Canudos, la ciudad del fin del mundo
E L TRUENO resuena en la colina no muy lejos del ranchito y Julius Redondo (camisa sucia de tierra, machete colgando del cinturón) levanta la cabeza con asombro dentro de la casa. Dice solo una palabra:
–Chuva [lluvia].
La pronuncia con emoción y alivio. Con la entonación feliz del que espera hace mucho a alguien que aparece por fin.
Yamilson Mendes, un guía turístico de 35 años (gorra de ciclista, gafas de sol, pantalón corto), mira al viejo pastor de 85, se contagia de su optimismo y añade dos palabras más para confirmar la buena noticia:
–Chuva, sim [lluvia, sí].
Salen de la casa sin hablar, se aproximan a la cerca de las cabras y se quedan mirando en silencio el borbotón de nubes grises y negras que avanza envuelto en un rumor sordo desde Canudos empapándolo todo. Está lloviendo en diciembre en el sertão brasileño. Esto augura una temporada de lluvias para esta tierra condenada a una sequía eterna. Pero ninguno de los dos, ni el temeroso viejo pastor sabelotodo ni el joven estudioso de la historia de su pueblo, se atreven a asegurarlo. Puede que se tire lloviendo hasta febrero. O puede que no llueva más allá de esta tarde. Quién sabe. Eso, dicen los dos, solo lo sabe Dios, que esconde las cartas.
La ciudad de Canudos se encuentra en el interior vacío del noreste brasileño, en medio de esta región arisca y dura, el sertão, de una vegetación única y singularmente bella, la caatinga, que soporta 11 meses al año el mordisco de un sol incandescente. Pero Canudos es famoso por otra cosa: en 1896, un batallón de miles de campesinos miserables aplastados por esta misma sequía, ayudados por grupos de bandoleros y capataces bravos de ganado acostumbrados a luchar y a matar, se levantaron en armas y se hicieron fuertes contra la joven república brasileña de entonces en esta ciudad fuera de todos los mapas. Liderados por Antonio el Consejero, para algunos un fanático paranoide y retrógrado, para otros un santo milagrero iluminado por la gracia divina. El Consejero peregrinó durante años por caminos de pisteros bajo ese mismo sol torturante, de pueblo en pueblo, arreglando iglesias y tapias de cementerios, antes de negarse a obedecer a ninguna autoridad, prohibir el dinero, fundar la nueva Canudos y arrastrar a la muerte a la mayoría de sus seguidores, que creyeron ciegamente en él hasta el último día. Canudos repelió increíblemente tres expediciones militares y solo sucumbió en octubre de 1897 a la cuarta, compuesta de un ejército de más de 4.000 hombres, con cañones y ametralladoras, llegados de todos los Estados de Brasil. Todo esto lo cuenta en un portugués precioso Euclides da Cunha, que viajó con esta cuarta expedición, en Os Sertões, un volumen clave de la literatura brasileña. Y lo narra magistralmente Mario Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo.
También lo recuerdan, a través de las historias de sus abuelos, los descendientes de los pocos que consiguieron huir antes de que el último cerco militar se cerrara sobre la ciudad o que sobrevivieron a la última batalla. Muchos de ellos –no todos– siguen idolatrando al Consejero, como hicieron sus tatarabuelos hace más de un siglo, convirtiendo al tiempo y a la modernidad en un espejismo. “Mi tío, Chiquiñão, luchó al lado de Antonio el Consejero. Cuando yo era niña, mientras nos balanceábamos en la hamaca, me cantaba las canciones de Canudos viejo, de cuando los soldados. Yo le preguntaba: ‘¿Mataste a muchos con el machete?’. Y él me respondía: ‘Unos pocos’. Pero no sé si era verdad. Y me hablaba del Consejero, de cómo era bueno, de que hacía milagros y penitencias, de que la gente estaba contenta a su lado”. Maria Antónia Butão, Dona Maria, tiene ahora 77 años y mira también, con una sonrisa ausente, las nubes que se arremolinan en torno a su casa en esta tarde extraña de viento y de lluvia. Vive en una granja diminuta con cabras y un pozo casi seco muy cerca del campo de batalla de Canudos, de las primeras trincheras, donde no es raro aún hoy encontrarse peines de balas, botones de guerreras y hasta esqueletos de soldados. Alrededor de la casa se extiende el matorral bajo, sembrado de cactus como alambradas y de árboles pelados, grisáceos y esqueléticos de la caatinga. Mirando las nubes también, sentado en el suelo, apoyado en la pared de la casa, hay un hombre de 45 años. Es hijo de Dona Maria. Una parálisis le ha ido inutilizando las piernas poco a poco desde hace años sin que ningún médico de la zona diera con la enfermedad. Simplemente, la cosa es así. Ahora se arrastra o lo lleva la madre medio en volandas de fuera adentro de la casa, de dentro afuera.
