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El narco y la tala ilegal acechan a los rarámuri

Esta etnia indígena, de las mayores de México y famosa por sus buenos corredores de larga distancia, se defiende como puede contra la expulsión de sus tierras y bosques ancestrales

Manifestación de las comunidades rarámuris pertenecientes en Guadalupe y Calvo por el acoso y los asesinatos que sufre su pueblo.
Manifestación de las comunidades rarámuris pertenecientes en Guadalupe y Calvo por el acoso y los asesinatos que sufre su pueblo.Red de Defensa Tarahumara
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Hoy Don Manuel no ha venido corriendo, aunque podría haberlo hecho. Lleva las alpargatas que utilizó hace unos meses en la maratón en California. Ajadas e incompletas, pero las mismas de siempre. A sus 58 años, Don Manuel es uno de los corredores rarámuris más veteranos. Para él, recorrer las cuatro horas que separan su rancho del pueblo es como un paseo, uno que ha recorrido miles de veces. El motivo de su camino a Batopilas de hoy es poner una denuncia en el Ayuntamiento.

Los rarámuris, cuyo nombre significa pies ligeros, son una de las etnias indígenas más numerosas de México, unas 120.000 personas, la mayoría repartidas por la sierra de la Tarahumara, uno de los lugares más recónditos del departamento de Chihuahua. 63.000 kilómetros cuadrados de bosques de conífera y barrancos y decenas de comunidades y municipios dispersos sobre los que el Estado tiene un control relativo.

Esta comunidad es famosa en todo el mundo por su capacidad para las carreras de larga distancia. Hoy sus comunidades sobreviven acorralados por los madereros y el narco que esquilman a dentelladas un territorio en el que la violencia se ha disparado en los últimos años. Sólo en la primera mitad de 2017 se han producido ya 52 homicidios y cientos de desplazamientos forzosos de familias indígenas en toda la sierra. Don Manuel ha venido al Ayuntamiento de Batopilas para poner una denuncia. Desde hace unos meses tiene un nuevo vecino. Uno de Sinaloa que ha puesto una plantación junto a sus campos de maíz. Ya ha movido la valla que delimita sus campos un par de veces. Viene al Ayuntamiento para consultar qué es lo que puede hacer, aunque confiesa que no tiene muchas esperanzas, ya ha visto esta historia otras veces y sabe cómo suele terminar todo.

Algunas familias se niegan a marcharse, entonces comienzan las amenazas y poco después los asesinatos

El sur de los territorios de los rarámuri pertenece a lo que se denomina el Triángulo Dorado, una zona montañosa que comprende a los estados de Durango, Sonora y Chihuahua y en cuyos vértices se concentran los mayores cultivos de marihuana y amapola (necesaria para la fabricación de heroína) del país. Las comunidades indígenas habían podido mantenerse hasta hace poco ajenas a las luchas del narcotráfico por el control de la zona, sin embargo, desde hace unos años todo empezó a cambiar.

Isela González, coordinadora de la organización de la Alianza Sierra Madre, señala una fecha: el 2011. A partir de ese año el narco se atomiza en varios grupos que se instalan en toda la Tarahumara y reclaman más tierras para el cultivo. Hostigadas, muchas familias se ven obligadas a abandonar sus ranchos. Algunas se niegan, entonces comienzan las amenazas y poco después los asesinatos. Según datos de Consultoría Técnica Comunitaria desde ese año se han producido 2.337 homicidios en una sierra que no llega a los 250.000 habitantes,

Cuando la producción de droga se incrementa también lo hacen los conflictos

Casi un tercio de las muertes se concentra en el municipio de Guadalupe y Calvo (667 muertos). Los últimos a principios de este año: Isidro Baldenegro y Juan Ontiveros, conocidos activistas medioambientales y defensores del territorio tarahumara. González, también amenazada de muerte, no puede entrar en el pueblo: “En un juicio me dijeron: Si sigues obstinada en apoyar a los indígenas te vamos a chingar”. La activista describe la situación: “Algunas familias dejan sus ranchos por miedo y vuelven a vivir como hace años, mudándose de cueva en cueva cuando están en peligro. Otras directamente dejan la zona a y emigran a la ciudad”.

Vicente y su hija llevan semanas viviendo en Chihuahua tras verse obligados a dejar su comunidad. “Los que mandaban nos dijeron que teníamos que irnos, que iban a usar el terreno de la comunidad para sembrar amapola”. Vicente reaccionó denunciando. La respuesta llegó rápido: “Un día una prima lejana que está casada con uno de ellos lo escuchó en su casa ofreciéndole mil dólares a un tipo por pegarme un tiro”. Al día siguiente Vicente hizo las maletas y se mudó.

