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Los beneficios psicológicos de pedir "lo de siempre" en un bar

Tener un local de cabecera es bueno para la salud. Pero nadie dijo que encontrarlo fuera fácil…

'Cheers' o cómo sentirse como en casa en la barra de un bar.
'Cheers' o cómo sentirse como en casa en la barra de un bar.

Las nueve de la noche de un martes en el que estoy en casa, eligiendo una serie a la que engancharme mientras se calienta en el micro el tupper de albóndigas de mi madre. Hoy no salgo, que mañana trabajo. Bueno, en realidad he intentado quedar con varios amigos para tomar unas cañas, pero estaban todos liados. A partir de los treinta y algo, todo el mundo tiene algo que hacer entresemana: trabajos que se alargan, hijos a los que bañar, gimnasios en los que practicar crossfit… Los planes sin pareja se reducen a los fines de semana pares, y sales el viernes o el sábado, que el cuerpo ya no está para dobletes.

Total, que después de pelearme con el gato que me roba las albóndigas del plato, me tiro en el sofá con la manta y enchufo la serie en el ordenador. He decidido revisitar un clásico incombustible: Cheers. Mientras veo cómo las pintas de cerveza van y vienen, se me pasa por la cabeza que igual eso está ocurriendo un martes del mes de marzo, a las nueve y algo de la noche, y que ahí están los habituales del bar, como siempre. Son todos colegas (más o menos), pero han llegado por separado y seguro que no se han llamado antes para verse allí después del trabajo. Van a su bar de siempre porque saben que se encontrarán con los clientes habituales. Entonces pienso que lo que le falta a mi vida diaria es un pub como el de esa serie, o un MacLaren's al que van los de Cómo conocí a vuestra madre, o un bar de barrio como el de Mauricio, el de Aida. Lo que necesito es un sitio en el que el camarero me llama por mi nombre y sabe lo que voy a tomar porque es lo que pido siempre; al que poder ir un martes después del trabajo a desconectar sin tener que dar la brasa a mis colegas por Whatsapp, porque sé que allí habrá gente con la que charlar. Aunque también pienso que había uno de esos bares con clientes habituales en el barrio en el que vivía de pequeño, en el que estaba siempre metido mi vecino el del sexto y con el que ninguno de los niños queríamos subir en el ascensor porque olía raro.

Decido despejar mis dudas sobre la conveniencia de tener un bar en el que militar en el lugar en el que están todas las respuestas: Google. Escribo en el buscador “personas con un bar de cabecera” y me encuentro con una lista de resultados que no me ayuda mucho a decidirme, tipo “Cómo echar a un borracho de un bar” o “Bares en los que te prohíben la entrada si la lías”. Estoy a punto de abandonar la idea cuando encuentro algo que me hace cambiar el chip: un estudio científico avalado por la Universidad de Oxford, Friends on Tap: The Role of Pubs at the Heart of Community (Amigos del grifo: El papel de los pubs en el corazón de la comunidad), que asegura que es beneficioso ser cliente habitual de un bar. Según los psicólogos, que han recogido datos de una muestra de más de dos mil personas del Reino Unido, beber siempre en el mismo bar es de lo más positivo ¡para tu salud! Bueno, el estudio dice que es positivo en comparación con la gente que se dedica a beber en varios bares a lo largo de la noche. Si vas siempre al mismo local, es probable que acabes estrechando lazos con el personal y los clientes habituales, y que ellos te cuiden y se encarguen de que no termines cantando Asturias, patria querida cada noche. Un bar habitual no es el lugar en el que agarrarse la cogorza del siglo, sino el sitio en el que parar de camino a casa, echar un rato con una cerveza y picar algo si no te apetece cenar solo con el gato. La sensación que se crea es la de comunidad, y eso es justo lo que yo necesito. Decidido, voy a encontrar mi Cheers particular.

Bar Reinols, de la serie 'Aída'.
Bar Reinols, de la serie 'Aída'.

Cuando intento localizar mi futura parroquia

El estudio dice que una de las claves de un bar habitual saludable es que tiene que ser un lugar en el que relajarse, con una decoración que vaya contigo, clientes con los que compartir intereses y en donde recibas un buen trato de los empleados. También es importante que te pille cerca de casa, que esto es cosa de formar una parroquia y no lo vas a hacer a cinco paradas de metro. Me pongo a buscar mi futuro hogar por mi barrio, pero vivo en Malasaña [barrio del Centro de Madrid donde se focalizaron gran parte del movimiento de La Movida], que es esa zona que las revistas de tendencias dicen que ya está pasadísima, pero a la que al final va todo el mundo y los bares están petados. Descarto los que están cerrados más tarde de las ocho, que soy freelance y necesito un sitio al que poder ir a cualquier hora. También despejo de las opciones esos que son bar y librería, tienda de ropa, de discos y supermercado, que con tres birras encima me compro lo que me echen con tal de agradar. Fuera también los que venden cupcakes, que quiero mejorar mi salud, no acabar con diabetes. Pruebo con uno que está en un rincón de una placita; tiene una terraza que me vendrá genial para los días soleados. Las mesas y sillas del interior son vintage, como los de mi casa, aunque me da que estos no los recogieron de la calle. La gente que hay por aquí es más joven que yo, pero los treinta son los nuevos veinte, así que seguro que tenemos un montón de cosas en común. Los científicos dicen que tu bar habitual también puede ser en el que picar algo, así que me siento en la barra al lado de unos chavales que dicen que son artistas antimainstream. Pido un tercio y un pincho de tortilla. Al primer bocado, ya sé que estoy en casa.

