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Tribuna
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Declaración unilateral de amor

El ‘procés’ se ha convertido en una multiplicación infinita de choques de trenes en la sociedad y dentro de cada sujeto

Rafael Tabarés Seisdedos
Protestas durante la noche del 8 en la estación de Sants de Barcelona.
Protestas durante la noche del 8 en la estación de Sants de Barcelona.Santi Palacios (AP)

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I. La violencia se abre paso en cada uno de nosotros. Está ganando la guerra de las pasiones desatada por el secesionismo. En el porqué de nuestra enemistad crecen múltiples agentes patógenos como el ajuste de cuentas político, el odio racial y el egoísmo de los ricos que se transmite por el sistema nervioso de la sociedad para contaminar el ánimo y acabar con los consensos internos. La barbarie se impone en un Parlament “casa de subastas”. Asoma cruel por el puño que golpeó el primero de octubre para confirmar la condición de víctima y la de opresor. Se cuela en la propaganda. En los gritos o en el silencio que anulan al otro, incluso, al nosotros de las familias y amigos. Se manifiesta descarnada en la declaración unilateral de independencia. La reunión, la conversación, la escucha van en bolsas de basura que acaban en contenedores de distintos colores. Cualquier cosa que se ve, y la que no, se anega de rabia. El cansancio muta en hartazgo. La tristeza degenera en melancolía. Aunque han cambiado los siglos parecería que desde los celtas, los íberos y vascones se muere de la misma manera.

En estas circunstancias, el procés ha culminado la metamorfosis de ciudadano en sujeto, que literalmente significa “estar sometido”. Se trata de una dominación amable mediante la seducción por una fantasía infantil de los valores sagrados de una nación idealizada. Pero la vida cruda y desnuda dentro de una república que rompe con el principio de realidad y con la misma noción de civilización tiene antes o después consecuencias: acelera la producción de una masa de sujetos irritables, hiperactivos, desconfiados, desgarrados, que ni siquiera es consciente de su sometimiento. Los sujetos del procés sienten incomprensión por lo que les une con los otros e intolerancia por lo que los diferencia. El procés se ha convertido en una multiplicación infinita de choques de trenes en la sociedad y también dentro de cada sujeto. Estamos ante una regresión psicológica y ante la destrucción del sentido de comunidad. Dado que lo único consistente es la fuerza, los arquitectos políticos del procés deberían leer Arqueología de la violencia del antropólogo francés Pierre Clastres quien, de manera provocadora, sostiene como tesis central que la guerra permanente en las sociedades primitivas impediría la formación del Estado.

Hay que tomar partido a favor de un destino común,  trabajar por el universalismo y la supervivencia del todo

II. En el verano de 1932, pocos meses antes de que Adolf Hitler fuera nombrado canciller y diera el pistoletazo de salida al mayor espectáculo de la Historia Universal de la Infamia, Albert Einstein le escribía a Sigmund Freud una carta para dialogar sobre una cuestión radical, uno de los temas más complejos, la pregunta más importante de las que se le plantean a la civilización: “¿Hay una manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra?” El diálogo entre un físico y un psicoanalista resulta actualísimo y nos da la oportunidad de pensar en la manera de librarnos de la esclavitud que conlleva la guerra. En el análisis que Freud ofrece para responder a la terrible pregunta de Einstein encontramos pistas que ayudan a resolver el nudo de la violencia independentista: no puede confiarse la solución del problema exclusivamente a la reglamentación jurídica porque la violencia reaparece en otras formas como el nuevo almanaque de mártires. Aunque el artículo 155 dice la última palabra, debe mirarse en otra dirección, aquella que nos lleva a considerar los lazos afectivos entre todos. Hay que tomar partido a favor de un destino común, hay que ser amigo de la humanidad, hay que trabajar por el universalismo y la supervivencia del todo. También hay que hacerse cargo de la existencia del otro, del diferente para que sea un nosotros o siga siendo otro, distinto. Tener conciencia de esto significa volver a recuperar la bondad, la justicia, la racionalidad, la sensibilidad, la fraternidad y, sobre todo, el respeto. Para respetar no basta con mirar de soslayo y dejar hacer, tampoco es suficiente no hacer de menos o no hacer daño. Se hace necesario establecer vínculos afectivos, identificarse y empatizar, e incluso amar al otro porque ofrece y enriquece. Pero respetar implica estar vigilante: somos respetuosos si todavía conseguimos indignarnos ante el uso fraudulento de las palabras y los votos. Elías Canetti advierte en Masa y Poder que la muerte vuelve cuando las reglas se tuercen y las palabras se deforman en el parlamento. Un ejemplo entre los muchos que podemos poner enseguida para eliminar del todo las tendencias agresivas o al menos intentar desviarlas tiene relación con el uso de la lengua catalana o el euskera o el gallego o el castellano. Se puede ser profundamente respetuoso aprendiendo y hablando algo o mucho estos maravillosos bienes culturales y emocionales. Cómo se puede compartir un sentimiento común de pertenencia si más que general es exclusivo de un grupo o un territorio. Tenemos que poner mayor empeño que el empleado hasta ahora en permitir la riqueza lingüística en los planes de estudio (¿por qué no un Erasmus interno?) o en los medios de comunicación públicos de todo el Estado. Este respeto nos haría renunciar al resentimiento y a las venganzas entre unos y otros.

III. En el mismo año, 1932, durante el trámite en las Cortes del proyecto de Estatuto catalán, se escucharon dos voces muy diferentes. Por una parte, un resignado Ortega y Gasset etiqueta al “nacionalismo particularista” como un problema insoluble que sólo es posible aspirar a conllevar. Su fatalidad surge de no admitir que algunos individuos de España tengan dos ciudadanías: para él, como para los sujetos del procés, las identidades nacionales sólo pueden ser excluyentes. En realidad, Ortega, Puigdemont, Junqueras no logran una verdadera aceptación del otro en nosotros. En el discurso del presidente del Consejo de Ministros Manuel Azaña encontramos también un rechazo, pero en este caso a la visión trágica de Ortega y muchos. Azaña en su exposición, que duró más de tres horas, reclama el respeto a las personalidades nacionales diferentes, apuesta por compartir identidades a través de la ejemplaridad silenciosa de los gestos, nos cautiva con pasión y razones para ser uno y otro a la vez. Por ello, es capaz de ofrecer un pacto de civilización que no será para siempre, porque “siempre no tiene valor en política”. Un pacto que asume la propia violencia, que no la niega y que reduce la de los otros cuando rompen la paz. Einstein, Freud, Azaña, Canetti de una manera pacífica y democrática hacen una declaración unilateral de amistad, de amor por la humanidad.

Rafael Tabarés-Seisdedos es catedrático de Psiquiatría en la Universitat de València; Investigador Principal del CIBERSAM.

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