La casa donde todo es posible
Emprendedores y artistas salvadoreños ocupan un espacio vanguardista de innovación y cultura para el desarrollo
No se puede contar fácilmente La Casa Tomada. Es imposible describir la luz y la energía que desprenden sus 17 espacios internos de co-working, estudios y auditorios. ¿Un espacio de conocimiento y colaboración? ¿Algo así como la Tabacalera de Madrid? Para Fernando Fajardo, su impulsor desde el Centro Cultural de España en El Salvador, La Casa es “una fantasía de gente que convive y crea con un gran impacto social desde sus inicios, en 2012”.
Solo es posible acercarse a vivirla desde dentro, a través de quienes la habitan: las personas y los espíritus (que se perciben realmente), como en el cuento de Cortázar que le presta su nombre. De ahí la impotencia de estas palabras e imágenes para contar un lugar semejante, más propio de un país en paz y en pleno desarrollo.
Pero La Casa, como sus habitantes la llaman, está en El Salvador, catalogado entre los países de renta media y media-baja, afectado por la desigualdad y por ser uno de los más violentos del mundo. La Casa apuesta por otro Salvador posible, impulsando proyectos innovadores que recibieron la inyección económica (800.000 euros) de la Unión Europea hace dos años. Y ahora se enfrenta al gran reto de la sostenibilidad.
La tienda de diseño Chocoleche, el estudio de música, la Radio Tomada, o Insert (que aglutina a proyectos de innovación tecnológica y emprendedores sociales), son algunos de los espacios que se han puesto en marcha. La Casa está en la colonia San Benito, la llamada “zona rosa” de la capital salvadoreña. Por un lado, embajadas, hoteles, oficinas; por otro lado, el barrio denominado Las Palmas. Ocupa solo el 15% de toda la colonia, pero allí se hacina más del 50% de su población (unas 7.000 personas). Fue el nido de una de las maras más conocidas, la 18 que, como la 13, deben su nombre a los números de calles de Los Ángeles (EE.UU) donde nacieron.
En La Casa se mezclan jóvenes y artistas de todo género y procedencia, muchos del barrio de Las Palmas. Y allí comparten espacio y trabajo con personajes de la talla de André Guttfreund, el único cineasta salvadoreño galardonado con un Oscar. Y otros, como Snif, un joven cantante de hip hop que proviene de un barrio lejano, el Mariona, donde está uno de los penales más conocidos del país. Guttfreund acude a las oficinas de la asociación de cineastas que se encuentra en La Casa y colabora impulsando proyectos de otros colegas. En los últimos dos años se han podido poner en marcha 14 trabajos cinematográficos, gracias no solo a la Cooperación Española, sino al aporte del Gobierno salvadoreño. La mayoría son documentales que versan sobre la situación de desigualdad y de violencia que sufre el país. Pero Guttfreund piensa que el cine también ha de mostrar un Salvador “que es algo más que migra-mara-guerra”.
La Casa Tomada es el proyecto cultural más visitado (unas 4.000 personas al mes) y más vivo en el país
A Snif, por su parte (ya nadie le conoce por su nombre verdadero, Samuel), le gusta describirse como “un bichito del Mariona”. Su madre es costurera, su padre carpintero y “yo rapero”, como canta en su tema más conocido: “Barrio”. Tiene el cuerpo menudo pero, sobre el escenario, es un puro nervio y una máquina de rimar improvisada hasta que se queda sin aliento. En La Casa recibió el estímulo para desarrollar su propio estilo y hoy es uno de los máximos exponentes salvadoreños del hip hop. Además, a sus 23 años, imparte talleres a jóvenes que empiezan. “Un cantante de hip hop más es un delincuente menos”, dice. Cuando no hay plata, se busca la vida, cantando sus temas, con otro amigo, en los buses de la capital. Sus letras son una crónica y un altavoz de su entorno.
Impresoras 3D y harina de grillos
En La Casa Tomada también trabajan Patricia Tejero y Ulises Gómez, dos españoles con formación en arquitectura pero que ahora gestionan una consultora de innovación social llamada Insert. Con el apoyo de La Casa y el ministerio de economía salvadoreño, impulsan todo tipo de ideas que tengan impacto social y medioambiental, acompañando a emprendedores (50 actualmente) desde las primeras fases del modelo de negocio.
