La belleza
La política es una disciplina a veces tan alejada de la estética, que puede resultar deforme y repelente
Acerca del bochornoso fracaso que han cosechado los últimos 25 siglos de investigaciones estéticas, no puedo superar la confesión del profesor Thomas Munro, del Museo de Arte de Cleveland: “Cabe decir que la principal tarea de la estética ha sido definirse a sí misma”. Sería un chasco incluso si lo hubiera logrado. Pero quizá los científicos lo estén haciendo algo mejor en los últimos años, y no me refiero a todo ese rollo de la cola del pavo real, que es capaz de aburrir hasta a la hembra del propio pavo real, como puede comprobar cualquiera que pasee por un parque.
Uno de mis pensadores favoritos, el físico Jorge Wagensberg, dice que entender algo es apreciar sus armonías externas. Por ejemplo, cuando uno percibe que las manzanas caen según la misma armonía con que gira la Luna, crecen las mareas o se mueven los planetas, uno es Newton y ha fundado la ciencia moderna. Eso es entender algo, ¿no creen? La belleza de un objeto, sin embargo, radica en sus armonías internas. Esta idea de Wagensberg es lo más parecido a una teoría estética que conozco. Es una idea hermosa, autoconsistente y fructífera como un amanecer en el desierto, donde los pavos no estorban la mirada clara.
La teoría más bella de la ciencia, según la opinión unánime del sector, es la relatividad general de Einstein que rige el espacio, el tiempo, la gravedad y el cosmos: la materia le dice al espacio cómo curvarse, y el espacio le dice a la materia cómo moverse. De eso es de lo que habla un científico cuando habla de autoconsistencia, de elegancia y de armonía interna: cuando habla de belleza. Solo una buena obra de arte alcanza esa altura estética, y aun así Einstein supera al artista en que su teoría es verdad, o está tan cerca de la verdad como lo pueda estar un concepto científico, siempre provisional y perecedero.
Por todo esto, creo que hemos sido injustos con Rajoy. Es verdad que se hizo un lío con todos esos alcaldes que votaban al vecino y luego volvían a votar a los alcaldes que habían elegido al vecino, pero hombre, como dijo Richard Feynman: “¡No entienda usted lo que digo, sino lo que quiero decir!”. Yo creo que la intención de Rajoy era claramente einsteniana, armónica, autoconsistente: un intento encomiable, si bien malogrado, de aportar un ápice de belleza a la política, una disciplina que a veces parece tan alejada de la estética, tan deforme y repelente, tan perdida por el parque como la hembra de un pavo real.
Hasta para la belleza, amigos del misterio, tenemos mala suerte en este país de artistas.
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