Pastorear y tejer de nuevo en Portete
Unas 40 familias indígenas wayuu retornaron a su tierra dispuestos a empezar de nuevo y recuperar las formas tradicionales de vida que el conflicto armado les arrebató
La herida no se cierra. Las 40 familias de Bahía Portete que retornaron a este enclave de la región de La Guajira, en el extremo noroccidental de Colombia, lo hicieron con el peso de los recuerdos. El lugar al que regresaron ya no es realmente el mismo del que se fueron y las huellas de la masacre son todavía muy visibles. La antigua escuela y el centro de salud están en ruinas y, sobre todo, faltan los que mataron y también los que no regresaron aun. Pero, en medio de las dificultades, los retornados volvieron a pastorear sus cabras, a pescar, a tejer artesanías y a buscar agua al jagüey —balsa— como hicieron siempre antes. Por las tardes se sientan a la puerta de sus rancherías para ver asomar la luna y contemplar las estrellas. Y por las noches se siguen contando sus mágicas historias recostados en las hamacas donde duermen bajo la enramada. La vida trata de abrirse paso nuevamente en Portete 13 años después de la tragedia.
Remedios Fince Epinayú fue una de las primeras personas que retornó después de vivir nueve años como desplazada en la ciudad venezolana de Maracaibo. “Fue duro pensar en volver al mismo lugar donde mataron a mi prima y a mi tía. Nos acordamos mucho de nuestros difuntos y sentimos ese vacío, sobre todo cuando miramos las casas donde vivían. No tenemos la misma energía, pero hemos ido reconstruyendo nuestras viviendas poco a poco”, dice.
Portete vivió tiempos mejores cuando lo habitaban unas 1.000 personas y sus pobladores vivían de sus ovejas y sus cabras. Ahora, los animales se cuentan con los dedos de una mano. El clima, dicen, también ha cambiado. El territorio es un desierto, pero antes llovía con más frecuencia y se sembraba. Hoy, en cambio, la sequía es galopante y la falta de agua es el problema más acuciante. “El camión cisterna pasa una vez al mes para llenar los tanques, pero lo que dejan es muy justo, casi siempre insuficiente. Pusieron una desalinizadora y la sabotearon, ya no funciona”, lamenta Remedios mientras teje un chinchorro, la típica hamaca elaborada por los indígenas wayuu.
Fue duro pensar en volver al mismo lugar donde mataron a mi prima y a mi tía. Nos acordamos mucho de nuestros difuntos y sentimos ese vacío
Con Remedios regresó también su tío Agustín Fince que a sus 86 años es la persona de más edad de la comunidad, una autoridad respetada al que le da pesar no poder matar un ovejo para brindarle a las visitas como hacía antes. Apenas tiene los cuatro chivos que le entregó la Unidad de Víctimas y que saca a pastorear todas las mañanas desde muy temprano. Después de retornar, se siente reconfortado de saber que al menos podrá morir en su territorio. No habla y apenas entiende el español, pero expresa en su lengua, el wayuunaiki, que le gustaría que se pudieran preservar las costumbres de su etnia y que los jóvenes, así tengan que buscarse el futuro en otra parte, no pierdan su identidad.
Mujeres intocables
Los wayuu son la comunidad más numerosa del total de 104 etnias indígenas que existen en Colombia. Con estructura matriarcal y organización social propia, viven asentados en la guajira colombiana y en el fronterizo estado venezolano de Zulia Tienen fama de ser un pueblo guerrero que supo resistir desde tiempos coloniales la ocupación de su territorio. Todo cambió un 18 de abril de 2004 y el código de honor de los hombres wayuu quedó hecho trizas cuando unos 50 paramilitares irrumpieron en la localidad de Portete y exhibieron todo un repertorio de violencia contra algunas mujeres de esta comunidad indígena de la enigmática y desértica Alta Guajira. El ataque fue toda una afrenta a este pueblo ancestral donde la mujer no solo tiene un papel determinante como líderesa comunitaria y sostén de la cultura sino que está considerada intocable en la ley wayuu. A las mujeres y también a niños, niñas y ancianos, dicen, ni se les maltrata ni se les viola, ni van a la guerra ni se les expulsa de su tierra.
En la masacre de Bahía Portete, las mujeres fueron intencionadamente el blanco principal de los paramilitares. Entre torturas y ultrajes sexuales, asesinaron a seis personas, pero pudieran ser más las que no trascendieron porque a muchas familias wayuu no les gusta que se hable de sus muertos. De las seis víctimas conocidas, cuatro eran mujeres con una significación muy especial para la comunidad. Una era Margoth Fince Epinayú y otra Rosa Fince Uriana. Ambas se habían destacado por denunciar los planes de expansión del paramilitarismo en la región que, en alianza con intereses económicos locales, pretendían hacer suyo el puerto natural de Bahía Portete para insertarlo en las rutas del tráfico de drogas, armas y gasolina.
La masacre de Bahía Portete ilustra la violencia étnica en la guerra colombiana y el acoso armado a mundos ancestrales por el control de los recursos.
Ese día de hace 13 años, desaparecieron también Diana Fince Uriana, Reina Fince Pushaina de tan solo 13 años y otra persona que no fue identificada. Por el camino mataron a Rubén Epinayú, un joven pescador de 17 años. Una vez asesinaron, los paramilitares se dedicaron a destruir y saquear las casas y a profanar el cementerio, un lugar sagrado para los wayuu. El Estado había sido alertado por la comunidad y no reaccionó. En cualquier caso nunca imaginaron la magnitud y menos un ataque contra mujeres. “El tema de violencia sexual nunca se había visto en la comunidad wayuu. La sevicia con la que asesinaron a Margoth y a Rosa, así como la desaparición de Diana y Reina causó un gran impacto”, dice Telemina Barros, líder de la comunidad y defensora de derechos humanos.
