_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Metástasis

Quizás hay quienes devienen colaboracionistas por circunstancias complejas. O, incluso, después de ser torturados

Leila Guerriero
Un muro separa las ciudades de Nogales (México) y Nogales, Arizona (Estados Unidos).
Un muro separa las ciudades de Nogales (México) y Nogales, Arizona (Estados Unidos). MIKE BLAKE / REUTERS

A lo mejor es que era demasiado chica cuando leí la escena de la jaula y la rata y la habitación 101 en la novela 1984, de George Orwell. O a lo mejor es que crecí en un país, Argentina, donde la palabra “tortura” no deja nada librado a la imaginación. Como sea, la tortura de un ser humano es, para mí, el horror supremo. No miro películas como Saw (James Wan, 2004) porque me aterran y porque imagino a los psicópatas del mundo tomando notas ante cada escena: “Ah, qué buena idea: un pie en un yunque, otro en el otro, después hierro fundido... Lo voy a probar”. No puedo pensar en un terror más enloquecido ni en una soledad más pavorosa que la de un ser humano en esas circunstancias. Por eso no entiendo la palabra traición cerca de la palabra tortura: nadie puede pedirle lealtad —a un líder, a una patria— a quien le están arrancando los párpados. Sin embargo, hay torturados que soportan: en nombre de un líder, de una patria. Hay, en el extremo opuesto, otra clase de gente. Los colaboracionistas. La Wikipedia, fuente de toda razón y sabiduría, dice que el colaboracionismo “se refiere a la cooperación del Gobierno y de los ciudadanos de un país con las fuerzas de ocupación enemiga”. Quizás hay quienes devienen colaboracionistas por circunstancias complejas. O, incluso, después de ser torturados. No lo sé. Lo que sí sé es que a la constructora Cementos Chihuahua no hizo falta ni retorcerle un dedo para que su director general se ofreciera la semana pasada, motu proprio, a colaborar en la construcción del muro que Trump quiere levantar entre Estados Unidos y México. “No podemos ser selectivos. Tenemos que respetar a nuestros clientes en ambos lados”, dijo el hombre. Cementos Chihuahua es una empresa mexicana. Así es como empieza todo: con un pequeño temblor, con una metástasis imperceptible.

 

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_