Bojayá quiere renacer
Hace 15 años este pueblo colombiano sufrió la mayor masacre de las FARC: 79 personas fueron asesinadas dentro de su iglesia. Hoy espera que la paz traiga medidas efectivas de reparación
Poco queda del antiguo pueblo de Bellavista, situado a orillas del río Atrato, en el municipio de Bojayá de la región chocoana del Pacífico colombiano. Apenas las ruinas de algunas casas comidas por la maleza, el edificio donde vivían unas monjas misioneras y la iglesia donde ocurrió la masacre, hoy rehabilitada y convertida en un santuario.
Pasaron ya 15 años desde que unos 400 paramilitares llegaran a la zona del medio Atrato con la intención de arrebatar a la guerrilla de las FARC el control de toda esa área. Los combates fueron muy intensos y parte de la población corrió a resguardarse en la iglesia del pueblo. Allí pasaron un día y una noche en medio del fuego cruzado. A la mañana siguiente prosiguieron los enfrentamientos y un cilindro bomba lanzado por la guerrilla cayó fatídicamente en el altar de la parroquia. Murieron 79 personas, la mayoría niños y niñas. Cerca de 200 más resultaron heridas.
El Padre Antún Ramos, miembro de la diócesis de Quibdó, no olvidará nunca aquel dos de mayo de 2002. Él era entonces el sacerdote de Bellavista y se encontraba en el templo cuando la masacre. A pesar de sus heridas, Antún se convirtió en el héroe de Bojayá que lideró la evacuación de la población. “Tuvimos que llegar hasta unas embarcaciones en medio de los combates para poder ir hasta Vigía El Fuerte, al otro lado del río. Eramos unas 400 personas y la mitad eran heridos que tuvimos que llevar a hombros porque el pueblo estaba inundado y el contacto con el agua podía infectar las heridas”, recuerda el Padre.
Nueva Bellavista
Más de 4.000 personas acabaron desplazándose, mayoritariamente a Quibdó, la capital del departamento. 15 años después, se estima que solo la mitad han retornado. El Estado construyó una nueva ciudadela con 264 casas para reubicar a parte de los supervivientes. La hicieron a dos kilómetros del pueblo antiguo tras desestimar construirla en el mismo lugar por riesgo de inundaciones. La bautizaron como Nueva Bellavista y la entregaron justo ahora hace 10 años. Aparentemente parece un buen lugar. Sus calles están pavimentadas, hay una biblioteca, un jardín de infancia, una escuela, un centro de salud, una nueva iglesia, una estación de policía, un parque y hasta un pequeño estadio polideportivo con tribuna cubierta. El Gobierno colombiano solía presumir mostrando la obra como un ejemplo de reparación a las víctimas del conflicto armado, pero la visión de muchos de sus beneficiarios dista mucho de esa percepción.
Un cilindro bomba lanzado por la guerrilla cayó fatídicamente en el altar de la parroquia. Murieron 79 personas, la mayoría niños y niñas
Para la diócesis de Quibdó que acompaña a estas comunidades, con los 35.000 millones de pesos que se gastaron —12 millones de euros— se hubiera podido hacer un buen plan de desarrollo y ayudar a mucha más gente. “Las casas muestran ya un deterioro y no están acorde con el tipo de familia campesina de la región. Nos hubiera gustado una reparación más integral, con proyectos productivos y con calidad de vida, no reducirlo únicamente a la entrega de unas casas”, argumenta el Padre Antún.
Macaria Allín, superviviente de la tragedia en la iglesia, recuerda con nostalgia el viejo Bellavista porque el nuevo pueblo los alejó del río y perdieron muchas de sus costumbres. No se siente ni mucho menos reparada con la nueva vivienda que le adjudicaron. “El Estado nos dio una casa con menos amplitud que la que teníamos, mal construida y que tuve que arreglar”, afirma. Delis Palacios, miembro del comité de víctimas de Bojayá, añade más agravios: “El alcantarillado es deficiente y las calles se siguen inundando cuando llueve. No tenemos agua potable y apenas cuatro horas de luz al día”. Para Elisabeth Álvarez, otra de las víctimas, hubiera sido importante recomponer el tejido social y replantear el tema productivo, porque la gente siguió viviendo de las mismas actividades agrícolas y de la pesca, ahora muy mermada por la contaminación de las ciénagas y de los ríos como consecuencia de la minería ilegal. La educación y la atención del centro de salud si reconocen que mejoraron últimamente, aunque aquí se sigue pidiendo la construcción de un hospital y una formación más acorde con la cultura propia.
Mas de 200 de familias que viven todavía como desplazadas en Quibdó e integran la Asociación de Desplazados Dos de Mayo (ADOM) nunca vieron las condiciones para retornar en el marco del proyecto de reubicación. Si lo hicieron familias de las comunidades indígenas embera de la zona pero sus condiciones no son las mejores. Delmiro Palacios, líder indígena de esta etnia en Bojayá, considera que la situación de su pueblo es de absoluta vulnerabilidad. “En todo este tiempo no ha habido ninguna reparación integral ni una seguridad alimentaria. De continuar así, los pueblos embera estamos próximos a desaparecer por el descuido del Estado”, lamenta.
Gestionar el dolor de lo vivido fue igualmente complejo. El Estado apenas brindó ningún acompañamiento psicólogico a la población más afectada. Fueron sólo algunos procesos organizativos y la diócesis de Quibdó las que estuvieron acompañando a la gente. Para Macaria Allín, el tiempo pasó muy rápido. Cree que sus heridas psicológicas no han sanado pero dice que, gracias a las Hermanas Agustinas Misioneras, supo sacar fuerzas de donde no las tenía. “Volver a la iglesia me sirvió como terapia. Al principio lo pasaba muy mal y me tenía que salir siempre que entraba. Ahora lo sigo reviviendo todo cada vez que voy, pero ya suelo estar más calmada”, explica.