El fotógrafo queda con Dona Maria para la foto un poco más tarde. Mientras, propone ella, estaría bien hablar con una amiga suya del pueblo: Dona Durú. De 81 años, Júlia Maria dos Santos, Dona Durú, fue profesora leiga (sin título) durante media vida, enseñando a los niños a leer y a escribir. Su abuelo paterno también conoció a Antonio el Consejero. Y el padre de ese abuelo. Y dos bisabuelas. Y ella recuerda bien las historias de la familia: “Un día, mi abuelo y mi bisabuelo dejaron Canudos para conseguir comida. Pero cuando intentaron volver a entrar, el cerco se había cerrado. Mis bisabuelas quedaron dentro. Y cuando todo acabó, los soldados se las llevaron a Bahía. A una la pusieron a cuidar niños de unos señores. A otra, a trabajar en el jardín. Pero a los pocos meses les preguntaron si querían volver a Canudos, aunque estuviera destruido y quemado. Y contestaron que sí, porque sabían que sus maridos estaban por aquí. Y los encontraron”. Dona Durú se levanta para buscar en una cómoda una foto de su bisabuela. Se queja. No puede estar de pie mucho rato. El virus chikungunya, uno de los que transmite el mosquito responsable también del zika y el dengue, le roe desde hace tiempo las articulaciones de las rodillas. “Estas piernas ya están gastadas”, resume. Después añade: “Allí, en Canudos, con el Consejero, la vida era buena, todo era unión, todo el mundo era feliz, no había peleas, no había prostitución”. Dona Durú reproduce en 2017 en una sola frase el mismo relato idealizado del paraíso ya recogido con estupefacción por Euclides da Cunha en su tiempo, descrito por Vargas Llosa en su novela; la misma idea casi mística que empujó a tantas personas de las cuatro esquinas del sertão a encerrarse en Canudos a defender al Consejero y su mundo.
De la vieja Canudos no queda nada. Fue reducida a cenizas después de la guerra. Los supervivientes –los abuelos de Dona Maria, de Dona Durú y otros muchos– regresaron meses después y levantaron una nueva ciudad sobre los cimientos de la anterior. Pero a principios de los años cincuenta, el Gobierno brasileño construyó una presa que la anegó por entero. La nueva Canudos se edificó otra vez, a varios kilómetros de distancia, a la orilla del pantano. Hoy es una ciudad de más de 15.000 habitantes, con casas de ladrillo habitadas por gente amable, con una avenida asfaltada, un mercadillo los viernes, una miniplaya con chiringuito, calles de tierra y un banco sin dinero después de que los responsables, hartos, decidieran retirar los fondos hace un año y medio tras sufrir cuatro atracos casi seguidos de bandas de salteadores llegadas de fuera. Yamilson Mendes, el guía turístico, bisnieto de una superviviente de la guerra, está convencido de que el Gobierno levantó la presa sin pedir permiso a la población para, entre otras cosas, hundir la ciudad vieja y su memoria bajo las aguas del pantano. “Ni el fuego ni el agua consiguieron apagar nuestra historia. Mi bisabuela, que visitó el cementerio poco antes de que quedara sumergido para siempre, decía que sus muertos iban a morir dos veces”.
