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MIRADOR
Columna
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Analgésicos

La perra sana, más contenta que nunca, daba tumbos por la cocina como un cachorro descubriendo el mundo

Un perro, durante un momento de descanso.
Un perro, durante un momento de descanso.BEN PRUCHNIE (GETTY IMAGES)

Esta no es una metáfora, pero podría serlo. En un pueblo mi familia y yo decidimos visitar una tienda de antigüedades, más por curiosidad que por pasión. Sonó dos veces el cencerro amarrado a la puerta cuando entramos los tres en fila india —mi marido, mi hija y yo—. Entre una avalancha de zapatos usados y una torre de vinilos, acostado bajo una mesa de ébano Luis XIV con tres patas doradas en forma querubines, descansaba un perro enorme. Respiraba tan lento, tan inmóvil, que parecía una antigüedad más. Tenía la mirada clavada en algún lugar oscuro y las patas delanteras y traseras extendidas al máximo. Tanto en apariencia como en espíritu, el perro emulaba convincentemente a sus primos salvajes —esos tigres, osos y leones hechos tapete—.

Pero a pesar del esfuerzo notable del perro por parecer parte de la escenografía de ruinas con más valor de cambio que de uso, al descubrir al animal vivo entre tanta cosa muerta, nuestra hija fue directo a arrodillarse junto a él. Detrás de la caja, la dueña de la tienda y del perro la alentó pero le advirtió:

“Se llama Molly. No ladra ni muerde, pero tampoco mueve la cola”.

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En efecto, Molly recibía el afecto con total estoicismo. Noté que tenía una de las patas delanteras rasuradas y me acerqué a la dueña para preguntarle en voz baja qué le había pasado. Me contó la historia completa a media voz, mientras mi marido estudiaba postales viejas y mi hija seguía afanada en intercambiar cariños con el animal. Hasta la semana pasada, durante más de diez años, había habido en esa tienda dos perras. Pero una se había enfermado hacía unos meses. La dueña había tenido que administrarle analgésicos muy fuertes durante sus últimos meses de vida. Un día, finalmente, después de su última dosis de analgésicos, murió la perra enferma y la dueña se llevó el cadáver a la veterinaria para incinerarlo. Salió aprisa y se le olvidó guardar el bote lleno de analgésico líquido. La perra sana, no se sabe bien cómo, lo había encontrado y deglutido completo. Cuando regresó de la veterinaria encontró a la perra sana más contenta que nunca, dando tumbos por la cocina como un cachorro descubriendo el mundo. Poco después, empezó a vomitar. La tuvo que llevar también al veterinario, donde la salvaron.

La perra había sobrevivido a pesar de sus intentos. Sobrevivió a pesar de sí misma, esa bestia inteligente, que ahora se esforzaba en parecer tapete. No sé si su dueña podía entender la historia que contaba con la misma claridad triste de quien la escuchaba. Las metáforas solo se ven desde lejos y desde afuera. Y esta no es una metáfora de nada.

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