Hace 240 días que la gestión del primer billonario en conquistar la Oficina Oval sacude a la superpotencia al ritmo de un gobierno impredecible y ahogado en contradicciones, pero a la vez rebosante en ambición transformadora. Desde el teatral lanzamiento de su campaña electoral, aquel 16 de junio de 2015 en su rascacielos dorado de Nueva York, Trump ha protagonizado escándalos, controversias y peleas. La disputa por los “hechos” inunda la discusión pública, mientras el nuevo presidente sumerge más al mundo en las profundidades de la post-verdad. Como la ciudad que lo encumbró como magnate inmobiliario, el Estados Unidos de Trump nunca duerme. Pero más allá de la impostura, ¿en qué consiste el gobierno de Donald J. Trump?
Del 1%, por el 1%, para el 1%
Desde que asumió el poder, Donald Trump ha desafiado todos los cánones y protocolos de la presidencia norteamericana. Romper moldes es su marca registrada. Claro que la heterodoxia no es condenable en sí misma; al contrario, en política puede resultar oxigenante cuestionar paradigmas, desnudar dogmas, despojarse del corsé de los discursos guionados. Pero la pseudo rebeldía de Trump es una gran estafa. Como Danny Ocean en aquella “Gran Estafa” cinematográfica, Trump ha montado un reality show 24x7 que funciona como una gigantesca distracción respecto de la verdadera agenda de su presidencia.
Detrás de su postura antisistema, Trump encarna una agenda profundamente regresiva en términos sociales, económicos, culturales, raciales, y ambientales. Paradójicamente, Trump se presenta a sí mismo como el portador de la misión, casi mesiánica, de recuperar el extraviado sueño americano y de defender los intereses de los trabajadores industriales estadounidenses, pero lo cierto es que lo que más creció, desde su llegada a la Casa Blanca, ha sido el índice industrial Dow Jones de Wall Street.
Lejos de sus diatribas contra el establishment, Trump erigió un gabinete a su imagen y semejanza, integrado mayormente por hombres blancos (en mayor proporción que los últimos cinco presidentes), empresarios y banqueros millonarios (con una riqueza neta conjunta de más de 9.500 millones de dólares), políticos ultra conservadores y funcionarios con sed de revancha contra el legado del primer presidente afroamericano de la historia norteamericana. Acorde a su fascinación por la “ley y el orden”, Trump completó su gabinete con una junta de militares condecorados (“mis generales”) en las posiciones estratégicas de seguridad y defensa.
Promesas para muchos, reformas para pocos
Trump supo cumplir rápidamente con algunas pocas promesas (nombramiento del noveno Juez de la Corte Suprema, retiro de Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico, endurecimiento de la persecución migratoria, reautorización del polémico oleoducto Keystone XL) que le permiten auto celebrarse, pero las contradicciones y revueltas al interior de su partido trasladaron a los pasillos del Capitolio el suspenso sobre sus principales reformas. Hay un denominador inequívoco en su agenda legislativa (reforma impositiva, presupuesto federal, reforma de salud): quita derechos a la mayor parte de los norteamericanos, mientras los ricos y las grandes corporaciones multiplican sus ganancias.
El eje de su agenda económica es un clásico paquete de medidas de corte ofertista, basado en la vieja (y falsa) teoría del derrame: reducciones masivas de impuestos, flexibilización laboral, y desregulación financiera y ambiental. Trump impulsa sin ruborizarse la derogación del impuesto a la herencia, que beneficiaría exclusivamente a las grandes fortunas del país, ya que el 90% de dicho tributo lo abona el 10% más rico de los contribuyentes. Según el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, la reforma impositiva de Trump es más regresiva que la de George W. Bush. Entre sus beneficiarios directos se encuentra la propia familia presidencial, cuyos negocios privados se entrecruzan impúdicamente con la conducción del Estado.
La reforma de salud republicana, que pretende reemplazar al “Obamacare”, deja crudamente al desnudo la naturaleza de la Administración Trump: 22 millones de estadounidenses perderían su seguro de salud (sumados a 26 millones que aún permanecen sin cobertura); 15 millones de ciudadanos (niños, ancianos, mujeres, familias de bajos recursos) perderían sus beneficios sociales (“Medicaid”); y, como contracara, se estima que las corporaciones y la industria de la salud obtendrían beneficios impositivos por 500 mil millones de dólares. Esto en un país donde la esperanza de vida está en retroceso, y se profundiza la misoginia con ataques a los programas de planificación familiar y salud reproductiva (“Planned Parenthood”) y límites a la cobertura de salud de las víctimas de violencia sexual.
Estas reformas republicanas también contemplan un aumento de 10% del gasto militar (aun cuando el Pentágono supera el gasto en defensa de las siguientes ocho potencias juntas) y un recorte sustancial de los fondos destinados a la lucha contra el cambio climático, fenómeno del cual Trump reniega. El Papa Francisco le regaló una copia de su emblemática encíclica sobre el tema (“Laudato Si’”), aunque el presidente norteamericano no cambió su opinión acerca de que el calentamiento global “era un invento de los chinos”.
La agenda económica de Trump la completan dos líneas de política aún imprecisas, supuestamente orientadas a la creación de empleo en el país: el endurecimiento de la política comercial estadounidense, incluyendo la renegociación en marcha del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (con México y Canadá); y el anunciado plan de inversiones en obras de infraestructura, bajo esquemas de privatización encubierta que ya dispararon las primeras alarmas. Es allí donde se concentran los mayores interrogantes.
