La violencia tolerada en el Delta del Níger
El sur nigeriano es una de las regiones del planeta más contaminadas por los vertidos de fuel. La frustración lleva a los vecinos a aceptar los ataques de las milicias a las petroleras
“Cuando uno está enfadado puede hacer lo que sea”, asegura James Alagoa, un miliciano, o freedom fighter —como se autodenomina—, que opera en los alrededores del Reino de Nembe, en el Estado de Bayelsa. “A causa del petróleo no hay pesca, los campos mueren, el agua que bebemos está contaminada... Entonces, a veces explotamos”, explica en un tono agresivo y acusador hacia quien le escucha, que es de piel blanca. El índice de su mano derecha apunta directamente a ellos: “Vosotros [los blancos] sois la razón de nuestros problemas; y también el Gobierno, que se mezcla con vosotros”.
Con más de 6.800 derrames de petróleo registrados —entre nueve y 13 millones de barriles—, la región del Delta del Níger es una de las más contaminadas del planeta. Un informe de United Nations Environment Programme (UNEP) alertaba de que en muchos de los 70.000 kilómetros cuadrados del delta —el 8% del territorio nigeriano— se superaban en dos tercios los niveles nacionales de contaminación. Lo que podía ser un paraíso turístico y natural es hoy un desastre ecológico y social.
En cualquiera de las poblaciones más cercanas a los arroyos del Delta del Níger, el olor a gasolina lo impregna todo. El agua posee una capa aceitosa irisada en la superficie que insinúa la cantidad de vertidos que se han ido acumulando en la corriente. Apenas hay aves que se posen en la tierra —mezcla de arena y crudo—, o en las raíces y plantas de las marismas; los peces, los pocos que hay, son pequeños y ni siquiera hay mosquitos a pesar de la humedad del clima ecuatorial.
La contaminación en esta zona podría acarrear una reducción del 60% en la seguridad alimentaria de los hogares y aumentar hasta el 24% la prevalencia de malnutrición infantil, según un artículo publicado en el Nigerian Medical Journal.
Bajo un gran sombrero de paja, Ifbo, un pescador de 75 años, desciende de su canoa con un pequeño balde cargado con una ínfima cantidad de pescado. Su edad le ha permitido ver el proceso de deterioro de su lugar de nacimiento: el inicio de las prospecciones petrolíferas en el año 1956; la creación del primer pozo un año más tarde y, también, muchos de los vertidos derramados en las aguas del Níger que comenzaron prácticamente al mismo tiempo.
“El petróleo acabó con todo”, dice, secándose la frente con el sombrero de paja en una de sus manos. Hace una pausa mientras mira el horizonte sobre el nivel del agua; “solo puedo decir que el petróleo acabó con todo”, repite con un hilo de voz.
Michael George es otro de los pocos pescadores que se pueden ver lanzando las redes sobre las aguas aceitosas que bañan los infinitos canales del río. Bastante más joven que Ifbo, pesca junto a su mujer y su hermano pequeño. Después de cinco horas de faena solo han conseguido rellenar ligeramente un recipiente con peces de pequeño tamaño que deberán alimentar a su familia durante toda la semana. “Hace unos años nos bastaba con 20 minutos para llenar el cubo. Ahora debemos ir lejos, hasta la desembocadura, para encontrar algo de pescado vivo”, relata el joven.
El 15 de enero de 1956, la empresa petrolera Shell realizó el primer hallazgo de petróleo en Oloibiri, una pequeña ciudad situada en el estado de Bayelsa. Fue el comienzo de un proyecto con el que la empresa holandesa ha llegado a ocupar gran parte de los 70.000 kilómetros cuadrados que componen los nueve estados de la región del Delta del Níger: Abia, Akwa Ibom, Bayelsa, Cross Rovers, Delta, Edo, Imo, Ondo y Rivers.
Los grupos armados se han multiplicado desde entonces para llamar la atención de las compañías y del propio Gobierno. Cada uno de ellos ha reclamado diferentes cosas: controlar los recursos; un reparto justo de los mismos; la independencia de la zona; expulsar a las empresas extranjeras… Todo bajo un sencillo principio: “Si tú coges, yo también cojo”, explica James Alagoa. “Pero lo que sucede ahora es que yo no veo nada y vosotros os lo lleváis todo. ¿Es eso justo?”, pregunta el miliciano.
Desde la secretaría del Comité de Petróleo y Gas del Reino de Nembe, Frances Fulo advierte a las empresas de que no están haciendo nada por “prevenir” los ataques. “La aparición de los grupos armados no ha sido de repente. Se ha producido de manera gradual con los años de explotación”, manifiesta.
La contaminación podría acarrear una reducción del 60% en la seguridad alimentaria de los hogares
Porque lo que podía haber sido una bendición se convirtió en una maldición para la población. “No tenemos trabajo, tampoco carreteras. Junto al desastre medioambiental y del ecosistema, la única forma de subsistir que vemos es a través de las operaciones; buscamos formar parte del negocio. Encontrar algo que nos sostenga”, explica Fulo. “Las empresas comenzaron carreteras y proyectos hídricos que nunca terminaron. También han construido varios colegios… Pero se producen 100.000 barriles de petróleo al día solo en esta zona; a eso no lo puedes llamar desarrollo”, comenta el secretario con sarcasmo.