Cuando descubro que tu bar habitual tiene que ir a juego con tu cartera

¡Me han clavado ocho euros por un puñetero pincho de tortilla! Vale que era una de las gordas, pero los huevos no eran de avestruz. Y el tercio me ha salido por otro pico indecente… Tras etiquetar el bar de la placita como 'territorio minado', espero unos días para cobrar unas facturas pendientes y retomo mi búsqueda, añadiendo ahora como condición no tener que pagar con un riñón. Doy unas cuantas vueltas por el barrio y entro en unos cuantos bares en los que me miran raro desde detrás de la barra por preguntar cuánto vale la doble. Mal comienzo, que otra de las condiciones de un bar de cabecera es que los camareros confíen en que llevas el suficiente dinero en el bolsillo. Cuando estoy empezando a pensar que igual el de los cupcakes no es tan mala opción, que los tienen sin azúcar, me encuentro con una pizarra de pie atada a una farola. Es de un bar que está en una de esas calles menos transitadas, escrita con unas letras que me recuerda a las de Cheers. El precio de los tercios está justo en mi límite como autónomo y tienen nachos con guacamole para picar. Además, se llama Bar, así, directo y claro. Aunque también se llamaba así el que tenía Ben Affleck en Perdida… Venga, voy para dentro.

Cuando elijo el taburete que llevará mi nombre

El local por dentro es una mezcla de bar y cafetería, con una barra amplia y una pequeña exposición de dibujos a la venta en una de las paredes. La música está al volumen justo para que no haya que gritar y no es ni Kiss FM ni la del Bershka. Ahora me toca decidir qué zona del bar se convertirá en mi espacio particular, como el sofá de los protagonistas de Friends o el taburete de Fiti en Los Serrano. Siempre he sido más de barras, así que me coloco en uno de sus extremos. Sonrío al camarero, un chico con barba, tatuajes y pinta de que tener un grupo de música. Abro la boca para pedir, pero habla él primero: “Aquí no te puedes poner: es zona de paso”. Me disculpo y le pido un tercio con una sonrisa que no me devuelve. Pienso que igual es que es tímido, como Gunther. Me sirve la bebida y le pido unos nachos, pero me dice que no disponen de comida. Cuando le cuento que lo pone en la pizarra de fuera, me responde que eso lo hable con la dueña. El camarero “simpático” me pone un platito de kikos, dice que para compensar, así que igual no le he caído tan mal. Este puede ser mi bar, sí. Pego un sorbo al tercio, me como unos kikos y pego otro sorbo. Miro Twitter en el móvil, Facebook, Instagram… Me estoy aburriendo.

Cuando intento hacer amigos

A los bares habituales se llega solo, pero al rato deberías tener a alguien con quien poder brindar. Esto es como cuando de pequeño te cambian de colegio: los primeros días te los pasas jugando solo en el recreo, pero al final de curso eliges tú quién juega de portero. Es cuestión de echarle horas, así que, a pesar de que el primer día la cosa no salió bien, me paso por “mi bar” al día siguiente a tomarme una cerveza sentado en “mi taburete”, dispuesto a hacerme amigos de los parroquianos. Busco la conversación con el camarero simpático, pensando que es como en el colegio, que si le caías bien al guay de la clase, el resto te hacían la pelota. Me lanzo con un comentario sobre el calorazo que hace en pleno mes de marzo y el daño que le estamos haciendo al planeta, que vi en un anuncio que a los hipsters les preocupan mucho las ballenas. Pero lo más que le saco al camarero es un “sí, hace calor”, y luego me planta un platito con la cuenta. Pego sorbos a la cerveza y miro a la gente a mi alrededor, sonriendo con cara de bobo. Me pido otro tercio, pero me doy cuenta de que me he quedado sin dinero en efectivo para poder pagarlo. El camarero simpático me dice que no se puede usar tarjeta cantidades inferiores a 20 euros. Cuento la gente que hay en el bar, unos doce, así que me vengo arriba y suelto lo que siempre funciona en las películas para hacer amigos: “¡Invito a una ronda a todos, que es mi cumpleaños!”. Un par de minutos después, estoy brindando por mi veintinueve cumpleaños (ya que miento, lo hago del todo) con mis nuevos colegas. ¡En mi bar!