Pero la presa trajo agua abundante todo el año para una parte de la población. Solo una parte: varios miles de personas, como Dona Maria o Julius Redondo, el pastor de cabras, viven en granjas aisladas que dependen de pozos artesanales casi siempre agónicos y, desde que fue instaurado el sistema con el Gobierno de Lula, de los camiones cisterna sufragados por el Ejército, que vienen una vez al mes y que a pesar de todo resultan insuficientes. También trajo la presa –junto con la carretera que llegó hace una decena de años– una plantación rentable y organizada de bananeras, que constituye la principal fuente de riqueza de la comarca junto a la tradicional venta de carne de cabra. Hay pizzerías en el centro de la ciudad. Pero también mujeres que emplean el domingo por la mañana en caminar resignadamente por el arcén de la carretera varios kilómetros para recoger (y cargar en un cubo que transportan en la cabeza de vuelta) los mangos maduros que caen por la zona de las bananeras y que son necesarios en casa.
A Yamilson, el guía, lector de Vargas Llosa, no le convence del todo lo de la ubicación de la presa. En esta tarde, mientras llueve, contempla el pantano –e imagina la ciudad sumergida debajo– desde un mirador situado en una colina en las afueras de la ciudad, junto a una gran estatua del Consejero erigida hace años y que se asoma a todo el valle. No es el único homenaje en esta tierra al personaje que Euclides de Cunha, entre otros muchos, calificó de lunático. El hombre que en Río o en Bahía fue denostado y descrito como un enemigo declarado de Brasil es ensalzado en la tierra en que murió. La guerra de Canudos ha sido resumida muchas veces como el enfrentamiento entre la religiosidad ciega en busca de milagros, personificada por este santón, de quienes viven con la desgracia a cuestas y los que quisieron imponer el progreso y la racionalidad del nuevo siglo a cañonazos.
En la zona hay escuelas bautizadas con el nombre de Antonio el Consejero. Y romerías anuales celebradas a su memoria. En el museo local dedicado a la guerra de Canudos existe otra estatua de él, y al pie hay una placa que enumera y tacha de héroes a los principales defensores de la ciudad frente al Ejército Regular de la República, incluidos los bandoleros y criminales que decidieron poner sus armas y su destreza asesina al servicio de su caudillo, loco o no. No muy lejos de allí, una antigua capilla conserva el crucifijo restaurado de madera, de más de tres metros de alto, que mandó armar el Consejero en 1896 y que hasta la toma de la ciudad figuró frente a la principal iglesia de Canudos. Al lado de la cruz alguien ha dejado unos pies tallados en madera: el exvoto de una promesa cumplida por un santo al que ese alguien le pidió que le curase una enfermedad en la pierna.
En otra granja apartada, Solange, la rezadora, de 75 años, se aplica a aliviar en el jardín las enfermedades de sus pacientes a base de calma, oraciones e imposición de manos. Esta tarde atiende a una mujer de unos 30 años a la que le duelen los ojos. En un cuarto guarda las estatuillas de los santos católicos heredados de su madre y de su abuela, también rezadoras. En un armario con llave del dormitorio almacena dos centenares de libros sobre espiritismo.
–Canudos es triste y hay por aquí mucha gente muerta jugando. A veces molestan, pero hay que saber tratarles. Yo podría ser millonaria, pero no soy materialista. Me gusta vivir aquí, pero si un día me dicen que me vaya, me iré, sin mirar atrás, como la tortuga.
Y luego, como tantas otras personas de esta ciudad, especialmente mujeres, cuenta la desgracia que les ahoga:
–Yo no sé por qué se suicidó mi hijo. Por qué fue a São Paulo y se mató allí. Todavía me lo pregunto.
Dona Maria se ha arreglado para su foto. Pronostica, mientras sonríe, que, si llueve un poco más, en unos pocos días el desierto inmenso que se divisa desde la colina de su casa florecerá. La selva baja y metalizada, los sarmientos espinosos de los matorrales y los árboles enanos que componen la caatinga parecen muertos, achicharrados por un sol de más de 300 días. Pero si uno se acerca y parte una rama cualquiera, descubre que solo dormitan. Puede servir de metáfora de esta tierra y esta gente. Bastará, como dice la buena de Dona Maria, que siga cayendo esta lluvia de la que todos hablan esta tarde para que todo reverdezca, para que la naturaleza escondida explote.
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