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CARTA BLANCA
Columna
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El sello Némirovsky

La crítica literaria, que ha investigado la vida y la obra de tres grandes escritoras asesinadas en Auschwitz, evoca a una de ellas, la francesa Irène Némirovsky.

MI QUERIDA IRENE, A lo largo de tu vida, acechada por una tormentosa historia que no hacía más que girar y girar como una noria enloquecida, todo se iría convirtiendo en extraordinario. Los tiempos, frenéticos, no daban tregua. Pero tú, impasible, te habías trazado un plan: llegar a ser de las mejores escritoras en lengua francesa de tu época. Una época turbulenta, depredadora, criminal. Sin embargo, lo conseguiste. Conseguiste ser un excepcional y famoso meteorito muy leído en tus días. Tú, que habías nacido muy lejos, en Kiev, y que, huyendo de la revolución rusa, te instalaste con tus padres en París en 1919. Pues bien, tan solo 10 años después triunfabas con una obra que habías mandado a una editorial con el nombre de tu marido: Michel Epstein, judío ruso como tú. Escéptica, no iniciada en estos mundos, habías puesto como remite una simple lista de correos. El sorprendido editor, deslumbrado por la obra recibida, tuvo que poner un anuncio en los periódicos buscando al misterioso escritor de tan espléndido manuscrito. Cuando por fin se presentó en el despacho, esperaba encontrar a un hombre mayor, quizá a un banquero retirado, por los precisos conocimientos del mundo de las finanzas que se desprendían de la lectura de aquella historia amarga, dura, titulada David Golder. Nada más lejos de la realidad. El editor se encontró con una joven tímida, vestida de forma moderna, que decía tener 26 años y llamarse Irène Némirovsky. Él le aconsejó que de ahora en adelante dijera 24, que así la prensa le prestaría más atención. Desgraciadamente no tenía 17, la edad de Raymond Radiguet cuando publicó su escandaloso El diablo en el cuerpo, la apasionada historia de amor de un adolescente con su joven vecina, cuyo marido estaba en el frente, en la Gran Guerra. Un tabú impronunciable: los héroes de la patria, traicionados vilmente por los que se suponía que tenían que esperarlos, y contar las horas del regreso, en retaguardia.

Pero tú también harías saltar todos los tabúes: con los tuyos, al pintar, desde el comienzo, el retrato de hombres de negocios despiadados, arribistas, voraces, de origen judío, lo cual, no hay que decirlo, regodeaba a los numerosos y entusiastas antisemitas, a los cuales no había que animar demasiado, en cualquier época y momento. En especial en aquellos salvajes años treinta del pasado siglo, que calentaban ya máquinas para lo peor. Otro fiero tabú, para cualquier grupo humano y civilización que se preciara, era el amor incondicional de una madre. Las de tus novelas, casi invariablemente, inspiradas en tu propia progenitora, eran seres despreciables, egoístas, rapaces, sin principios, que competían y odiaban a sus propias hijas. Además, por si fuera poco, una muy poco honrosa burguesía, que tú conocías muy bien y que pactaría con lo peor, mostraría sus vergüenzas ante el lector, una y otra vez, en tus célebres novelas. Mostraría, gracias a tu implacable pericia literaria, la gangrena que, en aquellos poco edificantes años, corroía sus entrañas, en medio de una pavorosa corrupción económica, política, moral, que desde hacía tiempo invadía todo. Tú fuiste su más implacable amanuense. Su más encarnizada, admirable cronista.

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