Exilio forzoso

El Padre Pato, sacerdote y activista, director de COSYDDHAC, una organización que lucha por los derechos humanos, cuenta cómo empieza el acoso: “Un día llegan y te obligan a quitar tus cultivos para trabajar los suyos, y otros tan solamente les dicen que se larguen. Para el indígena la tierra es la vida y así muchas veces la defiende con su propia vida. Abandonarla en muchos casos equivale a estar muerto.”

Nosotros no necesitamos subirnos a un avión o tener tanto dinero para poder vivir, la tierra nos da lo que necesitamos

A Vicente no le gusta Chihuahua “pero tengo que estar aquí para que no me pase nada”. “Vivir aquí es más difícil, allí no gastas por leña, por agua, aquí tengo que pagar todo eso”. Él ha tenido suerte, acaba de empezar a trabajar cargando camiones”. “Si las cosas se tranquilizan me vuelvo, pero el otro día mataron a un vecino mío, y hace poco subieron la cerca y pusieron el candado para quedarse un trozo más de nuestro terreno”. Su mujer y sus dos hijos siguen aún allá y espera que puedan venir pronto sin que les pase nada. Como él hay cientos por las calles de la ciudad: mujeres que venden artesanías en el suelo, niños mendigos en los restaurantes, familias tiradas en los soportales o en las plazas de los parques. Un vagabundeo constante por las calles de la ciudad buscando su lugar. Desplazados.

El Padre Pato explica que "cuando la producción de droga se incrementa también lo hacen los conflictos; necesitan más equipo, más gente para controlar el territorio”. Con la connivencia de policías y ejército, que atacaban los cultivos de los indígenas y protegían los de los narcos, la sierra comenzó a ser más y más codiciable.

Hay otras consecuencias. En esta región los niños comienzan a ser reclutados a los 11 o 12 años, para el cultivo de amapola y mariguana, o para iniciarse en el sicariato. A veces se trata de un paso forzoso, otras, ni siquiera hace falta. ”La narcocultura fascina a algunos rarámuris jóvenes: estar cerca del poder y de los capos más reconocidos. Muchos son adolescentes que crecieron así, viendo a los sicarios, las capuchas, las armas de grueso calibre…” apunta Isela González.

La comunidad ganó recientemente un jucio a un empresario de la madera que instaló una alambrada en el bosque

A juicio por los bosques

La segunda gran amenaza para este pueblo es la explotación forestal indiscriminada, las grandes infraestructuras, el turismo o la minería, que contaminan el suelo y el agua. El ejemplo más claro de esto se encuentra en Repechique, una comunidad rarámuri ubicada en un bosque de once mil hectáreas de coníferas. El Gobierno ha querido establecer aquí numerosas infraestructuras, la última, un aeropuerto. En los últimos años la comunidad ha reaccionado y, con la ayuda de asesoría externa ha interpuesto un arsenal de recursos frente a los planes de desarrollo de la región. De momento parece que conseguirán desviar el trazado de un gaseoducto y han recibido ofertas de compensación para la construcción del aeropuerto. Las amenazas de sus vecinos chabochis (blancos), algunas incluso acompañadas de agresiones físicas, se han multiplicado.

José Antonio Montes, uno de los líderes de Repechique, no entiende el rechazo de sus vecinos: “Nosotros no necesitamos subirnos a un avión o tener tanto dinero para poder vivir, la tierra nos da lo que necesitamos. En Chihuahua aún hay mucho racismo, nos siguen viendo como a simples indios”. Otra comunidad, la de Bacajípare, también ha iniciado un proceso judicial por la contaminación de sus manantiales fruto de la gran cantidad de infraestructuras turísticas que les rodean. “Con la deforestación ya apenas llueve y nieva menos en invierno. Si nos quitan la humedad de la tierra ya no tendremos frijoles ni maíz, que es de lo que vivimos”, señala Montes.

También hay pequeñas victorias para los rarámuris. La comunidad ganó recientemente un juicio a un empresario de la madera que decidió reclamar parte del bosque cercando con una alambrada algunos de sus asentamientos. Aquello duró dos años. La sentencia del pasado mes de febrero reconocía a los integrantes de la comunidad indígena como legítimos propietarios de 253 hectáreas, con medidas y colindancias. También se otorgó a la comunidad una servidumbre de paso. Se trata de un hito, la primera resolución de este tipo que favorece a una comunidad rarámuri en cuanto al reconocimiento de explotación del territorio.

“Al desplazado, lo desplazas, lo marginas, lo vas matando lentamente.” El Padre Pato aventura: “El indígena aquí no es tan combativo como en Chiapas. Si lo pisas, retira el pie poco a poco y se va”. Pero todo el mundo tiene un límite… y cuando llegue ese límite no sabemos cómo van a reaccionar”.

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