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La infancia rota de Ibrahima

Un niño español hijo de padres gambianos huye de las palizas que sufría en una escuela coránica: “Si no te sabías la lección te azotaban con un cable”

José Naranjo
Daud
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Lo primero que llama la atención de Ibrahima, no es su nombre, pero llamémosle así, es que tiene la mirada tristísima. Lo segundo es que habla en voz muy baja, hay que acercarse mucho para entender lo que dice. Y, sin embargo, su español es perfecto. Lo que ocurre es que está asustado. De todo. De una puerta que se abre, de quién será este señor que le pregunta, de una llamada en medio de la noche, del mundo de los adultos en general. Sólo quiere que le hablen de fútbol, de su Barça, de Leo Messi, “el mejor del mundo, sin duda”. Pero tiene que contar su historia una y otra vez, como una letanía.

Tiene que explicar, que no es lo mismo que entender, cómo con nueve años lo sacaron del pueblo de la provincia de Girona donde nació y donde iba al colegio y están sus amigos, allá en España, cómo lo subieron a un avión, lo llevaron a Gambia, al país de sus padres, y lo encerraron en una escuela coránica donde ha pasado los últimos seis años de su vida. Tiene que contar cómo pasaba los días, uno tras otro, recitando y memorizando el Corán, cómo le azotaban con un cable si no se sabía la lección, por qué tiene la espalda poblada de cicatrices, unas recientes y otras antiguas, tiene que decir cómo se acabó fugando, cambiando su móvil por un billete de autobús hasta Senegal y, sobre todo, tiene que insistir, con toda la firmeza que puede tener esta criatura rota de sólo quince años, que sueña con volver a España pero que, una vez allí, le gustaría vivir con otra familia. Nunca más con sus padres.

Ibrahima pasa las navidades en paz disfrutando de partidos de fútbol con los niños del barrio en un discreto centro de acogida estatal situado en un recóndito rincón de Grand Yoff, en Dakar, junto a otros 71 niños rescatados de las calles. Pero su peripecia empezó hace seis años, cuando él tenía nueve. “Desde Girona viajé en avión con mi madre y con mi hermano hasta Gambia, donde me ingresaron en una daara (escuela coránica) de Nema Kunku”, comienza el pequeño. “No me dijeron nada, ni que iba a quedarme en Gambia ni que me metían en un lugar así”. La daara (escuela coránica) estaba regentada por un maestro de nombre Malick, al que los chavales, más que respetar, temían.

Al niño le azotaban con un cable si no se sabía la lección en la escuela coránica en Gambia, por eso tiene la espalda poblada de cicatrices. Y se acabó fugando

“Si no te sabías la lección te azotaban con un cable. Si las heridas eran muy graves nos curaban, si no, dejaban que cicatrizaran solas. Dormía en una habitación con otros veinte niños sobre unas gomaespumas. Nos levantábamos a las cinco para rezar y luego estudiábamos el Corán hasta las ocho. Luego nos daban el desayuno, arroz con leche y pan, para seguir estudiando hasta la una, la hora de la comida. Solía ser arroz con algo, pollo o pescado normalmente. Después nos dejaban dormir hasta las cinco y volvíamos a rezar y estudiar hasta las seis. Entre las seis y las siete salíamos al patio para jugar al fútbol, luego otra vez rezar y Corán hasta que cenábamos a las nueve, arroz con lo que hubiera. Después nos íbamos a la cama”, explica.

Una vez en semana, normalmente los jueves, Malick permitía a sus estudiantes, a los que se conoce como talibés, salir de la escuela durante tres horas, de nueve a doce. Era el único momento en que pisaban la calle. “Yo no quería estar allí, pero no podía hacer otra cosa”, añade. Un buen día, un tío de Ibrahima apareció en la escuela y se lo llevó para su casa en Nema Kunku, donde se encontró por primera vez en Gambia con su padre. “Fui con él hasta Senegal para renovar el pasaporte porque lo tenía caducado, pero en el consulado de España no me arreglaron los papeles. Le dije a mi padre que me pegaban, que no quería estar allí, pero no me respondió. Se quedó callado”.

Unos meses más tarde, en febrero de este año, Ibrahima voló finalmente a España desde Banjul, la capital de Gambia. “Iba con un señor, no lo conocía de nada. Fui con el pasaporte caducado, pero me dejaron pasar. En el aeropuerto de Barcelona me recogió mi hermano y me fui a casa. Les dije a mis padres que yo no quería volver a esa escuela nunca más, pero no me escucharon. Me arreglaron el pasaporte en España y en septiembre me volvieron a mandar a Nema Kunku, mi madre me obligó”, explica. El pequeño Ibrahima aguantó dos meses más y decidió escapar. “Me pegaban cada vez más, no podía soportarlo, así que aproveché el día que nos dejaban salir para ir hasta la estación y cambiar el teléfono móvil que me habían dado mis padres por un billete de autobús hasta Dakar”.