Los proyectos que acompañan varían desde soluciones de hábitat sostenibles y con diseño participativo a la producción de harina de grillo, que tiene un contenido proteínico superior incluso a la carne vacuna, y mucho más asequible. “En este momento, somos la única incubadora privada de El Salvador y las que facilitamos más inversión para emprendimientos”.
Otro de los espacios que ayudan a gestionar es el Laboratorio de Nuevas Tecnologías, el “LabCT”. Gracias a los fondos de la UE, se pudo equipar con nuevas tecnologías y hacerlas accesibles. En el Lab, está Karla Hernández, de 23 años, que sin terminar la carrera ya es una experta autodidacta en electrónica y en TIC (tecnologías de la información y la comunicación). Trabaja con licencias libres y de manera colaborativa, lo que le ha ayudado a desarrollarse profesionalmente, proviniendo de un barrio y familia de escasos recursos. Imparte conferencias sobre programación y software libre, además de acompañar a otros que empiezan en ese mundo. Le gusta decir en sus charlas que el software es como el sexo: “Se disfruta mejor si es gratis y legal”. Su objetivo: desarrollar una fundación para el mantenimiento y reparación de equipos sanitarios.
El espíritu de La Luna en “un país de huérfanos”
Al frente de la cafetería de La Casa, está Beatriz Alcaine, la antigua gerente de La Luna, un local icónico en la movida cultural de San Salvador durante los años noventa que acogió a artistas y creadores a partir de los acuerdos de paz. Bea, como suelen llamarla, asesora además en todo tipo de iniciativas artísticas. Ella es uno de esos espíritus que Fernando Fajardo invitó a tomar La Casa, “que es herencia de La Luna” dice. Ella sufrió tortura y vivió en el exilio. Piensa que espacios como estos son la mejor respuesta a “un país con falta de amor y lleno de huérfanos”.
El conflicto civil convirtió la geografía del país en un memorial de masacres (El Sumpul, El Mozote) con el resultado de más de 75.000 muertos. Es el país más pequeño y densamente poblado (seis millones) de la región por lo que se le llama “el Pulgarcito de América”. Actualmente hay tres millones de salvadoreños que han emigrado, la mayoría a Estados Unidos. Y tras los acuerdos de paz de principios de los noventa, la violencia mutó en una guerra entre pandillas y fuerzas de seguridad. Una investigación publicada por El Faro, el diario digital de referencia en la región, reveló que gran parte de las armas que utilizan las maras proceden de la época de la guerra.
Doña Angelita, de 40 años, es vecina del barrio de Las Palmas, y ahora trabaja con Bea en la cafetería. Es oriunda de Chalatenango, pero su familia le envió a trabajar a la capital con tan solo 12 años, en parte para ayudar a mantener a sus otros 11 hermanos y, en parte, para escapar de la guerra. Se acuerda del ruido de los helicópteros bombardeando su comunidad. También de cómo llevaba comida a los bandos en conflicto. Y de las noches sin dormir. Y de todo lo que no dice porque se queda mirando un punto fijo de la cafetería. En la Casa encuentra no solo un lugar de trabajo, sino de “acogida y confianza”. En el barrio, las cosas son diferentes.
Ella reflexiona sobre los jóvenes que se meten en las maras desde su experiencia de madre de dos hijas, una de ellas casi adolescente: “Creo que los papás se descuidan bastante. Hay algunos que llegan a la casa muy tarde de trabajar. El hijo se les acerca. El papá les dice que está cansado, que esperen, que después… Y ese después no llega. Cuando son adolescentes, hay que estar encima de los hijos, que sientan que uno se interesa por ellos. Otros padres se van a trabajar a Estados Unidos con el fin de ayudarles y los dejan aún más solos. Se crían con abuelas que no pueden seguirles el ritmo”.
La Casa apuesta por otro Salvador posible impulsando proyectos innovadores
Lidy y su marido, “El Negro Malakalle”, viven en Las Palmas. Son malabaristas de siempre y, ahora, gestores culturales. Ambos, junto a un colectivo de artistas y centros educativos, han logrado que emerja el talento artístico de muchos jóvenes ignorados en un entorno conflictivo a través, por ejemplo, de la creación de grupos de percusión o batucadas. En un año y medio de funcionamiento del proyecto de La Casa Tomada, no se han dado actos de extrema violencia en el barrio. Y eso ya es mucho en un país que llegó a tener más de 20 asesinatos diarios en los últimos años. Si la cultura reduce la violencia, sin duda, aquí se ofrece el lugar idóneo para experimentarlo.
