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MIRADOR
Columna
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Principios

Las bases de las ideas tienen una conocida tendencia a sufrir erosiones hasta quedar irreconocibles o disfrazadas de otra cosa

Javier Sampedro
La arroba, el símbolo de la conectividad.
La arroba, el símbolo de la conectividad. Matthias Kulka (Corbis)

Internet no es solo una innovación tecnológica, sino también un principio filosófico, el principio del end-to-end, de terminal a terminal, o de usuario a usuario: una ley no escrita que inclina, compele o presiona a los programadores para que coloquen los controles del sistema tan cerca como sea posible de la fuente y el usuario, y tan lejos como sea preciso de las garras de cualquier control central. O al menos de cualquier control central que lo parezca. Esto puede parecer matemática, y lo es, pero también es el cimiento de nuestro mundo, o del mundo 2.0 que se nos avecina: lectores que editan su propio periódico, oyentes que se constituyen en su propia discográfica, viajeros que se montan su propio servicio de taxis y todo lo demás. De este modo las máquinas nos darán la libertad, ¿no es cierto?

Los principios tienen una conocida tendencia a sufrir erosiones hasta quedar irreconocibles y extraños, malheridos o disfrazados de otra cosa. Empezar por China queda poco elegante, pero ilustra muy bien por dónde van los tiros (y son el 20% de la población mundial, tú). En China no hay Google, sino Baidu, no Facebook sino Renren, y desde este mes tampoco hay Uber, sino Didi Chuxing. En unos casos esto sirve para censurar desde el poder central los contenidos de Internet, y en otros para hacerse con el mercado emergente de los viajeros autónomos, esos que no dependen de las empresas convencionales, y de la gente que quiere convertirse en su propio medio de comunicación. Vale, eso es China, se dirán ustedes.

Pero no hace falta irse a Pekín para contemplar el ocaso de los grandes principios. El Financial Times acaba de sacar de algún cajón de Bruselas unos documentos que revelan sus taimadas intenciones de atar en corto a WhatsApp y Skype en los territorios de la vieja y liberal Europa. Las empresas de comunicación del futuro se parecen cada vez más a las del pasado, pero gozan de una ventaja que Bruselas considera desleal: pueden comerciar libremente con los datos de sus usuarios. Telefónica y Orange no pueden, y eso les molesta, aparentemente.

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Tampoco los hoteleros están muy felices con las cadenas de alojamiento turístico 2.0, como Airbnb, ni los taxistas con la implantación de Uber. Muchos taxistas tienen que hipotecarse para pagar sus licencias municipales, y es lógico que consideren una competencia desleal a quien no las paga por hacer el mismo trabajo.

Si los discos eran caros, y las licencias de los taxis lo siguen siendo, lo suyo sería bajar los precios, no saltárselos.

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