Fractura interna: resistencia vs. fanatismo
Para muchos, la personalidad recia de Trump proyecta seguridad y control. Para otros, una parte de la élite, su gobierno ofrece sencillamente una oportunidad inmejorable de pagar menos impuestos y hacer buenos negocios.
El rechazo y el miedo a Trump motorizaron a lo largo de Estados Unidos un potente movimiento de resistencia que aspira a frenar en la Justicia, en el Congreso, en la calle y en las urnas, el año próximo, la agenda ultra conservadora de Trump. Millones de ciudadanos acusan al presidente de autoritario, con peligrosos rasgos fascistas, contrario a los “valores estadounidenses”, y de haber ganado la elección de manera fraudulenta gracias a la interferencia electoral rusa. Promueven públicamente su impeachment. La primera acción masiva fue la histórica “Marcha de las Mujeres en Washington”, el 21 de enero pasado, la más numerosa en la historia del país. La red de resistencia incluye también al movimiento “Indivisible”, que con casi 6 mil capítulos locales busca replicar, aunque con una ideología opuesta, la estrategia de boicot a nivel territorial que desplegó el “Tea Party” para bloquear las iniciativas legislativas más progresistas del presidente Obama. La condena al presidente Trump escaló vertiginosamente en las últimas semanas por su gravísima legitimación de los hechos de violencia racial protagonizados por grupos neonazis de supremacistas blancos (autodenominados “derecha alternativa”) en la ciudad de Charlottesville, Virginia, envalentonados desde la victoria de Trump.
Pero sería un grave error subestimar al presidente norteamericano. Si bien casi la totalidad de los que se identifican con el Partido Demócrata desaprueban rotundamente su gestión, lo que genera los niveles generales de aprobación más bajos de un presidente en seis décadas (menos del 36%), Trump mantiene un sorprendente nivel de aprobación entre aquellos que se identifican con el Partido Republicano (79%). Su agenda ultra conservadora satisface a los votantes republicanos blancos, religiosos, de zonas rurales y baja educación, atemorizados por la mayor diversidad demográfica y cultural del país. Y el núcleo duro de su base electoral sigue ilusionado con sus promesas grandilocuentes de esplendor y empleos, goza de sus ataques frontales a la prensa, celebra el endurecimiento migratorio, y da escasa relevancia a sus presuntos vínculos non sanctos con Rusia.
En el país de Fox News y la Asociación Nacional del Rifle, para muchos, la personalidad recia de Trump proyecta seguridad y control. Para otros, una parte de la élite, su gobierno ofrece sencillamente una oportunidad inmejorable de pagar menos impuestos y hacer buenos negocios, por ejemplo, para el complejo militar industrial.Trump se pelea con todos. Pero, al menos hasta ahora, no está solo.
Contradicciones: capital vs. trabajo
El ascenso de Trump puso en evidencia, y a la vez profundiza, las fracturas superpuestas de la sociedad estadounidense. Ya se ha dicho que, como candidato, Trump supo identificar e interpelar a los trabajadores empobrecidos, excluidos e indignados que viven donde las fábricas cierran y los salarios están estancados hace décadas, donde lo único que florecen son las deudas, las adicciones y la angustia sobre el futuro. La otrora admirada clase media norteamericana, que en 1970 concentraba 62% del ingreso nacional, hoy representa tan sólo 43% del PIB.
En campaña, Trump no dudó en denostar a los supuestos culpables internos de esta nueva realidad estadounidense (los inmigrantes, los medios, el establishment político), así como a los pretendidos culpables internacionales (China, México, la OTAN), contra quienes disparó rayos y centellas. El truco funcionó y Trump conquistó la Casa Blanca. Sin embargo, lo que está por detrás del empeoramiento en las condiciones de vida de la clase trabajadora en Estados Unidos es la creciente distribución regresiva del ingreso y la riqueza, como resultado de la sostenida divergencia entre la productividad laboral y los ingresos salariales promedio desde mediados de la década del setenta. Así, mientras que el ingreso de la mitad de la población estuvo estancado por más de 30 años (1980-2014), el 1% más rico vio expandir su ingreso 205% en el mismo período. La riqueza se concentró de forma escandalosa, al punto que, como denuncia Bernie Sanders, hoy el político más popular de Estados Unidos, el 0,1% más rico del país tiene prácticamente la misma riqueza que el 90% restante.
Frente a estas evidencias, la estrategia de Trump, a diferencia de Sanders, fue correr convenientemente el eje de la disputa existente entre el capital y el trabajo, donde anida la contradicción esencial, hacia pujas al interior de la clase trabajadora, inflamando peligrosamente las divisiones raciales, religiosas, étnicas y culturales. Su cuestionamiento del establishment político nunca se extendió hacia el establishment económico y financiero, a quienes en cambio reclutó para gestionar el país.
Es en su propio diagnóstico fallido, y no sólo en sus falsas recetas, donde yacen los fundamentos de la gran estafa que Donald Trump frente a su propia nación y al mundo entero.
Cecilia Nahón es directora del programa “Modelo G20” de la American University (Estados Unidos) y ex Embajadora de Argentina en Estados Unidos (2013-2015)
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