Con su modo de accionar, los paramilitares consiguieron romper el tejido social. La masacre fue un ataque a toda una comunidad indígena que ilustra la violencia étnica en la guerra colombiana y el acoso armado a mundos ancestrales por el control de los recursos. Tras la masacre, los más de 600 indígenas wayuu de Portete se vieron forzados a abandonar su territorio y lo perdieron todo; sus casas, sus bienes y sus preciados animales, el sustento económico y alimentario. Portete quedó deshabitado. La mayoría emprendió una larga marcha de tres días por el desierto para cruzar la frontera venezolana y llegar a Maracaibo, capital del estado de Zulia, donde muchos tenían familiares. El país vecino les brincó protección humanitaria durante un tiempo, pero la masacre y el éxodo masivo tuvieron unas consecuencias nefastas para los wayuu, abatidos moral y culturalmente, Muchos acabaron enfermando y muriendo de pena en el destierro.
Retorno sin condiciones
El retorno siempre fue un anhelo para la gente de Portete refugiada en Maracaibo, pero regresar no era fácil porque nunca se dieron las condiciones. “Los que retornaron lo hicieron voluntariamente sin acompañamiento institucional. No existió voluntad política. Solo más tarde logramos el apoyo de la Unidad de Víctimas que hizo entrega de unas ayudas humanitarias y se consiguió agilizar con ellos un proceso de indemnización por desplazamiento para las familias. Sin embargo, la reparación colectiva a la comunidad no avanza, pendiente de una evaluación de los daños”, explica Telemina.
Hasta la fecha han retornado unas 40 familias de las 103 que se desplazaron. Hay quien ya regresó a Colombia, pero no a Portete sino a otras ciudades guajiras como Maicao, Uribia o Rioacha. Sus reivindicaciones frente al Estado siguen firmes en cuanto a conseguir una reparación integral y el apoyo a proyectos productivos, reconstrucción de viviendas, adecuación de un centro educativo y otro de salud, o solventar el problema del agua y contar con un transporte permanente para desplazarse por la región.
En Maracaibo quedan todavía unas cinco o seis familias por retornar, entre ellas la de la líder comunitaria Mariana Epinayú, hija de Margoth, víctima de la masacre. Ella fue una de las personas que días después de la tragedia regresó a buscar el cuerpo de su madre para darle sepultura. Todavía hoy sigue visitando Portete desde Venezuela con alguna frecuencia, pero dice sentirse excluida respecto a otros clanes familiares wayuu que asegura obtuvieron más facilidades para asentarse nuevamente en Portete: “No hemos contado con ayuda y nunca nos tuvieron en cuenta en la reparación individual para el retorno. Ni siquiera el informe que realizó el Centro de Memoria Histórica sobre la masacre recogió la versión de nuestra familia, que la vivimos de forma directa”.
La declaratoria de Bahía Portete como parque nacional podría ser un buen incentivo para reactivar la zona en una región con un incipiente potencial turístico
La reciente declaratoria de Bahía Portete como parque nacional podría ser un buen incentivo para reactivar la zona en una región con un incipiente potencial turístico pero sin apenas infraestructuras. Telemina Barros lo considera positivo. “Cuando la comunidad de Portete accedió a participar en la consulta previa buscó salvaguardar el territorio frente a las multinacionales que pudieran estar interesadas en esta tierra”, asegura. Mariana Epinayú es más escéptica: “No hemos tenido ningún beneficio con esa declaratoria y además no participamos en la consulta previa con Parques Nacionales siendo como somos los propietarios del territorio. Eso es un peladero que de parque nacional no tiene nada”, dice.
13 años después, la justicia sí ha actuado y se sabe que detrás de la masacre estaban las ambiciones y prácticas mafiosas de Chema Bala, un indígena wayuu que se hizo con el control del puerto, lugar habitual de entrada y salida de contrabando y cada vez con más peso dentro de las rutas del narcotráfico y el comercio de armas. Para conseguirlo estableció una macabra alianza con el Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) liderado por Jorge 40 y que pretendía consolidar su dominio y expansión en la costa caribeña colombiana. Chema Bala y Jorge 40 fueron condenados y extaditados después a Estados Unidos por narcotráfico, pero la influencia del paramilitarismo perduró.
En la Alta Guajira no hubo guerrilla y el accionar paramilitar respondió a otras lógicas en una región muy ligada a la economía extractiva del sector minero y gasifero. El informe del Centro de Memoria Histórica sobre Portete, señala que los paramilitares, además de controlar el tráfico de drogas, armas y gasolina, tenían entre sus metas controlar las relaciones políticas clientelistas con la población nativa y la administración pública para sacar tajada de las jugosas transferencias que llegan al departamento por la explotación de esos recursos naturales.
El puerto que originó la masacre permanece ahora inactivo, pero cerca de Portete se encuentra Puerto Bolívar, lugar de embarque de 5.900 toneladas diarias de carbón de la mina de El Cerrejón, la explotación a cielo abierto más grande del mundo. Pero ni el carbón ni tampoco el gas que se producen han repercutido en el desarrollo social de una región asolada además por la corrupción. La Guajira sigue siendo una de las regiones más desiguales de Colombia donde la mayoría de su población, especialmente la indígena, tiene las necesidades básicas insatisfechas. Sus impactos sociales y medioabientales han sido además muy negativos para la vida de las poblaciones autóctonas que han tenido que desplazarse y han visto como se apropiaban de sus tierras o contaminaban sus aguas.
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