Un tiempo nuevo
Para Colombia empezó un tiempo nuevo y quizá también para Bojayá. El pasado dos de mayo fue la primera vez que la masacre se conmemoró en medio de un acuerdo de paz entre el gobierno y la guerrilla. Alan jara, el nuevo director de la gubernamental Unidad de Victimas, señaló que este hecho lo cambia absolutamente todo. “Los esfuerzos del Estado ahora han de ir orientados a la construcción de paz y por tanto a reparar a las víctimas. Bojayá es un caso emblemático que debemos priorizar”, señaló.
Jara llegó a Bojayá con un renovado compromiso de implementar un plan de reparación individual y colectiva que incluya las acciones necesarias para sacarlo adelante. El plan, siempre consensuado con la comunidad, debería estar ejecutado en un año y sus medidas irían desde lo simbólico hasta lo socioeconómico. “Pensamos en la construcción de un sendero de la memoria entre el antiguo pueblo de Bellavista y el nuevo, en el diseño de proyectos productivos que permitan a la gente generar sus propios ingresos para no depender más del asistencialismo del Estado y en reconstruir el tejido social con el fortalecimiento de sus organizaciones, además de hacer énfasis en la atención psicosocial”, explicó el funcionario público.
Entre las esperanzas de la comunidad se encuentra también el poder tener un hospital de primer nivel y el acceso a la educación superior para los hijos de las victimas. Los bojayacenses dijeron confiar en la palabra de Alan Jara por el solo hecho de que él también fue una víctima tras vivir ocho años en la selva secuestrado por las FARC. De entrada y como primer paso, recién empezaron ya las exhumaciones de los fallecidos en la masacre con el objetivo de confirmar plenamente la identidad de cada uno de los cuerpos y hacer una entrega digna a sus familias. Por decisión de la comunidad, todos serán de nuevo enterrados juntos en un mausoleo.
Los esfuerzos del Estado han de ir ahora orientados a la construcción de paz y a reparar a las víctimas. Bojayá es un caso emblemático que debemos priorizar
Bojayá dice estar además preparada para afrontar el perdón y la reconciliación. Desde hacía ya un tiempo se venía preparando un encuentro con las FARC que se produjo hace cinco meses. En el marco del proceso de paz, un grupo de comandantes y miembros del secretariado de la guerrilla llegaron a Bellavista para pedir perdón a la comunidad en la misma iglesia donde acabaron con 79 vidas. Les aseguraron que nunca tuvieron la intención de lastimar a la población civil, pero reconocieron su responsabilidad, y se comprometieron a reparar a las víctimas, a resarcir los daños causados y a no repetir lo sucedido.
Tener a las FARC frente a frente no fue fácil para la comunidad. “Fue un acto muy duro para nosotros, pero a la vez necesario y que apenas es el inicio de un proceso. Pienso que no nos podemos reprimir de perdonar. No hacerlo nos reabre más las heridas. Nuestra gente está dispuesta a escuchar y esperamos que cumplan con lo que se comprometieron”, explica elisabeth Alvarez,
En Bojayá también esperan del Gobierno y de los paramilitares que pidan perdón y les expliquen la verdad. Y es que tiempo después de la masacre, se supo que pudo haberse evitado. La diócesis de Quibdó había dado varias alertas advirtiendo de la inminente confrontación y de la entrada de paramilitares a la zona. El alemán Uli Kollwitz, sacerdote de esta diócesis, afirma que el Gobierno y la fuerza pública no reaccionaron. “No sólo no hicieron nada, sino que ahora ya sabemos que los paramilitares llegaron al lugar con la complicidad del Ejército. Nadie puede entender que con la cantidad de controles y retenes militares que había en el río Atrato no viesen las siete embarcaciones donde viajaban más de 300 paramilitares armados que luego utilizaron a la población civil como escudos humanos”, asegura. La denuncia fue ratificada por una sentencia del Consejo de Estado que condenó a la nación por la masacre y obliga al Ejército a pedir igualmente perdón.
15 años después, unas 19 comunidades negras y unos 30 resguardos indígenas del municipio de Bojayá siguen su vida a orillas del río Atrato dedicándose precariamente a sus labores agrícolas, de pesca o madereras. Lo hacen hoy con relativa seguridad debido a la abundante presencia de fuerza pública en la zona, pero mirando de reojo lo que pasa en otras partes de la región donde ya es un hecho que las bandas criminales neoparamilitares y la guerrilla del ELN vienen copando las zonas dejadas por las FARC tras la firma de la paz y provocando nuevos desplazamientos de población.
En el Chocó también es un entramado de intereses económicos lo que amenaza la tranquilidad de sus pobladores. Olvidadas históricamente por el Estado, las comunidades indígenas y afros del Pacífico carecen de casi todo, totalmente empobrecidas por un sistema que hasta ahora solo vio en la región una fuente de riqueza económica y de explotación de sus recursos naturales. “Lo que percibimos desde hace tiempo es que nos quieren desarraigar del territorio para poder ejecutar grandes megaproyectos y lo que menos se tiene en cuenta es el sentir de la gente. Ahora que el Estado habla de la locomotora del progreso quisiera que no se convierta para el Chocó en una aplanadora”, dice el padre Antún Ramos desde la pequeña capilla de un barrio popular de Quibdó en el que trabaja hoy.
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