Las manos hacen milagros
CURIOSA imagen. Los policías armados hasta las cejas se protegen de un grupo de mujeres y niños cuya única defensa son las manos. Su fuerza física es irrisoria, pero su elocuencia carece de límites. Hablan estas manos con cada uno de sus cinco dedos, con sus palmas desamparadas y desnudas. Hablan con la fuerza de la razón frente a la que la mano derecha del policía que aparece en el primer plano se amedrenta, se rinde. Observen cómo sus dedos se repliegan cobardemente y no para formar un puño, sino para expresar su afasia frente a un discurso inobjetable. No se pierdan tampoco el rostro perplejo del representante de la autoridad, su mirada, su gesto huidizo, la pregunta que atraviesa su frente protegida por el casco de acero: Dios mío, ¿qué hago yo aquí?
Y todo ese cúmulo de sentimientos encontrados es consecuencia del lenguaje de las manos, las mismas manos de las que hemos heredado vasijas de barro construidas hace miles de años, las mismas que levantaron ciudades, que crearon tejidos, que transportaron los sillares de las catedrales, que construyeron calzadas, que recolectaron, ordeñaron, sembraron y escribieron poemas. Las manos que son la lengua en el idioma de los sordos, el voto en las asambleas de los trabajadores y el aplauso en los mítines. Las que amasan el pan, las que acarician, las que, provistas de una esponja, limpian el cuerpo bajo la ducha de agua caliente. Las manos solas, desnudas, desprotegidas, blancas continúan haciendo milagros después de tantos siglos de que las viéramos surgir con sorpresa en el extremo de los brazos.
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