Los niños de la selva siempre cruzan la frontera
Los libros de Kipling y su personaje Mowgli bebieron de una larga tradición que se remonta a Bizancio
Aunque Rudyard Kipling creó a Mowgli en 1893 y le hizo protagonizar la mayoría de los cuentos que conformaron El libro de la selva y su continuación, El segundo libro de la selva (publicados en 1894 y 1895, respectivamente), una parte considerable del público sólo sabe de él lo que Wolfgang Reitherman decidió contar en el extraordinario y convenientemente suavizado filme de 1967. En el relato original, Mowgli es rescatado por la loba Raksha cuando sus padres lo pierden en la selva, bautizado por ella “rana” a raíz de su falta de pelaje, criado por los lobos y educado por la pantera Bagheera y por el oso Baloo. Pero a diferencia de lo que sucede en el filme, en la historia de Kipling Mowgli crece para matar al tigre Shere Khan, destruir un poblado humano con ayuda de sus aliados animales y, a pesar de ello, escoger definitivamente la vida civilizada incorporándose ni más ni menos que al servicio colonial británico.
George Orwell llamó a Kipling “el profeta del imperialismo”, y la historia de Mowgli es una excelente prueba de lo acertado de ese juicio. Pero también demuestra la fascinación que la sociedad británica sintió por los “niños de la selva”, al menos a partir de 1852, cuando el general sir William Henry Sleeman publicó anónimamente su Informe acerca de lobos criando niños en sus cuevas en la India británica, donde Sleeman estuvo destinado entre 1820 y 1835. En su libro Kaspar Hausers Geschwister. Auf der Suche nach dem wilden Menschen [Los hermanos de Kaspar Hauser: A la búsqueda del hombre salvaje] (2003), P. J. Blumenthal refiere unos 19 avistamientos de niños criados por lobos u otros animales entre 1847 y 1893 en esa región. Kipling, quien se había desempeñado como periodista en Lahore y Allahabad entre 1883 y 1889, debía saber de ellos.
Sin embargo, el fenómeno de los “niños salvajes” no es exclusivo de India, ni se remonta al siglo XIX: su primera referencia, al margen de mitos como el de la lactancia de Rómulo y Remo, recuerda Blumenthal, se encuentra en la historia del niño criado por una cabra que el historiador bizantino Procopio de Cesarea situó en torno al 539 después de Cristo. Antes incluso, Heródoto contó la historia del experimento llevado a cabo por el faraón Psamético I, quien, deseoso de saber cuáles eran la lengua “original” y la cultura más antigua, ordenó a un pastor que tomase bajo su protección a dos niños, pero que no les hablase. Fueron criados entre las cabras, y el primer sonido que estos articularon fue bekos, equivalente, según los expertos del faraón, a la palabra “pan” en frigio, lo que demostraba que los frigios eran el pueblo más antiguo del mundo, y la suya, la lengua “original”.
A partir de esa fecha, y siempre según Blumenthal, los testimonios de avistamientos y capturas de niños criados por lobos, osos, cerdos, perros, monos, chacales, gacelas, tigres y leopardos han sido frecuentes en sitios tan distintos como el Estado alemán de Hesse, los bosques de Lituania, los Pirineos, el departamento francés de Aveyron, Long Island, la periferia de la ciudad húngara de Budapest, El Salvador, Uganda e India. Es muy posible que no todos los niños fueran criados realmente por animales; en muchos casos, pudo haberse tratado de discapacitados intelectuales abandonados por sus familias: el perfil que Blumenthal traza de los criados por lobos en India (de apariencia animal, sin habilidades intelectuales, con preferencia por andar desnudos y alimentarse de carne cruda y carroña, incapaces de hablar ninguna lengua ni de aprenderla) no puede ser más distinto del joven con el corte de cabello a lo paje popularizado por el filme de Reitherman.
Mowgli es humano, pero también es animal; está cómodo en la selva aunque sabe —y acabará comprendiendo— que su sitio se encuentra entre los humanos. Aun en su versión más amable, su historia, como la de los otros “niños salvajes”, es inquietante porque pone en cuestión las diferencias que nuestra cultura establece entre hombres y animales, como pone de manifiesto la multiplicación de los casos reportados en los momentos en que esas diferencias eran establecidas. Charles Darwin publicó su obra El origen de las especies en 1859 consolidando un modelo evolutivo al que los casos conocidos del primer medio siglo posterior (14, según Blumenthal) parecían poner en entredicho: en determinadas condiciones, era posible “descender” en la escala evolutiva hasta un estado animal que se creía superado.
Una ansiedad y un interés similar por el mundo animal parecen unir la época victoriana y la actual
La ansiedad y el enorme interés suscitado por estos casos fueron producto de ese cuestionamiento, como también los intentos de educación y de estudio de los niños salvajes. En 1903, por ejemplo, el lingüista danés Otto Jespersen estudió el caso de dos mellizos criados en condiciones de miseria en las afueras de Copenhague por una anciana sordomuda: los niños habían desarrollado un lenguaje propio basado en unos conocimientos limitados del danés, pero no tuvieron dificultades en aprender el idioma. En contrapartida, el “niño perro” de Long Island y Lucas, criado por los babuinos en Sudáfrica (dos casos registrados en 1903), nunca pudieron recuperar el tiempo perdido y conservaron trazas animales durante el resto de su vida.
Aunque autores recientes como Carl Safina, G. A. Bradshaw, Franz-Olivier Giesbert, Anne Innis Dagg o Frans de Waal están contribuyendo a cambiar nuestra percepción del mundo animal (y, por lo tanto, de lo que somos), sus aportes a una disolución de los límites entre humanos y animales se abren paso lentamente en una sociedad que necesita que esos límites existan para reafirmar su supremacía sobre otras formas de organización y la supuesta existencia de una esfera humana al margen de la animalidad en su sentido de brutalidad, bestialismo y violencia. Sus obras y trabajos de investigación contrastan con la versión edulcorada de la historia de Mowgli que el director Jon Favreau acaba de adaptar al cine. La nueva versión tiene unas cantidades tan importantes de animación por ordenador que señala la superación del siguiente límite: el de lo real y lo virtual en nuestra cultura. Como otras adaptaciones anteriores, nos recuerda que nuestro sitio de privilegio con relación a los animales es frágil, una ilusión motivada por el rechazo a admitir que —como la ciencia está demostrando— los animales piensan, sienten, cooperan, aman y hacen duelo de forma muy parecida a nosotros.
En este sentido, una ansiedad similar y un interés común parecen unir la época victoriana y la actual. Y acerca de todo ello reflexiona, como siempre, el arte: la fotógrafa alemana Julia Fullerton-Batten ha recreado recientemente los hogares de niños que, habiendo sido abandonados por sus padres, fueron criados por animales, como el niño indio capturado entre lobos en 1972 o la ucrania que encontró refugio entre perros salvajes y fue rescatada en la década de 1990. Para ellos, la naturaleza no fue menos inhóspita que la vida civilizada, y los animales resultaron ser mucho más humanos que los miembros de su misma especie, algo que, a pesar de todo, ya estaba presente en la historia original de Rudyard Kipling. Allí, la simpatía de Bagheera por Mowgli tiene su origen en el hecho de que él también ha cruzado los límites: habiendo sido criado en cautiverio, ha conseguido escapar de los humanos, esos animales incapaces de comprender su sitio en la naturaleza, que se empeñan en encarcelar y en destruir.
Patricio Pron es autor, entre otras obras, de la novela No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles.
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