Fans desde hace siglo y medio
Un estudio británico dignifica la figura de las seguidoras de los ídolos musicales, a menudo demonizadas como “vulgares” e “histéricas” por su desmesurada pasión
Como Justin Bieber o Michael Jackson, el pianista Franz Liszt empezó a componer con tan solo 11 años y pasó casi una década, de 1839 a 1847, de gira ininterrumpida por Europa, provocando lo que el poeta Heine bautizó como lisztomanía.Sus fans entraban en éxtasis, robaban las colillas de sus cigarros y los posos de sus cafés —que después llevaban en pequeños viales colgados del cuello— y se pegaban por los mechones de su pelo y las cuerdas rotas de sus pianos, con las que se hacían pulseras. La prensa de la época seguía el fenómeno entre abominada y fascinada y colgó a las seguidoras femeninas el adjetivo que las ha acompañado desde entonces: histéricas.
La recepción no había cambiado mucho un siglo más tarde, cuando llegaron las Bobby Soxxers, las fans de Frank Sinatra que vestían calcetines cortos y que en 1944 protagonizaron el llamado “motín del Columbus Day” (Día de la Hispanidad), cuando unas 30.000 fans del crooner tomaron Times Square. Weegee, el fotógrafo que mejor captó en aquellos años los extremos de la ciudad de Nueva York, las fotografió como una especie rara y ligeramente degenerada. Ese mismo año nacía la revista Seventeen, la primera publicación masiva dirigida a chicas adolescentes, con un subtítulo profético: “las jefas del negocio”.
Desde entonces, los y, más específicamente, las fans adolescentes han sido de alguna manera “las jefas del negocio” de la música pero también se han visto constantemente ridiculizadas. Lottie Hanson-Lowe, una joven diseñadora gráfica británica quiso redignificar el fenómeno fan en femenino y les ha dedicado Love me do, un libro-fanzine autoeditado que también es su proyecto final de estudios en la Kingston University. Allí pasa de la lisztomanía a las directioners, las seguidoras de One Direction y se detiene en subculturas como las brosettes (las fans de Bros en los ochenta), las fieles seguidoras de los Bay City Rollers, y especialmente, en la no siempre bien comprendida beatlemanía, que siempre se juzgó con un doble rasero: si los hombres que apreciaban a los Beatles eran avanzados y contestatarios, ellas, las más ruidosas fans de los inicios, eran gregarias y, por supuesto, histéricas.
Para Hanson-Lowe, “ese fue un fenómeno revolucionario para las mujeres jóvenes”. Se dejaban ver en público gritando, sudando y exhibiendo un comportamiento cuasi-sexual.
Según la autora, “para muchas de esas chicas, tener un ídolo masculino sobre el que fantasear era una manera de entender qué tipo de pareja sexual querían. Cuando se pusieron a gritar y colgar carteles en las paredes chocaron a sus padres de una manera que se ha instalado en los medios hasta volverse rancia. Parece absurdo que insistan en usar palabras como “locas” y “vulgares” al hablar de su comportamiento. Hanson-Lowe, que también defiende los clubes de fans como sistemas de apoyo femenino autosostenidos, explora ejemplos recientes de esa demonización de las fans, como el de las directioners. Cada vez que algo sacude su mundo, como su recién anunciada separación temporal, los medios recogen sus “extremas” reacciones y llenan bytes y minutos con valiosas imágenes de adolescentes “fuera de sí”.
Culto en público
Lo que diferencia a estas acólitas de todas sus predecesoras es que viven su culto, no en la relativa privacidad del club de fans, sino en público, en las redes sociales. “Internet les ha permitido a estas chicas compartir su creatividad y apoyase desde distintos lugares del mundo, y eso sigue siendo importante —cita el caso de una fan cuyo previsto suicidio se pudo evitar gracias a que otras directioners alertaron a la policía— pero a la vez todo esto sucede en público y resulta más fácil juzgar”, apunta.
Según Joli Jensen, profesora de la Universidad de Tulsa y autora del libro El fenómeno fan como patología, Internet ha hecho fuerte al fan pero los seguidores extremos —a pesar de que ahora tienen la habilidad, por ejemplo, de resucitar una serie o un videojuego gracias a su presión— “se siguen viendo como un mercado a explotar pero que no merece respeto. Se utilizan como ejemplo de lo irracional, emocional, acrítica y poco de fiar que llega a ser la audiencia”. Siempre a la caza de una colilla o un poso de café que llevarse al pecho.
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