Cuando todo se convierte en política
La revolución cubana impuso una adhesión permanente en la lucha contra el enemigo
Una isla en medio del Caribe frente al voraz imperio del norte. Y unos sacrificados guerrilleros que tumban una dictadura que amparaba a los gánsteres y que había convertido a Cuba en un inmenso prostíbulo. ¿Conoce a alguien que sea lo suficientemente desalmado como para no comprar este relato? Igual existieron algunos, pero aquella revolución vino encapsulada en un envoltorio intachable. No se podía estar en contra; ¿cómo estarlo en una batalla entre David y Goliat? Y todavía debe seguir operando esa antigua fascinación porque ha llegado incluso a las nuevas generaciones. Y una niña —¿de ocho, nueve, once años?— comentaba el otro día, arrobada ante las cenizas de Fidel, que la suya había sido una “¡bellísima actitud!”.
A Guillermo Cabrera Infante la dictadura de Castro terminó echándolo de la isla relativamente pronto. En una de sus novelas, refiriéndose a aquellos años de obligado entusiasmo, escribió: “La política terminó por engolfar la vida”. Lo llenaba todo, y convertía cada momento en una irrenunciable oportunidad para ensalzar las proezas de la revolución. ¿Cómo ser tan pérfido como para no celebrar que el pueblo entero se implicara en los asuntos públicos, cómo no aplaudir que todos remaran en la misma dirección, que bailaran y aplaudieran y corearan a sus héroes pletóricos de esperanza? Estaba tan claro dónde estaban los amigos y dónde los enemigos que, cuando llegaba un extraño, la lógica obligaba a preguntarse si era de los nuestros.
Imagínense. “La política terminó por engolfar la vida”, que llegó incluso a los lugares más secretos y fue tan lejos que hasta apareció por ahí la nueva trova cubana para ponerle hilo musical a los asuntos más privados, más íntimos, más estrictamente personales. En aquellos tiempos el que hacía el amor lo hacía con el rumor de fondo de los coros de los compañeros que celebraban la conquista.
Sigue ocurriendo, no hace falta irse muy lejos. Cuando las sociedades se politizan al máximo, enseguida se impone la diabólica dialéctica entre los míos y los otros. Fidel Castro, para conservar el mito de los angelicales barbudos contra los fieros capitalistas, tuvo que estar presente entre los suyos a tiempo completo, así que andaba encontrándose con el pueblo en todas partes, y repartía abrazos y se explicaba por televisión e iba a la zafra y soltaba discursos que duraban horas y horas. Todo por la patria.
Ahora ya no hace falta tanta dedicación física. Basta tener un ejército de tuiteros que anden recordándote a cada minuto lo que tienes que pensar, qué decir, dónde apuntar contra el enemigo, en qué lugar celebrar la última ocurrencia, a quién saludar, contra quién escupir. Consignas políticas vía móvil, disponibilidad permanente ante el supremo líder.
Pero para entrar en esa dinámica toca abandonar la distancia crítica y olvidar que tienes que dar tú mismo nombre (y palabras) a tus afectos y que la vida está llena de grises. Eso sí, por ahí es más fácil conquistar la pringosa camaradería de la tribu: nosotros contra ellos.
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