El fuego sobre el agua
Daniele Gatti oficia en Roma una memorable y clarividente versión de "Tristán e Isolda"
Corresponden a la Scala de Milán y a la fiesta de San Ambrosio los honores de la “prima” y de la correspondiente apertura de la temporada operística italiana, pero el Teatro Costanzi de Roma ha reunido méritos para anticiparse. Apostando por Tristán e Isolda y confiando el hito wagneriano a la clarividencia musical de Daniele Gatti.
El maestro milanés no forma parte de los directores “decoradores”, pertenece al linaje de los arquitectos. Una cualidad definitiva cuando se trata de escrutar acaso la ópera más importante del repertorio. El adjetivo “importante” tiene un valor ambiguo en su polisemia, pero resulta bastante útil cuando se trata de aludir a la dialéctica dionisiaca-metafísica de la partitura o a su valor puramente vanguardista en la exploración definitiva de la tonalidad.
Tristán e Isolda acostumbra a demoler a sus exégetas. Los restringe a un papel de voluntarioso demiurgo, siempre y cuando no logre convertirse el maestro en una suerte de mediador wagneriano en el descubrimiento del misterio. Y es el caso de Gatti en su propia afirmación de arquitecto. De ahí la audacia con que convierte los planos de la ópera -la partitura- a un tratamiento vitrubiano hasta materializarla sin la menor concesión al prosaísmo.
Ni siquiera las metáforas son metáforas cuando Gatti ejerce de pionero. Puede hablarse literalmente de ascetismo y de incandescencia en su narración de la ópera wagnerania. Ascetismo por la hondura de los pasajes sobrenaturales. E incandescencia porque el foso parecía adquirir una verdadera sintomatología volcánica. Daba la impresión de que los músicos tocaban como si les meciera un río de lava y como si la ópera no se estuviera interpretando, sino surgiendo de una combustión creativa en sus pasajes voluptuosos.
Daniele Gatti se nos ha hecho un hombre del norte. Ha adquirido la cultura centroueropea, se ha trasladado a Amsterdam (Concertgebouw), ha profundizado en el wagnerismo y se ha propuesto encontrar el Grial, pero semejante experiencia no contradice la sensibilidad mediterránea ni la emoción telúrica que el propio Wagner había perseguido en sus viajes a Italia, desde el sol cegador de Palermo a la bruma funeraria de Venecia.
La dialéctica del mar y del fuego, del amor y de la muerte, es el estímulo que conduce a la comunión del “Liebestod” y a la síntesis hegeliana. Cinco horas de viaje que no son muchas ni pocas porque Gatti comprende y demuestra que la ceremonia wagneriana en su difícil aspiración trasciende las convenciones del espacio y del tiempo.
También lo hace la intemporal concepción escénica de Pierre Audi. Su versión de Tristán evoca el mar en sentido existencial y concibe la pasión amorosa entre los esqueletos antiguos de un cementerio de ballenas. Podría escucharse el preludio de la ópera afinando el oído en una caracola. Y percibiendo la música de antes y la de mañana. Wagner escruta al hombre en su pulsión amorosa y mortal por los siglos de los siglos.
De ahí la naturaleza inmaterial que adquiere Isolda en su aria del otro mundo. Tanto se ha hecho evanescente. Tanto se ha disuelto en el polvo del Universo que la observamos en el desenlace de la ópera como una silueta negra recortada en un fondo blanco. La pugna de la noche y de la luz se resuelve en una eucaristía de enorme poder estético.
Impresiona la concentración, sensibilidad e intensidad que Gatti ha logrado extraer a la orquesta de la Ópera de Roma. Impresiona la implicación misionera de los cantantes. Sería una ingratitud reprochar a Andreas Schrager (Tristán) su vibrato, como sería una impertinencia exigirle a Rachel Nicholls más brillantez. El uno y la otra, como John Relyea (Marke), llevan al extremo interpretativo el misterio de la ópera. Morimos con ellos en cada silencio. Con ellos resucitamos en el hallazgo de una realidad ultraterrena. Y quisiéramos que la ópera no terminara nunca. Porque seríamos inmortales.
Babelia
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