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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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Santiago pide paso

Jóvenes cocineros se empeñan en darle la vuelta a la visión rígida y pacata que mandaba hasta hace poco en la gastronomía chilena

Manolo Aznar, de Híbrido.
Manolo Aznar, de Híbrido.

Híbrido es un local diferente. Lo visito cada vez que llego a Santiago y quiero tomar un café de verdad. Poco a poco aparecen otros locales dedicados a servir cafés seleccionados, tostados con cuidado y bien hechos en la capital de Chile, pero son la excepción en un universo dominado por la mediocridad de las preparaciones encapsuladas y la triste alternativa que encarnan los sobres de presunto café soluble. En cualquier caso, Híbrido (Merded 346, Lastarria) va más lejos. También sirve algunas comidas —sándwich, menú y una docena de platos y tapas— y se maneja como bar de vinos, volcado en las nuevas elaboraciones que hacen brillar al viñedo chileno. Me acerco en el último viaje y encuentro un añadido en el piso alto, en forma de mesa para 10 instalada frente a la cocina, donde una vez al mes sirve cenas compartidas. Me apunto a una y me deja buen sabor de boca. Siete platos y otros tantos vinos —Chile, Francia, Italia y Portugal— seleccionados por el importador Diego Edwards. Es una cocina actual que se instala en la sorpresa, como muestra la tarrina de cerdo con mini camarón y acelgas. Un concepto repetido ya en la vieja Europa y en Estados Unidos, convertido en novedad en este Santiago culinario que no para de moverse. El impulsor de Híbrido es Manolo Aznar, uno más entre los miles de jóvenes empujados al mundo por la crisis española. Llegó a Chile con el oficio de cocinero bien aprendido en Barcelona y puso en marcha su negocio.

Cristóbal Carrión es chileno, pero también se formó lejos. Su trayectoria se desarrolla en Brasil, de donde vuelve para romper algunos esquemas. Se aleja de los circuitos comerciales para abrir su restaurante, La Comedoría, en el barrio de Franklin (Franklin 979, local 7), en un local elemental ajeno al estatus de los restaurantes al uso. Su propuesta se administra en poco más que una barra asomada a una pequeña cocina y es llamativa. Una especie de cocina actual al alcance de todos. El menú cambia cada día y se sirve por 4.500 pesos (poco más de 7 dólares). Un día cualquiera puedes armarte un almuerzo a base de tomate asado relleno de mote, cassoulet y turrón de vino. La carta, que la hay, explota las ventajas de la compra directa en el mercado y se maneja entre los productos menos cotizados.

Lo mejor de la cocina joven es que cuando realmente lo es llega queriendo cambiar las cosas. Por lo que veo, en Santiago abundan los jóvenes cocineros empeñados en darle la vuelta a la visión rígida y pacata que mandaba hasta hace poco. No es una verdad universal —hay jóvenes que cocinan como si hubieran nacido viejos—, pero se extiende con fuerza. Aznar y Carrión muestran una generación de profesionales formados fuera del país que traen ideas y perspectivas nuevas. Otros lo hacen desde dentro. Como Luis Garay, cuyo viaje por esas cocinas chilenas tradicionalmente ignoradas en la capital ha desembocado en un negocio de sándwich llamado Capicúa (Manuel Montt 748, Providencia). El objetivo es poner al día el concepto del sándwich chileno —por lo general una comida copiosa embutida entre pan— reduciendo los formatos y aportando imaginación y vínculos con los productos y los sabores de las regiones. Un ejercicio interesante que necesita seguir explorando caminos.

El éxito de Salvador Cocina y Café (Bombero Adolfo Ossa 1059; menú diario por 10.000 pesos, que vienen a ser 16 dólares, y una breve carta) ha convertido a Rolando Ortega en referencia y facilita la prolongación de su cocina a un nuevo local, Casa Alma (Antonia López de Bello 191, Recoleta) en el que su propuesta, siempre de bases tradicionales, se apunta a juegos tan divertidos como los que propone con la zanahoria asada o el tártaro de vaca y erizos.

Entre julio y agosto Santiago vivirá un reventón de aperturas. Los nuevos locales de Ambrosía —un bistró— y 99 —bar de copas con comida—, el monumental Bar Liguria de Lastarria —ocupa un edificio de tres plantas—, el comedor de La Vinoteca de Vitacura, el traslado de Osaka al Hotel Noi, la llegada del peruano Mitsuharu Tsumura (Maido) al Hotel W y algunas cosas más.

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