El PIB ha muerto. ¡Viva la felicidad!
Existe consenso en que las políticas económicas necesitan perseguir objetivos no necesariamente relacionados con la renta o la productividad, sino también con la satisfacción vital
El concepto moderno de Producto Interior Bruto (PIB) fue formulado originalmente por el economista Beloruso Simon Kuznets en 1934. Desde entonces, y especialmente a partir de los Acuerdos de Bretton Woods, el PIB ha sido aceptado como el estándar para medir el tamaño de una economía. Se basa en una ecuación contable muy simple y se puede calcular a partir de la producción, los recursos, o la renta de un país. En consecuencia, es una herramienta muy eficaz que los Gobiernos pueden utilizar para decidir qué variables de política económica son las adecuadas para el crecimiento. Asimismo, es una medida de éxito macroeconómico que, debido a su extendido uso, permite a los gobernantes evaluar la eficacia relativa de sus políticas.
Sin embargo, el PIB no mide todo. Para empezar, ignora la relación entre crecimiento económico y desigualdad. El crecimiento es a menudo una medida muy pobre de la prosperidad, a pesar de que el mismo Simon Kuznets nos alertó hace 80 años de que “cualquier pretensión de significancia que [la Renta Nacional] tenga, deberá residir en su pretendido uso para evaluar la contribución de la actividad económica al bienestar de los habitantes de un país”. Entre 1960 y 2015, el PIB per cápita de Colombia ha crecido cada año sin interrupción (con la excepción de 1999), lo que sitúa al país como campeón del progreso económico mundial. No creo, sin embargo, que se pueda pretender que Colombia sea muy competitiva.
La crítica social ha arreciado tras la observación de que, mientras que en la última década el PIB en términos reales ha subido en la mayor parte de los países desarrollados, los salarios reales se han reducido porque la mayor parte del beneficio derivado de una economía más grande ha ido a parar a las rentas del capital, no a las rentas del trabajo. En consecuencia, los Gobiernos y organizaciones internacionales han empezado a buscar mejores alternativas.
La crítica social ha arreciado tras la observación de que, mientras que en la última década el PIB ha subido en la mayor parte de los países desarrollados, los salarios reales se han reducido
Este tema se discutió en profundidad durante la pasada Cumbre Mundial de Gobiernos celebrada en Dubai en febrero. Pude observar con agrado que varios países han hecho grandes progresos para atajar los problemas que conlleva utilizar el PIB. El Reino de Bután introdujo un indicador de Felicidad Nacional Bruta en 2011. En 2012, Japón ha llevado a cabo una Encuesta Nacional de Calidad de Vida y ya había creado una comisión gubernamental para medir el bienestar de la población en 2010. También algunos sistemas educativos ya están incorporando los conceptos de felicidad y bienestar: en 2013, Corea del Sur estableció una política de Educación Feliz para Todos, y Singapur ha incorporado aprendizaje social y emocional dentro de la asignatura Educación del Carácter y la Ciudadanía en 2013. El Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (EBRD) ha llevado a cabo hasta ahora tres encuestas internacionales para medir el nivel de satisfacción de vida en 34 países. Me pareció también interesante aprender que todas estas métricas nuevas tienen un impacto tangible en políticas sociales: un buen ejemplo de ello es el Centro Qué Funciona para el Bienestar (What Works Center for Wellbeing) en el Reino Unido.
Bután es, por sí mismo, un buen ejemplo de cómo utilizar el concepto de felicidad como alternativa a la Renta Disponible o el PIB. El Gobierno butanés realiza una encuesta entre la población en la que mide cuatro variables relacionadas con el bienestar: desarrollo social y económico justo, protección de la cultura, protección del medio ambiente, y buen gobierno. Estos cuatro pilares sostienen el concepto de felicidad que el país gestiona. Para ser feliz, un butanés necesita niveles de vida adecuados, salud, educación, medio ambiente, buen gobierno, bienestar psicológico, uso del tiempo, resiliencia cultural y vitalidad comunitaria. Actualmente, las estadísticas nacionales muestran que un butanés duerme una media de ocho horas y media al día.