La pregunta de siempre: ¿es sostenible?
La cooperación cultural de España tiene una larga tradición a través del Centro Cultural, el Programa de Patrimonio para el Desarrollo y las becas MAEC, por ejemplo. Según Fajardo, “La Casa Tomada enriquece ese modelo mediante un espacio para la formación en gestión cultural, la profesionalización de artistas emergentes y el desarrollo de emprendimientos sociales”. Todo ello contribuye a algunos objetivos del plan quinquenal de desarrollo que promueve el gobierno del presidente Sánchez Cerén.
La Casa Tomada es el proyecto cultural más visitado (unas 4.000 personas al mes) y más vivo en el país. Ya no cuenta con la financiación de la UE y debe autogestionarse. Fajardo añade que aunque “genera muchos empleos e iniciativas rentables, debemos aceptar que hay modelos que no son medibles en términos tradicionales, y que ni siquiera van a tener una continuidad garantizada, sino dar paso a otros”.
La Casa ofrece un ejemplo de esa otra forma de Cooperación menos tangible donde habitan afectos, se depositan confianzas y se albergan los sueños de un futuro muy diferente del que la desigualdad y la violencia auguran al “Pulgarcito de América”. Al final puede que se impongan modelos más tradicionales de cooperación. Incluso puede suceder lo mismo que en el cuento de Cortázar: que los dos viejos hermanos y propietarios de la casa deciden abandonarla y arrojan la llave, dejándola a merced de los espíritus que la han tomado.
Frente a la violencia, justicia o perdón
Beatriz Alcaine, "el espíritu" de La Luna, reunió en ese local, durante los noventa, a varias generaciones de artistas que vivían en El Salvador o habían vuelto después de la guerra. Enfrente de La Luna, había vivido uno de los antiguos impulsores de escuadrones de la muerte en el país. "La Luna, pues, fue la respuesta a lo que simbolizaba esa puerta de enfrente". Ella cree que sería necesario que "alguien pida perdón" por todo el daño cometido.
Sobre la violencia actual, habla Arnau Baulenas, abogado del Instituto de Derechos Humanos (IDHUCA). Denuncia ejecuciones extrajudiciales, según le confiesan policías de manera extraoficial, y órdenes de capturas masivas contra personas inocentes y de bajos recursos. "El Estado no puede responder a la violencia de las maras comportándose como una organización terrorista. Hay que abordar el problema desde sus causas".
Sobre las causas, dice el jesuita José María Tojeira, director de IDHUCA y sobreviviente de la masacre cometida contra seis sacerdotes junto con una empleada y su hija en la universidad, que "si bien se ha avanzado en derechos civiles y políticos, no se ha hecho lo propio en derechos económicos y sociales". Y sobre el caso de los jesuitas, pide justicia no sólo por quiénes eran sino por lo que representaban: las miles de víctimas inocentes de aquel conflicto.
Ahora, Roberto (no es su nombre verdadero) se dedica al transporte. En los años de conflicto, según relata, integró un batallón de fuerzas especiales. Con su ametralladora asegura haber matado a más de 100 "guerrilleros; y no civiles, oiga". Ante la pregunta de si se debe hacer justicia o pedir perdón, responde que no hay lugar. "Si seguimos abriéndonos las heridas y echándonos limón donde duele, esto no va a parar nunca", concluye en el parqueo de la universidad de los jesuitas, durante el aniversario de la masacre.
Moisés es médico y perdió a dos de sus hermanos, acusados, como muchos jóvenes, de apoyar a la guerrilla durante los ochenta. No cree que El Salvador esté preparado para un proceso de reconciliación abierto. Sólo cree en acciones espontáneas de víctimas y victimarios que se encuentren por propia voluntad. Ante la posibilidad de que alguien le pidiese perdón a su familia: "¿Para qué? A mi madre no le van a quitar el dolor por la muerte de sus dos hijos. Además ella ha perdido la memoria".
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