.
—¡Ni de riesgos! —respondió Astrid.
Leyó sobre el tema en Internet y aprendió a ordeñar. Poco después los vecinos le preguntaron si vendía leche de cabra. En ese momento, Astrid recogía unos dos o tres litros diarios. Se dio cuenta de que podía iniciar un negocio: en botellas de gaseosa, comenzó a venderles leche a los vecinos. Poco a poco el asunto creció: de ese par de litros que ofrecía de forma casi fortuita, llegó a distribuir más de 50 al día a grandes empresas, que terminaron por considerar a Villa La Esperanza su mejor proveedor.
“Nuestra etapa de producir leche de mejor calidad ya pasó. Ahora toca crear un nuevo centro genético”
“Este es el único aprisco en el país que está libre de enfermedades”, dice Astrid con orgullo, mientras recorre los corrales. “Nada de esto existía”, continúa. “Aquí no había potreros, las casas eran hechas por nosotros con madera que no estaba inmunizada. No había nada”. Con su mente ordenada, se tomó en serio el negocio que tenía en ciernes hasta verlo crecer. Se afilió a la Asociación Nacional de Caprinocultores y Ovinocultores, se educó en la materia y pidió un crédito para tener el apoyo financiero que necesitaba. “Acudí a Bancamía [de la Fundación Microfinanzas del BBVA], y desde entonces he contado con su apoyo. La primera vez me prestaron cinco millones de pesos [unos 1.400 euros a valor de hoy]. Con ese dinero compramos madera y contratamos mano de obra para levantar las instalaciones como se debía. Los siguientes créditos han sido para tecnología y mejorar las condiciones de trabajo”.
Aprisco Villa La Esperanza empezó a darse a conocer no solo como productor de leche, sino como criadero. Cuando Astrid vio que la sangre caprina en Colombia no tenía cómo renovarse, se arriesgó a importar semen de Francia e inseminar sus cabras para obtener un producto nuevo. No fue fácil: la primera vez, de 38 inseminaciones vivieron solo 2 animales. En la siguiente, 7. Así continuaron hasta tener suficientes cabezas de ganado para vender por el país e, incluso, exportar. En eso está enfocada hoy: “Nuestra etapa de producir leche de la mejor calidad ya pasó”, dice. “Lo que viene es la creación de un centro genético”. Por eso disminuyó el número de cabras en el aprisco. Las que quedan son pocas y muchas están viejas, “a la espera de que se mueran porque aquí no matamos ni una mosca”. Veinte años después de que todo empezara, su objetivo está puesto en su nuevo sueño: darle nuevas sangres al gremio caprino. Lograr que nazca la cabra perfecta. Y puede que con su empeño termine por conseguirlo.
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