Hirohito en Pompeya
El futuro emperador japonés visitó las ruinas 24 años antes de Hiroshima, pero no extrajo ninguna lección
A menudo, somos indiferentes a las advertencias del destino. He descubierto que Hirohito visitó Pompeya en 1921 y me obsesiona pensar si el futuro emperador japonés tuvo la premonición de que un día dos de sus ciudades perecerían devastadas por una fuerza tan impresionante como la del Vesubio, aunque en ese caso desatada por el hombre. ¿Recordaba Hirohito su recorrido por la vieja urbe romana de la Campania cuando fue en 1947 por primera vez a Hiroshima o dos años después a Nagasaki? ¿Relacionaría unas ruinas con las otras y los impresionantes moldes de los romanos convertidos en cenizas se le mezclarían con las sombras de sus conciudadanos fundidos? ¿Pensaría acaso que debió de haber escuchado en Pompeya el torvo aviso de los dioses? Entonces, aquel lejano 18 de julio de 1921, Hirohito, aunque aún tardaría cinco años en suceder a su padre y presidir desde el trono del Crisantemo las aventuras militares que llevarían a su país a la brutal invasión de Manchuria y a la Segunda Guerra Mundial, era él mismo un ser divino, un arahitogami. El propio Victor Emmanuel III le señalaría que esa categoría la tenían también los césares. Hirohito había llegado al puerto de Nápoles a bordo del acorazado Katori, el buque insignia de la flota nipona. Recorrió la ciudad sepultada por el volcán y se declaró muy impresionado por lo que vio. Quizá notó cómo un viento poderoso le erizaba el cabello en la nuca y al alzar la cabeza, sorprendido e inexplicablemente espantado, creyera ver fugazmente una nube atroz con forma de hongo elevarse en el cielo.
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