Cuando la lío en mi bar

Según el estudio, los clientes habituales de un bar toman una media de 1,94 consumiciones por visita, mientras que los que van de garito en garito suelen pedir 3,14 bebidas a lo largo de la noche. Bueno, pues yo he descuadrado los datos porque me bebí en mi bar hasta el agua de los floreros. Se me fue la mano porque me puse nervioso, algo que me pasa siempre que intento gustar a gente nueva. Me da que no lo conseguí, porque hasta donde recuerdo, los habituales del bar se tomaron un par de cervezas conmigo, pero en cuanto empecé a ponerme pesado con lo de mi ex, volvieron a sus posiciones originales. Luego creo que me hice amigo de unos chavales que llegaron, que decían que eran artistas antimainstream y que me sonaban de algo pero no caía. No recuerdo qué paso después, pero son las nueve y media de la mañana de un jueves, me duele un hombro a morir y tengo el móvil petado de notificaciones de Facebook. Mis amigos artistas me han etiquetado en unas fotos como las de Resacón en Las Vegas, en las que mis amigos padres de familia han dejado comentarios del tipo: “¡Cómo te lo pasas un miércoles, truhán!”. Me visto a toda velocidad mientras me trago dos sobres de Espidifén cuando me llaman por teléfono. Intento improvisar la excusa para mi jefe antes de contestar, pero la llamada es de un número que no conozco: “Soy Eva, la dueña del bar. Pásate por aquí en cuanto puedas”. Trago saliva.

Cuando los de mi bar habitual me cuidan

Después de un día infernal de trabajo, entro en el bar y respiro aliviado al ver que todo está en su sitio, así que lo que quiera que hice no fueron destrozos materiales, o al menos no de los grandes. Me acerco al camarero simpático, aunque esta vez me ahorro la sonrisa y le pregunto por su jefa. Mientras espero a que salga de la oficina que hay en el almacén, que es donde me dice el simpático que está ella, escribo un whatsapp a mis padres diciéndoles que igual me tienen que echar un cable con el dinero este mes porque me ha surgido un imprevisto. Antes de que pulse enviar sale la jefa desde la barra, y antes de que yo pueda soltar mi primer "lo siento" me dice que se llama Eva, me planta dos besos y me pregunta que si quiero beber algo. Me sirve un agua mineral Gonzalo, que es como se llama el camarero, acompañada de mi tarjeta de crédito: “Estabas invitando por encima de tus posibilidades, así que a la octava ronda de chupitos Gonzalo se la quedó”, dice Eva. El camarero, que ahora sí que es simpático, me cuenta que los chavales artistas se aprovecharon de mi arrebato de generosidad, así que en uno de mis pagos no me devolvió la tarjeta para evitar que acabara en números rojos. Mientras le estoy dando las gracias, entra en el bar un chico al que reconozco de los días anteriores porque es de los habituales. Se llama Adrián y se sienta en el taburete que queda libre a mi lado a despotricar del morro que tenían esos chavales que no tenían ni idea de cine, "porque Star Wars es mainstream y es una maravilla". Un rato después, Nus, una chica que es músico y también es de las habituales del bar, me pregunta preocupada cómo estoy, porque me pegué una leche con la puerta la noche anterior al salir (resuelto el misterio del dolor en el hombro). Y entonces pienso que eso que ha hecho esta gente por mí, cuidarme, es una de las cosas que dice el estudio, que es uno de los motivos beneficiosos para la salud al tener un bar habitual.

Cuando al fin tengo un bar al que ir sin necesidad de quedar antes con nadie

Son las nueve de la noche de un martes y me estoy tomando con Adrián una caña en nuestro bar mientras discutimos una vez más si el Episodio VII de Star Wars ha sido un bluf. Un rato después llega Nus con Víctor, otro de los que siempre están por el bar, y luego se nos une Iggy, un monologuísta que estaba escribiendo chistes en una libreta en su mesa de siempre. A última hora llega Alfonso, que desde que tiene novia pasa mucho menos por allí, así que le damos caña con lo de que ya es un casado más. Gonzalo se acerca al grupo que formamos de vez en cuando para charlar y preguntarnos si queremos otra; no hace falta que le digamos qué bebemos. Cuando ya sólo quedamos en el bar los habituales, seguimos hablando de todo y de nada mientras Eva y Gonzalo hacen la caja. Nos despedimos en la calle cuando echan el cierre, pero no nos decimos que ya nos llamamos para vernos mañana, o pasado, o al otro. Sabemos que ya nos veremos en nuestro bar.

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