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La desaparición de los animales

Nuestra relación con ellos nos hace más humanos. Ver a toros y caballos en espectáculos es una forma de respetarlos

Fernando Savater
Un globo con forma de cebra sobrevuela, con un grupo de jirafas al fondo, el parque de la Tête d’Or de Lyon, Francia. 
Un globo con forma de cebra sobrevuela, con un grupo de jirafas al fondo, el parque de la Tête d’Or de Lyon, Francia. Stuart Franklin (Magnum / contacto)

“ Hermano Francisco, no te

En aquellos años de mi niñez, hasta un chaval plenamente urbano como yo tenía de uno u otro modo ocasiones de convivir con animales

acerques mucho...”

 –Rubén Darío, Los motivos del lobo.

Cuando yo era pequeño, los animales ocupaban el centro simbólico de mi vida. Nada me atraía más, tanto en el arte (los tebeos protagonizados por fieras, las novelas de Tarzán, Moby Dick, los relatos de grandes cazadores o naturalistas, las películas de safaris, King Kong, El desierto viviente, los álbumes de cromos dedicados a la zoología…) como en la mal llamada vida real (los periquitos, los hámsteres, los gusanos de seda, los ponis enanos del parque de atracciones de Igueldo, el nada brioso caballejo que tiraba del carro de la casera que nos vendía la leche, las vacas del caserío Amasa al que íbamos a almorzar, los leones, tigres y elefantes del Circo Americano…). Cuando empecé a viajar, el zoológico y el acuario eran lo primero que visitaba en una ciudad, hasta que ya muy pasados los veinte años mujeres civilizadoras y deseadas me llevaron a los grandes museos… pero nunca fue lo mismo. Mi afición a las carreras de caballos y las corridas de toros creo que comenzó porque tales festejos se centraban en animales grandes y hermosos, más bien imprevisibles. Por supuesto lo que me gustaba de los animales no era su parecido con nosotros, tan empeñosamente resaltado por Walt Disney y otros documentalistas, sino que, aunque se nos parecían porque estaban vivos, no eran humanos: se podía vivir también de otra manera… De vez en cuando, sin embargo, me emocionaba alguna virtud antropomórfica, como el coraje de la mangosta Rikki ­Tikki Tavi enfrentándose a la cobra real en el relato de Kipling o el de la cabra de Monsieur Seguin (en Cartas de mi molino, de Daudet, uno de los primeros libros que leí en francés) que luchó contra el lobo hasta el alba. O Bagheera, la pantera negra, despidiéndose de Mowgli cuando éste se fue a la aldea de los humanos: “¡Recuerda que Bagheera te quería!”.

En aquellos años de mi niñez hasta un chaval plenamente urbano como yo tenía muchas ocasiones de convivir de uno u otro modo con animales. Y no sólo en San Sebastián, que por entonces era bastante rural: cuando a mis 12 años nos mudamos a Madrid, comprábamos la leche en una vaquería de la calle de Diego de León, en pleno barrio de Salamanca, que aromatizaba a estiércol toda la manzana y de la que brotaban mugidos que competían con las bocinas de los autos. Hoy los animales han desaparecido prácticamente de las ciudades, hasta de las de tamaño mediano, salvo las mascotas. El resto ha quedado relegado a los documentales de la BBC o a la semiclandestinidad denostada de las plazas de toros y los hipódromos. Los zoológicos languidecen, acusados de ser campos de concentración: ponerlos al día en cuanto a garantías de confort, como exigen sus críticos, excede el presupuesto de las instituciones que suelen gestionarlos. Los circos ya no tienen derecho a mostrar animales domesticados y por tanto van cerrando poco a poco. ¿Quién va a querer ir a un circo sin fieras ni domadores? Sólo quedará el Cirque du Soleil, que es lo más aburrido y cursi sobre la faz de la tierra. Dentro de poco los únicos animales con los que poder relacionarnos serán las mascotas (no cuento los microbios que nos matan porque con ésos es más difícil confraternizar), personitas disfrazadas que ya disponen de tiendas especializadas, salones de belleza, hospitales, cementerios… ¡Qué alegría, son como nosotros! ¡Consumistas! Los bichos de nuestro entorno que no pueden ser convertidos en mascotas (toros de lidia, caballos de carreras…) tendrán que desaparecer en cuanto los inquisidores logren cerrar los juegos de que forman parte. A no ser que consigan adaptarse y miniaturizarse: en sus Memorias de ultratumba, Chateaubriand habla de una tía suya, en tiempos muy aficionada a la caza, que cuando los años le impidieron ir de montería se las arregló para hacerse con un “jabalí privado” que la seguía por su mansión como un perrito…

A fin de cuentas, la desaparición de los animales de nuestra cotidianidad (hasta los camellos de los Reyes Magos han sido sustituidos por bicicletas, supremo ultraje a los monarcas y a los dromedarios) lo que refleja es la paulatina postergación del mundo rural. De igual modo que los amantes de la Humanidad suelen ser poco compasivos y tolerantes con los seres humanos concretos, cuanto más arriscados defensores tiene la Naturaleza, con menos valedores cuenta el campo y quienes viven en él y de él. A finales del pasado mes de junio se reunieron en Madrid representantes de los sectores de la caza, la pesca y el campo en general para protestar por el abandono, cuando no por la persecución, que sufren por parte de unas autoridades incapaces de contrariar a los ecologistas y animalistas. Representan a más de tres millones y medio de personas cuya actividad produce 9.000 millones de euros. Exigieron que se modificase la Ley de Patrimonio Natural de 2007, lo que cuenta con el rechazo de PSOE, Podemos y la abstención de Ciudadanos. Reclamaron que se cambie el catálogo de especies invasoras, pues consideran que muchas de las hoy denominadas así no lo son: por lo visto la xenofobia localista de “primero lo de aquí” no respeta ni la zoología… El señor López Maraver, presidente de la Real Federación Española de Caza, pidió que “los cazadores, pescadores, el sector del circo y del toro, perdamos la vergüenza y digamos que somos del campo”. No les arriendo la ganancia…

Quienes aún gustamos de ver y jugar con animales no somos enemigos suyos: al contrario, contribuimos a su conservación en un sistema económico en el que cuanto produce gastos pero ningún beneficio está ciertamente condenado. Tratar como es debido a los animales es una exigencia del humanismo ilustrado que excluye tanto considerarlos meros objetos inanimados como seres morales tan respetables como los humanos, lo que no es una actitud éticamente piadosa sino la peor impiedad. Ya no son dioses, como lo fueron en un tiempo lejano, ni simples siervos de caprichos brutales felizmente erradicados: ahora pertenecen al mundo de los símbolos y las leyendas vivientes, son colaboradores necesarios de nuestra cotidianidad en sus aspectos más carnales y también inspiradores de metáforas biológicas que nos conciernen. Merecen la fascinación del niño que mira cazar a su gato o picotear a las gallinas, no la histeria inquisitorial de quienes los usan como pretexto para hostigar a sus semejantes.

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