El procés no era amor, era sexo
La pugna de Junqueras y Puigdemont degenera en una reyerta que desvela el falso idilio
Las luces de Navidad tachonan de lentejuelas la fachada del Liceu, aunque llama la atención aún más la apacible convivencia de la senyera y de la bandera española. Es una demostración de la resistencia al dogmatismo independentista. Y una insólita excepción entre las instituciones generalmente afectas al régimen soberanista. El Liceu se ha resentido de la psicosis en la taquilla y ha conocido movilizaciones internas, pero ha eludido con cierta entereza la manipulación propagandística, bien porque el Ministerio de Cultura aporta diez millones de euros al presupuesto anual —¿España nos roba?—, o quizá porque le obliga a hacerlo —a moderarse— el eslogan que preside el salón de los espejos: el arte no tiene patria.
Allí se reúne la melomanía catalana en los entreactos de las funciones. Hay aficionados que presumen de lazo amarillo en recuerdo de los cautivos, pero predomina el aseo político, se impone acaso la cohesión de la religión wagneriana. Y prevalece la sensación de una burbuja cultural bastante ajena a las tensiones políticas de la calle o de la vida pública. Reviste mucho interés el asunto porque el Liceu es una institución sagrada de la burguesía y de la idiosincrasia catalanas. Y porque el salón de los espejos retrata un lugar de remanso y de memoria, refractario a la pócima del amor que ha trastornado las hormonas y las neuronas de la sociedad estelada.
También se enamoran Tristán e Isolda con las sustancias químicas de un brebaje sobrenatural. Se liberan de las ataduras espacio-temporales. Y representan en el escenario del Liceu estos días una alegoría de la oscuridad de la razón. Tiene escrito el profesor Adolf Tobeña que el independentismo catalán debe diagnosticarse en los términos de una patología amorosa. No puede disuadirse desde argumentos cartesianos ni pragmáticos la conmoción sentimental de los catalanes indepes. La credulidad y la superstición malogran incluso la percepción de los esperpentos con que ha sido profanada la causa. De otro modo, no ascendería en las encuestas la credibilidad de Puigdemont. Ni habría llegado tan lejos el relato fantasmagórico de la opresión.
El peligro de votar con las vísceras, con las emociones y con los instintos tanto explica la tonicidad del independentismo como amenaza la expectativa de la normalidad que anhela la catarsis del 21D. Puede que se hayan ensimismado los catalanes soberanistas de su profecía onanista, pero la obscenidad de la campaña en el prosaísmo de las reyertas cuartelarias subordina el ideal del amor a la voracidad del sexo. Ha sido el procés una orgía política, una cama redonda, una fiesta de la promiscuidad. Viene a demostrarlo el feroz desencuentro de los amantes. El sueño común de la independencia se ha resentido de sus pulsiones destructivas. El pater Junqueras predica el candor —“amaos los unos a los otros”, ha declarado en RAC1— al tiempo que inculca entre sus frailes el exterminio de Puigdemont. Por cobarde y mísero. Y Puigdemont se resarce de la conspiración 'junqueriana' con la ocurrencia de un chantaje que solo puede entenderse o asimilarse desde la enajenación de los votantes: si me hacéis presidente, vuelvo.
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