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Columna
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Demasiado de todo

Rosa Montero

LA RED, ya se sabe, es una confusa Máquina del Tiempo que nos trae todo el rato hechos antiguos que son acogidos como si fueran nuevos y que se convierten en noticias virales de última hora. Pues bien, el oleaje de Internet acaba de depositar una de estas viejas novedades en la playa de mi ordenador. Se trata de un discurso que dio en 2012 José Mujica, por entonces presidente de Uruguay, en la Cumbre de las Naciones Unidas por el Desarrollo celebrada en Río de Janeiro.

Mujica es un personaje singular; octogenario, simpático, humilde. Es cierto que fundó a los tupamaros, una organización terrorista y asesina semejante a ETA. Pagó con la cárcel y es probable que hoy ya no tenga nada que ver con el hombre que fue, pero no se ha arrepentido públicamente. Además ha sido amigo del chavismo, no ha abogado por los presos políticos venezolanos ni cubanos y ahora, tras la muerte de Fidel, ha escrito al dictador una carta abierta laudatoria bastante vergonzosa. Nadie es perfecto, y desde luego él tampoco. Pero el breve discurso de Río es de una veracidad y de una sabiduría estremecedoras. Con la misma sencillez con la que hablaría a un niño, Mujica nos enfrenta con la contradicción insalvable de nuestro sistema; con ese mercado que sólo se sostiene en la multiplicación constante de un consumo enloquecido, depredador del planeta y causante de la infelicidad humana (si googleas “discurso de Pepe Mujica en Río+20”, podrás ver el vídeo).

Hay algo en la vida misma que parece predisponernos a la adicción, y el consumo es sin duda la gran droga contemporánea.

Escucho sus palabras ahora, cuatro años después, rodeada de una marea de paquetes y paquetitos: son los regalos que tengo que hacer estas Navidades, un montonazo de objetos, porque, como a veces no me siento del todo segura del presente escogido, puedo comprar alguna cosa más para reforzarlo. Vamos a ver, me encanta hacer regalos a los seres queridos, pero ¿de verdad me he tenido que comprar medio Madrid para ello? Hay presentes, probablemente los mejores, que no se compran, sino que se fabrican, se inventan. Quizá no tengamos tiempo para regalar así: sin duda es más difícil. O quizá nos arrastre la compulsión consumista.

El ser humano es drogadicto por naturaleza. Lo leí hace años en un ensayo brillantísimo, Escrito con drogas, de Sadie Plant (Destino, 2003). Y por cierto que no somos el único animal que se coloca; si no recuerdo mal, Plant hablaba de conejos que comían hierbas alucinógenas, de ciervos y otros bichos. Hay algo en la vida misma que parece predisponernos a la adicción, y el consumo es sin duda la gran droga contemporánea. Y así estamos todos ahora, con el mono, mirando hipnotizados las vertiginosas lucecitas de Navidad.

Este demencial afán de acaparar quizá provenga de nuestros orígenes; somos criaturas oportunistas que, hace miles de años, tuvimos que sobrevivir sin casi nada en entornos muy duros. Es de suponer que un troglodita en mitad de una glaciación no desperdiciaba nada que encontrase: ni una rama rota para hacer fuego, ni una piedra de dimensiones apropiadas para servir de herramienta. Tal vez nos siga quedando ese mismo gen recolector en algún rincón de nuestro cerebro, pero la urgencia acaparadora que algún día nos salvó la vida hoy nos enferma gravemente. No me extraña que cada día sea más común el síndrome de Diógenes, esa patología que consiste en acumular tantos objetos que llegas a vivir enterrado en basura.

Escucho hoy a Mujica con melancólico pesimismo y pienso que todos o casi todos los humanos somos proyectos de Diógenes. Y que esta sociedad del desperdicio en la que vivimos se dedica a agravar nuestra patología con la obsolescencia programada, con campañas publicitarias enloquecedoras, con una inculta cultura de lo efímero. Y todo ello para el enriquecimiento de una élite, desde luego; pero esa élite tampoco es ajena a la compulsión y está inmersa en verdaderas orgías de consumismo. Qué mundo tan enfermo: ¿cómo podemos salir de esta trampa? Miro a mi alrededor y tengo demasiados libros, demasiados aparatos electrónicos, demasiados objetos decorativos, demasiada ropa, demasiado de todo. Ahora mismo la barbaridad de cosas que poseo, de muchas de las cuales ni me acuerdo, me angustia y me repugna. Pero no pasarán muchos días sin que compre algo.

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