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Las rastas de Abraham

Un joven de uno de los barrios más vulnerables de Haití encontró la forma de salir del ciclo de miseria

Abraham Pierre, en una calle de Martissant, un distrito de Puerto Príncipe.
Abraham Pierre, en una calle de Martissant, un distrito de Puerto Príncipe.Fran Afonso
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Abraham Pierre nació en una familia de pocos —poquísimos— recursos en un barrio marginal y peligroso de un país con menos recursos todavía. Se quedó huérfano de padre en primaria. Creció enrolado en una banda callejera, con los chicos malos de Carrefour-Feuilles, un distrito de Puerto Príncipe, la capital de Haití, marcado por la delincuencia y la violencia. Su vida tenía todos los ingredientes para acabar en tragedia o, al menos, para continuar el ciclo de miseria en el que había venido al mundo. Pero hoy, a los 29, Abraham vive en una casa para él solo en uno de los barrios ricos (y seguros) de Puerto Príncipe. Y solo piensa en dejar el país, formarse, y volver para cambiarlo. Porque él lo tuvo claro: siempre hay un camino para salir.

"Siempre lo hay. Todo el mundo tiene un talento. Solo tienes que encontrarlo y trabajar duro, aunque los demás se rían. Después todos te necesitarán", dice en un inglés que le podría hacer pasar por nativo estadounidense, con gestos decididos y eso que unos llaman arte, y otros flow. Aunque es su sueño, Abraham nunca ha estado en EE UU. Por eso siempre quiso aprender inglés. Lo veía como un pasaporte a un lugar mejor. Cuando tenía 14 años rogaba a un chico de su barrio que les enseñara algunas cosas a él y a otros chavales. Pero un día conoció a otro joven que hablaba un inglés muy diferente.

— ¿Por qué tu inglés suena distinto?— Porque uso la fonética del inglés americano.— ¿Y eso qué es?— Es una forma de aprender a hacer los sonidos adecuados.

Aquel chico, Jean-Michel, le dejó a Abraham un diccionario y en tres días le enseñó a leer la transcripción fonética de las palabras. Desde entonces no se separó de aquel volumen. Daba igual que estuviera en el barrio, fumando marihuana, vigilando si llegaba la policía o provocando una pelea. Siempre llevaba con él lo que consideraba su salvoconducto para dejar atrás la pobreza, y lo consultaba metódicamente. "Tïo, tú estás mal", le decían.

Porque Abraham escuchaba mucho inglés en el país del criollo y el francés. Se juntaba con los "deportees". Los deportados. Jóvenes a los que las autoridades estadounidenses habían enviado de vuelta a su país. "Esta gente ha cambiado completamente a la juventud haitiana. Vienen con una cultura diferente: fumar hierba, fumar crack, cocaína y esas cosas. Visten estrictamente según el estilo americano… Y desde entonces, los jóvenes tenemos que elegir desde entonces entre parecer americanos o parecer haitianos. Y la mayoría elige parecer americanos, es lo cool". Pero él, además, creyó que podía sacar algo positivo de esas compañías. "Me encantaba el rap, estar con ellos, intentaba copiar su estilo y su forma de vestir... Me dejé rastas. Pero, sobre todo , seguí mejorando mi inglés gracias a ellos".

Muerto su padre, la madre de Abraham trabajaba como criada en hogares pudientes de Puerto Príncipe, y ni aun así le alcanzaba para mantenerles a él y a su hermana pequeña. Ni en tiempo, ni en dinero. Por eso, su abuela paterna se hizo cargo de ellos. "Ella no podía ni ver mis rastas. En Haití, si te dejas rastas no puedes ser otra cosa que un drogata o un pandillero… Si yo me subía a un taxi colectivo, la gente se bajaba... Todo el mundo me daba por perdido".

En 2004, el presidente Jean-Bertrand Aristide fue derrocado. Llegaron fuerzas enviadas por la ONU y la opinión pública internacional centró su mirada en una población castigada. En concreto, Unicef promovió la creación de asociaciones locales de jóvenes que dieran lugar ciclos virtuosos en los barrios más desfavorecidos. En una de ellas, Exchange, participó Abraham. "Además de buscar desarmar a las bandas, a chicos que, como yo, estábamos en plan de 'qué le den al mundo', nos enseñaron que teníamos derechos, que había alternativas...". Se convirtió en miembro y  también en monitor. "Aquello me demostró que a veces, lo único que hace falta es que alguien te apoye".

“En Haití, si te dejas rastas no puedes ser otra cosa que un drogata o un pandillero…

Para entonces ya hablaba un perfecto inglés y acababa de perder a su madre. Y lleva clavada una espina que aún no ha podido sacarse. "Escribí una carta a la empleadora de mi madre,  gente superrica. Lo hice en inglés para que viera que yo era un chico que se esforzaba. Y le pedí algo de ayuda para seguir estudiando". Aún se le tensan los músculos al recordar la respuesta. Porque Abraham sonríe mucho, se ríe muy alto, pero conserva el instinto de ponerse en guardia en cuestión de segundos. "Me dijo: '¿quién coño te crees tú para escribirme una carta a mí?". Aquel episodio, subraya con contundencia reforzó más si cabe su voluntad de salir adelante.

Cuando estaba en Exchange, su manejo del idioma le dio la oportunidad de viajar a EE UU para exponer el trabajo de su organización. Pero el líder de la misma convenció a Unicef de que Abraham aprovecharía el viaje para quedarse en territorio estadounidense. "Creo que lo hizo por envidia. Me sentí morir". ¿No hay justicia?, se preguntó. "¿De qué me sirve trabajar, si me quitan mi sueño de las manos cuando estoy a punto de cumplirlo?".

