Tristán... e Iréne
La soprano sueca Iréne Theorin lleva la ópera de Wagner al delirio en el Liceu de Barcelona
Reclamaban los espectadores del Liceu a Iréne Theorin jaleando su nombre. Y constriñéndola a reaparecer sobre el escenario cuando empezaba a vaciarse la sala y a disolverse los espectadores. Un delirio se había verificado a propósito de Tristán e Isolda. Y no sólo por los méritos de la extraordinaria cantante sueca, pero su versión metafísica y conmovedora del “Liebestod” en el desenlace de la ópera condujo la ceremonia wagneriana al éxtasis que alojan las palabras de la plegaria. Y nos mecíamos los melómanos “en el fluctuante torrente, en la resonancia armoniosa, en el infinito hálito, del alma universal”.
Iréne Theorin ejercía de timonel en este viaje se sugestión que explora los límites del espacio y del tiempo, pero el demiurgo de la experiencia fue siempre Josep Pons. El magma del foso convertía la música en una evidencia incandescente. Y Pons prodigaba la combustión del erotismo y la muerte, el fuego y el mar separados y unidos por el extraño brebaje que Tristán e Isolda se inoculan para liberarse de las contingencias. Igual que nos sucedía a los espectadores. La ópera de Wagner no es larga. Es corta. Tan corta que desearíamos un final sin final, suspendidos en el éter del gran todo, “perderse, sumergirse sin conciencia”.
Iréne Theorin nos había hechizado. Y era de justicia reclamarla por su nombre. Iréne o Isolda, tanto vale la una como la otra en este ejercicio de identificación que provocó un alboroto en el Liceu. Se diría que los aplausos y los clamores descongestionaban la tensión espiritual. Nos devolvían a la orilla. Nos devolvían la condición de humanos agradecidos.
No es sencilla la travesía ni la escalada de Tristán e Isolda. Se requiere atención, concentración, esfuerzo físico y compromiso intelectual, pero son las dificultades del ascenso el estímulo que predispone a la visión sublime de la cima. Allí donde Iréne Theorin se hizo incorpórea o deshizo las ataduras terrenales. Había desaparecido hasta el “procés”. Y se imponía la religión wagneriana del Liceu, antigua y orgullosa. Heredera de noches sublimes. E ilustrativa de una pasión que hizo levantarse al público en el ejercicio colectivo y unánime de la verdad revelada.
Mérito de Josep Pons y de la tensión de su lectura. Wagner no concibió una orquesta enorme para devorar el escenario y destruir a los cantantes, sino para extremar las facultades del cromatismo y de la armonía con todos los recursos imaginables. No es un problema de volumen Tristán. Es un problema de intensidad, de dinámica, de color, de textura, de progreso. Y supo Pons modular de la estridencia al lirismo, de la percusión teatral al silencio, de la voluptuosidad al remanso espiritual. Calores y colores. Flujos. Carne y espíritu. Agua y fuego. Muerte y resurrección a semejanza de la dramaturgia lunática y lunar de Alex Ollé.
El audaz furero acierta en la concepción de un espacio escénico y estético donde respira la ópera de Wagner como si fuera su hábitat natural. Vemos la música. La percibimos en el reflejo de la totalidad. La hallamos a su medida crepuscular en el ciclo de la Luna que nace y que muere. Y que muere y que nace. Una Luna palpable y conceptual cuyo vientre aloja un segundo acto memorable y cuya corteza (tercer acto) perfila la agonía de Tristán hecho hombre en el velatorio de Isolda.
“Iréne, Iréne, Iréne”, gritaban los espectadores para reclamar a Theorin, pero no estuvo sola la cantante sueca. Impresionaron tanto como ella la imponente nobleza de Albert Dohmen, la resistencia de Stefan Vinke en un papel imposible, la calidad de Sarah Connelly, el arrojo vocal y teatral de Greer Grimsley, incluso el pasaje premonitorio del timonel, Germán Olvera.
Puede que Tristán e Isolda sea la ópera más importante de la historia. Una razón suficiente para intimidar a quienes se atreven a escrutarla y auscultara. El mérito de Pons consistió no ya en decodificarla, sino en desvelarnos su misterio.
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