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El lado oscuro de tener fans

ILUSTRACIÓN ANNA PARINI

LA consolidación de los teléfonos inteligentes posibilita que todos seamos –al menos en potencia– paparazzi de nuestra propia existencia. El exhibicionismo se ha convertido en una tendencia social en auge. Cada vez más personas cuelgan pedacitos de su cotidianeidad en Internet. A su vez, muchos se han convertido en adictos a los “me gusta” de Facebook e Instagram.

Gran parte de nuestra vida social se produce en una realidad virtual, con una pantalla siempre de por medio. Las redes sociales son la nueva plaza del mercado. A través de nuestro perfil damos una imagen acerca de quiénes somos. O mejor dicho, acerca de quienes aparentamos ser… Seamos honestos: ¿cuántas cosas hacemos para poder aparecer en una foto que compartir con nuestros amigos virtuales? ¿Cuánto hay de auténtico y cuánto de vanidoso en lo que subimos a la red?

Hacer una pausa para tomarnos una foto con el móvil es una forma muy sutil de interrumpir esa agradable sensación de fluidez que sentimos cuando estamos disfrutando del momento presente. Al tomar la decisión de sacar dicha instantánea para compartirla en nuestras redes, estamos dando más valor a lo que otros van a pensar del momento que estamos viviendo que al momento en sí mismo. Tanto es así, que hay un dicho que circula por Internet que dice lo siguiente: “Me fastidia cuando no cuelgas nada en tus redes sociales porque entonces sé que te lo estás pasando bien de verdad”.

No se trata de condenar ni de culpar a la tecnología, sino de asumir nuestra parte de responsabilidad por el modo en el que la estamos utilizando. Muchos expertos hablan acerca de “la cultura del selfie”, aludiendo que somos la generación más egocéntrica, narcisista y superficial de la historia. Hoy en día el éxito y la popularidad de un ser humano se miden en función de su marca personal, así como del número de seguidores que tiene en sus diferentes redes sociales.

La aspiración contemporánea de miles de individuos es llegar a ser alguien reconocido e importante. En este caso la fama se persigue como un objetivo. Lo cierto es que abundan artículos y tutoriales en la Red que explican las claves para lograrlo. Al parecer, las estrategias que mejor funcionan son mantener una relación sexual o sentimental con un famoso, aparecer en algún reality de televisión y utilizar las redes sociales para propagar bulos morbosos sobre gente de la farándula…

Por otro lado, hay muchas otras personas que son conocidas como resultado de la notoriedad que han cosechado a través de una profesión que tiene visibilidad y exposición pública. Este es el caso de ciertos actores, cantantes, artistas, futbolistas, diseñadores de moda, modelos, presentadores de televisión, políticos, periodistas, escritores... Sea como fuere, saber gestionar la notoriedad pública es un auténtico desafío para el ego. En general no nos damos cuenta del gran valor que tiene el anonimato hasta que lo perdemos. La ironía es que una vez perdido, no se puede recuperar.

La popularidad no tiene por qué cambiar a las personas, sobre todo cuando la fama viene como resultado. Eso sí, convertirse en alguien conocido puede provocar efectos secundarios a nivel psicológico. Por ejemplo que se acentúen las cualidades o se magnifiquen los defectos. El error más común en el que caen quienes adquieren cierta popularidad es identificarse con su personaje público. Es decir, creer que son la imagen idealizada y distorsionada que sus fans y seguidores han construido de ellos. De este modo el ser humano que es verdaderamente, queda sepultado. Es entonces cuando decimos que se lo han “creído”. Esto sucede especialmente cuando tienden a rodearse de gente interesada en estar con el personaje –en vez de con la persona– y pierden el contacto con aquellos familiares o amigos que lo conocían antes de convertirse en popular.

Más allá de que la persona cambie (o no) al alcanzar cierta fama, lo que de verdad siempre varía es la percepción que tienen los demás de ella. Los miembros de su familia de pronto se convierten en el “padre de”, “marido de”, “hijo de”, “hermano de”… Y esto tiene todo tipo de consecuencias. Algunos lo viven con alegría y admiración. Otros con envidia y resentimiento. Hay quienes se aprovechan de ello para sacar algún beneficio personal. O incluso quienes procuran mantenerlo en secreto.

A su vez, la popularidad provoca que las nuevas relaciones estén siempre condicionadas por la imagen pública de la persona famosa. En demasiadas ocasiones, muy pocos llegan a conocer al ser humano que se encuentra detrás del personaje. ¿Realmente sabemos quiénes son Cristiano Ronaldo, Lionel Messi, Taylor Swift, Justin Bieber, Jennifer Lawrence o Leonardo Di Caprio?

Si bien la popularidad concede una serie de derechos y privilegios, muchos famosos reconocen que, en demasiadas ocasiones, el precio que se paga no compensa. Algunos reconocen que añoran poder ir a tomar un café sin ser asaltados por desconocidos en busca de un selfie o un autógrafo. Muchos viven en cárceles de oro. Salir a la calle se convierte en un engorro porque el resto somos incapaces de respetar su privacidad. Nos tienta demasiado obtener una foto para poder colgarla en nuestras redes, tratando de impresionar a nuestros contactos.

Decimos que queremos a nuestros ídolos. Sin embargo, el verdadero fan siente un profundo respeto por la persona que admira. Ni la molesta, ni la avasalla. De hecho, no desea nada más de lo que ésta le da por medio de su profesión. Y en caso de querer un autógrafo o una foto, acude a algún evento público en el que el famoso se preste a ese intercambio más personal con sus seguidores. Como gritó en su día Lola Flores entre enfurecida y sobrepasada a sus fans: “Si me queréis, ¡irse!”

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