Otros países están siguiendo los pasos de Bután
En general, ¿qué es lo que hace feliz a la gente, y por qué en algunos países las personas son más felices que en otros? ¿Por qué los daneses son más felices que los rusos? Se podrían atribuir diferencias en bienestar a factores institucionales, no solamente individuales, y por tanto la felicidad de un país puede ser influida por la política. Al contrario, la felicidad puede que la determinen factores genéticos o culturales, que harían que los rusos sean más infelices que los cubanos por diseño natural. Durante la Cumbre Mundial de Gobiernos, descubrimos que todas estas afirmaciones son ciertas. De hecho, parece ser que existe un gen de la felicidad que ha sido identificado tras analizar el genoma de casi 300.000 individuos. El estudio, dirigido por los profesores Meike Bartels y Philipp Koellinger de la Universidad de Ámsterdam, ha aislado tres variantes genéticas para la felicidad. En otras palabras, nuestra predisposición a ser felices puede ser predicha al nacer.
El principal ingrediente es la cualidad de las relaciones humanas: individuos que crecen rodeados de amigos y familia, y que mantienen relaciones sólidas con otros individuos viven más felices
La investigación más interesante y de mayor alcance realizada sobre la felicidad es el Estudio del Desarrollo Adulto de la Universidad de Harvard. Durante más de 80 años, y desde 1930, un grupo de investigadores han seguido la trayectoria vital de 268 hombres blancos que fueron estudiantes de la universidad en 1939-1944, y de 456 hombres también blancos de los barrios de Boston. El primer grupo incluyó individuos de 19 años en el momento del estudio, mientras que en el segundo grupo había personas de entre 11 y 16 años de edad. Al estudiar toda la vida de estos individuos, el equipo dirigido por el Profesor Robert J. Waldinger ha sido capaz de aislar los factores ambientales que hacen feliz a la gente. Y, sorprendentemente, estos factores no tienen nada que ver con renta, riqueza y bienes materiales. El principal ingrediente es la cualidad de las relaciones humanas: individuos que crecen rodeados de amigos y familia, y que mantienen relaciones sólidas con otros individuos viven más felices. De hecho, el preservar este tipo de relaciones ayuda a que vivamos más tiempo.
En resumen, existe un consenso que afirma que las políticas económicas necesitan perseguir otro tipo de objetivos, más ambiciosos y no necesariamente relacionados con la renta disponible o la productividad de un país, sino también con la satisfacción vital y la felicidad. Ser feliz es un estado emocional subjetivo, sin embargo podemos medir en qué medida factores sociales y variables culturales hacen o no feliz a la población.
¿Estamos en una nueva era en la que el crecimiento económico es solamente una variable entre muchas para diseñar una política económica? En mi opinión, la sociedad actual exige y necesita una nueva dirección a la política económica. Las ganancias de productividad y la innovación que hemos disfrutado en las décadas recientes no se han traducido necesariamente en más prosperidad para todos. Al contrario, hemos aumentado nuestra competitividad en detrimento de la equidad en la riqueza. Por tanto, el crecimiento no se asocia necesariamente a la justicia social y a una vida satisfactoria. Sin embargo, así como sabemos cuál debería ser la nueva función objetivo de la política económica, todavía no sabemos bien cómo gestionarla. Esto es, y usando una analogía del mundo de los negocios, como digo más arriba ya sabemos que la felicidad es el indicador clave de rendimiento de una sociedad en el siglo XXI. Sin embargo, no sabemos cuáles son los resortes de valor (value drivers) de la felicidad. No sabemos muy bien cómo la política económica puede hacer a la población más feliz: ¿cómo fomentar las relaciones saludables entre las personas? ¿Cómo conseguimos que nuestro sistema educativo desarrolle la capacidad de pensar con optimismo y favorezca la colaboración? ¿Cómo puede un Gobierno gestionar la satisfacción de vida cuando depende de factores culturales o ambientales? Medir es una cosa; gestionar es otra.
Arturo Bris es Profesor de Finanzas en IMD y Director del Centro de Competitividad Mundial de IMD
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