Entonces, en una suerte de decepción vital que parecía definitiva, su vida entró en stand-by. Aparcó sus sueños. Seguía practicando inglés, y empezó a ganar dinero dando clases informales. Camino a la mera superviviencia, en sus propias palabras.

Si yo tenía el conocimiento que ellos necesitaban, ¿por qué me pagaban tan poco? Era una vergüenza...

Pero llegó la sacudida. Era 2010 y era martes. "Me encontré con un médico al que le daba clase. Me despedí de él y entonces, un gran ruido. Y luego me desmayé". Cuando se despertó, en medio del polvo, aparecían personas aullando, sin brazos... El médico dijo que era un terremoto. "Imagínate qué nivel había en la escuela, que yo nunca había oído hablar de eso".

Pese a destrozar su barrio y hacerle dormir al rasoentre decenas de cadáveres durante días, paradójicamente Abraham cree que si está donde está es gracias al seísmo. "Pensé que el mundo había acabado. Así que, con un amigo, nos sentamos entre las ruinas a fumar y beber. Ya no había nada que hacer". Pero entonces vio a un equipo del diario estadounidense Miami Herald entrevistando a varios supervivientes y se ofreció como traductor. "Chico, ¿cómo hablas tan bien inglés?", le preguntaron. "Pero solo podemos pagarte 80 dólares al día". En aquellas circunstancias, era una fortuna.

Abraham pasó seis meses trabajando con ellos como traductor y fixer. Aprendió mucho. "Soy el mejor asistente periodístico del país", dice sin miramientos, con la autoconfianza del que ha resistido terremotos y huracanes. Cuando hicieron un reportaje sobre la actuación de las agencias internacionales tras el seísmo, se reencontró con el personal de Unicef. "Tanto tiempo buscándolo en el cielo y resulta que estaba aquí en la tierra", le dijeron, recurriendo a un dicho local.

Empezó a trabajar como traductor y redactor para la agencia internacional, al tiempo que seguía impartiendo clases. Las cosas iban bien, pero entonces reflexionó. ¿Por qué gente importante que ganaba mucho dinero le pagaba a él muy pocos dólares por sus clases? "Si yo tenía el conocimiento que ellos necesitaban, ¿por qué me pagaban tan poco? Era una vergüenza". Entonces concluyó: eran las rastas. Su imagen. En una vida tan atribulada, elige entre los peores días de su existencia aquel en el que se cortó las rastas que habían sido su identidad durante la adolescencia. Y eligió hacerlo en el mismo lugar donde sus colegas del barrio iban a cortarse el pelo. "Toda mi gente lo vio como una traición", rememora. "Fue muy duro". Pero su trabajo cambió casi de inmediato. "Ahora tengo un nombre y me pagan muy bien".

Muchos haitianos creen que los blancos, solo por serlo, son más listos. Y ellos se encasillan en su papel y se autolimitan

Aunque sea simbólico, aunque no lo viera necesario, compara ese cambio de imagen con quitarse los complejos que, según él, arrastran los haitianos. "Mi país siempre ha dependido de la ayuda exterior. Y muchos creen que los blancos, por el simple hecho de serlo, son más inteligentes. Se encasillan en su papel, como yo lo estaba en el del tío de pandilla de barrio con rastas, y se autolimitan", reflexiona. "Todos esperan que sea otro el que haga algo por ellos: el Gobierno, una ONG, un pariente. Cuando voy por el barrio la gente me pide dinero. Pero eres tú el que tiene que creérselo y salir. Y por eso fue vital encontrar gente que reconociera mi potencial".

Si no, opina, habría sacado dinero con las clases inglés. Se habría liado con chicas guapas. Tendría ya un par de hijos. "Y seguiría anclado en la miseria. El barrio nunca cambia. Todos siguen como hace ocho años. Solo han cambiado sus caras, y a peor. Y los que hacen algo, solo aspiran a conseguir una moto taxi. El Gobierno debería hacer algo. Para muchos chavales, tener la moto ya es tener una vida. Es una meta suficiente. Y eso está atascando a otra generación".

Como tantos antes, Abraham tiene un sueño. Pero ya ha escalado el primer peldaño, el más difícil. Para empezar, seguramente condicionado por su historia, quiere que sus hijos "sean los más formados del mundo". Por eso dice que tiene que salir a EE UU y asegurarse de que su hijo "no recibe esta mierda de educación, sino una de verdad". Y mientras tanto, encontrar un buen trabajo y seguir preparándose él mismo.

"Porque luego volveré. Nunca me cambiaría de nacionalidad: amo a este país y tengo que cambiarlo. Odio las estructuras del Estado, y a los que viven de ello mientras el país sigue en la miseria. Por eso, yo llegaré y empezaré de cero. Una verdadera revolución. Pero no una sangrienta y destructiva. Sino una revolución educacional", expone con pasión contenida y la fe forjada a lo largo de 29 años de dificultades.

Amo a este país y tengo que cambiarlo. Empezaré de cero. Será una revolución educacional

Incluso tiene madurada su receta. Dar la palabra a los jóvenes cómo él y brindarles oportunidades. Que todos sientan apoyo en el momento necesario. Y valorar y retribuir más oficios que los de médico, arquitecto o abogado. "Hacen falta carpinteros, agricultores, albañiles... Y no puede ser que dedicarte a cualquiera de esas cosas te condene a no tener para vivir", mantiene.

"Ahora simplemente vivo y sigo aprendiendo". En febrero viajará por fin a EE UU. "Tengo que disfrutar un poco, porque luego me voy a dedicar con todas mis fuerzas a cambiar este país. Hay que abolir esta pobreza sistémica. Estoy decidido y estaré preparado. Prefiero morir en el intento que no hacer atreverme".

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