Una vez en la capital senegalesa, el chico, al que le habían quitado su pasaporte español, fue directamente al único lugar que conocía, el Consulado de España, desde donde lo trasladaron a este centro de acogida del Gobierno senegalés. Desde la Embajada española han declinado hacer ninguna declaración respecto a este caso al tratarse de un menor de edad, pero el embajador, Alberto Virella, ha asegurado que “cuando la Embajada o el Consulado tienen conocimiento de una situación de un ciudadano español en dificultad se ponen en marcha de inmediato los mecanismos previstos para su protección, asistencia y en su caso repatriación”, especialmente si se trata de un menor.

Durante la primera mitad de 2016, al menos cinco niños fallecieron en Senegal a consecuencia de las palizas recibidas en escuelas coránicas

Y sin embargo las penalidades de Ibrahima no son un caso aislado. Durante la primera mitad de 2016, al menos cinco niños fallecieron en Senegal a consecuencia de las palizas recibidas en escuelas coránicas o en accidentes cuando estaban mendigando obligados por sus marabús o profesores, según un reciente informe de Human Rights Watch. En febrero pasado, una docena de chicos de entre seis y catorce años fueron encontrados encadenados por los pies con barras de hierro en una daara de Diourbel. Cientos sufren abusos y malos tratos. Es la cara más negra de un sistema de educación tradicional por el que pasan cientos de miles de niños de África occidental, sobre todo de países como Senegal, Gambia, Malí, Guinea, Guinea Bissau o Mauritania.

Desde pueblos o regiones alejadas, los padres envían a sus hijos a estas escuelas para que aprendan el Corán. No en todas las daaras se pega o se fuerza a los talibés a la mendicidad como fórmula para la financiación de la escuela o el enriquecimiento ilícito del maestro, pero los casos abundan porque el sistema escapa al control estatal. El Gobierno senegalés, país en el que está fuertemente arraigado este modelo, trata de combatir los abusos. En 2005 aprobó una ley contra la mendicidad infantil y este mismo año recogió a más de 300 niños de la calle que habían huido de las daaras y los envió a sus países de origen o de vuelta con sus padres. Sin embargo, el problema está lejos de haberse resuelto. Human Rights Watch estima que sólo en Senegal unos 50.000 niños viven en condiciones lamentables y son forzados a la mendicidad, un enorme desafío para las autoridades.

Ibrahima se encuentra acogido temporalmente en Dakar hasta que se pueda llevar a cabo su repatriación a España, según fuentes próximas al caso, que aseguran que la presencia de niños procedentes de Europa es más común de lo que parece. “Estos niños son enviados por sus familias emigrantes en Europa para que aprendan el Corán y se eduquen en el entorno cultural de sus padres. Pero también ocurre que les quitan el pasaporte a los chavales para que otro menor pueda viajar con él a Europa, todo ello a cambio de mucho dinero. Es un negocio”. En el centro de acogida senegalés donde se encuentra Ibrahima hay también tres niños de nacionalidad italiana que han vivido una situación similar.

Human Rights Watch estima que sólo en Senegal unos 50.000 niños viven en condiciones lamentables y son forzados a la mendicidad

“Quiero volver a España, a Barcelona si puede ser. Pero no quiero volver con mis padres, me gustaría ir con otra familia”, asegura Ibrahima, cabizbajo. Cuando le preguntan qué le diría a sus padres si pudiera hablar con ellos, responde con un susurro: “Nada”.

Los otros fakk man, esos nadies

Ese edificio en ruinas que es el mercado de Sandaga, en pleno centro de Dakar, es la única casa que conoce Aboubacar. Mientras los turistas y visitantes compran telas o artesanía en los cientos de puestos que rodean el inmueble, este chico de quince años se dedica a recoger basura para ganar unas monedas que le permitan comer un día más. Cuando sus padres murieron, según dice intentando llegar a Europa, quedó a cargo de su tío en Guediawaye que le pegaba unas palizas tremendas, así que decidió huir. Y aquí encontró un precario refugio, rodeado de ratas y de desechos. Como Aboubacar, cientos de niños sin hogar a los que se conoce como fakk man (hombres rotos) pululan por esta ciudad. Para verlos sólo hay que saber mirar.

En otro rincón de Dakar, en un estadio de fútbol en obras cerca del barrio HLM, Cheikh Niasse y Malick Sow, ambos de 18 años, ambos venidos de Medina Gounass, en el sur del país, se preparan para echarse un día más a la calle, en la que llevan media vida. Niños que esnifan pegamento y beben vinagre, que han huido de las escuelas coránicas o de sus casas, víctimas de malos tratos y abusos que viven en edificios en ruinas o en construcción, en antiguos búnkeres, en cuevas. Mendigan, hacen trabajos esporádicos a cambio de 50 céntimos o aprovechan un descuido para llevarse algo al estómago.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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