En un informe de Amnistía Internacional y el Centro para el Medio Ambiente, los Derechos Humanos y el Desarrollo (CEHRD), se evidenciaban las mentiras de la empresa petrolera Shell cuando aseguró haber limpiado varias zonas del delta tras las pruebas de contaminación aportadas por un informe de las Naciones Unidas en 2011. James Alagoa no necesita que ningún informe le diga lo que ocurre en su pueblo ni para saber que las empresas extranjeras les han mentido. “Si tú quieres paz, la puedes conseguir enseguida; pero mira nuestra tierra”, explica el freedom fighter con el mismo tono amenazador del principio. “Hablamos, hablamos pero nadie nos escucha”, apunta. “Sí, la violencia es el único camino que nos queda. Sin violencia no hay paz”, asevera el miliciano.
Frances Fulo observa que es bajo ese panorama de “desesperación”, desde el que los jóvenes —en muchos casos universitarios graduados— no ven ninguna oportunidad y deciden unirse a las milicias intentando encontrar en ellas un modo de vida.
De la frustración a la violencia
En 1992 el escritor y activista Ken Saro-Wiwa fundó el Movimiento para la Supervivencia del Pueblo Ogoni (MOSOP) para luchar pacíficamente por los derechos étnicos y medioambientales de esta etnia. Llevó a cabo esta iniciativa después de comprobar que los efectos nocivos de la explotación de la tierra por parte de las petroleras no tenían ninguna contrapartida positiva para la población. Se puede considerar que fue en ese momento cuando el conflicto entre la población del delta, el Gobierno y las empresas estalló.
Pero no es hasta los primeros años del siglo XXI cuando entran en escena los grupos armados en la zona. Un estudio de 2007 por parte de la Academic Associates PeaceWorks (AAPW) calculó que el conjunto de las fuerzas armadas irregulares existentes en la región del sureste nigeriano alcanzaba los 60.000 combatientes.
Uno de los grupos más activos, y que se mantiene hasta la actualidad, es el Movimiento para la emancipación del Delta del Níger (MEND), cuya aparición se produjo en el año 2005. Las tácticas pacíficas del movimiento de Ken Saro-Wiwa —quien acabó condenado a muerte por el Gobierno militar nigeriano y ahorcado en 1995—, dejaron paso a las tácticas de enjambre para el sabotaje de los oleoductos y el secuestro de trabajadores extranjeros a través de ataques rápidos por parte de las guerrillas.
En febrero de 2016 nació un nuevo grupo: los vengadores del Delta del Níger, cuyos últimos ataques han provocado la reducción de las exportaciones de petróleo de Nigeria, haciendo caer la producción a niveles de hace 20 años. Ello ha estimulado también una fuerte inflación que se deja sentir en todo el país.
El conjunto de las fuerzas armadas irregulares existentes en la región alcanzaba los 60.000 combatientes en 2007
“Conocemos lo que más daño puede haceros y eso es lo que intentamos sabotear: lo más importante para las empresas”, explica Alagoa, tensando su brazo izquierdo donde luce un tatuaje clarificador: un fusil y un machete entrecruzados.
Como en cualquier otro tipo de conflicto violento a medida que va pasando el tiempo el número de muertes y fallecidos por armas de fuego se multiplica. Las explosiones en los oleoductos, los robos de material militar o los secuestros terminan, en muchas ocasiones, por llevarse vidas de civiles y militares. “Sí, a veces tenemos que dañar a nuestros hermanos; pero es porque vosotros queréis”, afirma contundente James Alagoa, apoyándose una vez más en la firmeza de su dedo índice. “¿Os duelen las muertes que estáis provocando vosotros?”, pregunta el miliciano.
El secretario del Comité de Petróleo y Gas del Reino de Nembe es consciente de que los piratas y las milicias no son la solución al conflicto. “Yo no les animo a que lo hagan. No les excuso, porque sus actividades también afectan a nuestras comunidades. Pero cuando observas nuestro entorno y echas la mirada hacia atrás, te das cuenta de que son las empresas las que tienen la llave para detener esto o, al menos, para paliarlo”, comenta, antes de aclarar que sin las empresas sus pueblos quedarían abandonados después de haberle sido arrebatadas todas sus herramientas de vida.
Desde su barca, antes de llegar a puerto, el joven pescador Michael George ofrece su opinión sobre los grupos armados y las milicias. No los apoya, “pero, ¿qué más podemos hacer?”, se pregunta, con el agotamiento reflejado en los ojos.
Para él, como para otros habitantes de los nueve estados del Delta del Níger, su vida ideal ya está lejos de los arroyos. Pero no solo por los problemas causados por el petróleo. Desean vivir en una ciudad más moderna, que les ofrezca más oportunidades. Algo tremendamente difícil para ellos.
Faith es una mujer de mediana edad; agricultora antes de que sus campos quedasen contaminados. Ahora trabaja como coordinadora en el Consejo Juvenil del Reino de Nembe. Desde su posición intenta “controlar” a los jóvenes e “impedir” que se sumen a las milicias. Pero se ve desarmada en sus argumentos cuando los chicos le demandan una alternativa. “No apoyo a esos grupos”, asegura con una voz ronca, “pero si nuestro Gobierno no encuentra una solución… Sí, quizá la violencia sea el único camino”, explica apesadumbrada.
El conflicto permanece y cada año nacen nuevas generaciones de niños y niñas inmersas en ese ambiente de desastre social y violencia del que es difícil escapar. Alagoa lo atestigua: “Sabemos cómo educar a nuestros hijos. Les enseñamos a comprender que la violencia no es buena”, explica orgulloso el freedom fighter. “Pero debemos solucionar todo esto antes de que crezcan. De otro modo, seguiremos llorando”.
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