Si encontráramos una nueva forma de vida ¿sabríamos reconocerla?
La NASA busca el secreto de la vida en la Tierra en las profundidades de un lago en Canadá
“¿Por qué iba a querer la NASA estudiar un lago en Canadá?”.
Hasta tres agentes fronterizos hacen la misma pregunta con ligeras variaciones, y aunque acabaron dejándonos pasar, era evidente que no lo entendían. ¿Por qué se interesa la NASA por un lago canadiense? ¿Y por qué es asunto nuestro?
Por lo que a ecosistemas exóticos se refiere, el lago Pavilion, en la Columbia Británica, es de lo más ordinario. Está en un lugar recóndito, eso sí: la ciudad importante más cercana es Vancouver, a cuatro horas en coche montaña a través, y las localidades de los alrededores son pequeños cúmulos de casas en las laderas secas, separadas docenas de kilómetros por una carretera que serpentea a través del paisaje yermo. El lago en sí está junto a una carretera de asfalto, y desde ella no parece diferente de cualquier otro lago de montaña de tamaño discreto al oeste de Norteamérica.
Sin embargo, bajo la superficie, el fondo del lago Pavilion está salpicado de una especie de arrecifes de coral: cúpulas, conos y formas extravagantes muy parecidas a las alcachofas. Pero los corales son colonias de animales diminutos, y esto no: se trata de formaciones rocosas llamadas microbialitos, compuestas y cubiertas de cianobacterias. Puede que esas bacterias —a veces denominadas, erróneamente, “algas verdeazuladas”— formasen incluso las rocas en las que viven, absorbiendo los nutrientes del agua y dejando la roca. Al igual que las plantas, se nutren de la luz del sol y se desarrollan en las aguas poco profundas de la escarpada pendiente submarina, hasta el punto en que la luz empieza a apagarse.
Ellas son el motivo del interés de la NASA. Pero la gente a la que hemos venido a ver aquí tiene en mente proyectos aún más ambiciosos: quieren saber lo que estas extrañas formaciones del lago Pavilion podrían decirnos sobre el origen de la vida en la Tierra, la vida en otros mundos, e incluso el significado exacto de la vida.
Código Morse en el ADN
Erwin Schrödinger era un tipo listo. Quizá le conozcan por el famoso experimento teórico del “gato de Schrödinger”, donde hay una caja con un gato que no está ni vivo ni muerto hasta que se mira dentro. Sin embargo, uno de sus trabajos más interesantes es un librito de 1944 basado en una serie de conferencias que Schrödinger dio en Dublín, y que plantea una sencilla pregunta: ¿qué es la vida?
El libro es relevante porque predijo algunas propiedades importantes del ADN antes de ser descubierto. Faltaba casi una década para el hallazgo de la famosa doble hélice, pero Schrödinger dio con la clave para saber cómo los organismos evolucionan y transmiten información de una generación a otra como un “cristal aperiódico”: una cadena de átomos que nunca se repite exactamente. Aunque cada eslabón de la cadena contiene los mismos átomos (carbono, nitrógeno, oxígeno, hidrógeno y fósforo), su combinación permite codificar una cantidad enorme de información.
Schrödinger usó como símil el código Morse, que reproduce todo un lenguaje con solo dos “letras”. Hoy sabemos que el código del ADN tiene cuatro letras (A, C, G y T), que al organizarse y emparejarse pueden codificar todo lo que un organismo necesita para construir proteínas, hacer que funcione su metabolismo y vivir. Esta parece una diferencia significativa entre lo que está vivo y lo que no: la capacidad de transmitir información más allá de la mera reproducción.
La capacidad de transmitir información más allá de la mera reproducción parece una diferencia significativa entre lo que está vivo y lo que no
Los cristales ordinarios se reproducen, pero solo transmiten el patrón repetitivo que determina la posición de los átomos. No pueden evolucionar. O, en palabras de Schrödinger, es como la diferencia entre “el papel de pared corriente y moliente, donde un mismo patrón se repite una y otra vez con una periodicidad regular, y una obra de arte de bordado, un tapiz de Rafael, por ejemplo, que no muestra una repetición insulsa, sino un diseño elaborado, coherente y significativo trazado por el gran maestro”.
Robots en el agua
El barco está abarrotado de gente que controla y supervisa vehículos sumergibles por control remoto (ROV, por sus siglas en inglés). Estos pequeños submarinos robóticos están equipados con cámaras de alta definición y escrutan la zona del lago que los buzos humanos estudiarán unos días más tarde. También llevan sensores para medir la temperatura del agua, el pH, la posición GPS, la profundidad y la corriente. Para lograr el nivel perfecto de flotabilidad, los ROV cuentan con una curiosa mezcla de alta tecnología y métodos rudimentarios: motores vanguardistas e instrumentos de flotación hechos con pelotas de plástico y espaguetis de piscina naranja fosforito atados con cables de plástico. Un sumergible está fisgoneando en el fondo del lago, tomando imágenes de alta definición de microbialitos; el otro se encarga de tener vigilado al primero y controla las condiciones del agua.
Lo presenciamos todo desde el tráiler de “control de misión” de la NASA, a orillas del lago, gracias al vídeo enviado por los ROV. Es un paisaje extraterrestre: montículos irregulares verdes y grises del tamaño de mesas, unos en cúmulos, otros solos, que se extienden hasta perderse en la penumbra submarina. Mientras observo estas imágenes del fondo del lago me pregunto cuánto se parece a la Tierra primigenia. A juzgar por los microbialitos fósiles, los antepasados de las cianobacterias actuales fueron probablemente una de las primeras formas de vida del planeta. Es posible que hace miles de millones de años las cianobacterias creasen el oxígeno de nuestra atmósfera, confiriendo a la atmósfera cargada de dióxido de carbono de la Tierra primigenia el equilibrio actual entre nitrógeno y oxígeno mucho antes de que las plantas evolucionasen. Las cianobacterias modernas crean colonias en forma de alfombras limosas que cubren el fondo de lagos lejanos, y no los complejos microbialitos rocosos que vemos en el lago Pavilion, así que es probable que lo mismo ocurriese hace 3.500 millones de años.
Por extraños que parezcan, los microbialitos podrían ser el único elemento remotamente familiar que reconociese un viajero en el tiempo llegado a los primeros días de nuestro planeta. La vida no se limitó a crear el aire que respiramos: ir a cualquier lugar y observar cualquier elemento de la Tierra es ver un entorno creado por la vida. La química de las rocas, los océanos, el suelo; todo está configurado por la vida. Además, los científicos han hallado organismos —en su mayoría bacterias y arqueas, organismos unicelulares que prosperan en condiciones extremas— por doquier, desde las grietas de las rocas a grandes profundidades hasta las nubes más altas de la atmósfera. Los organismos siempre se han adaptado a cada entorno, y lo han configurado para que, a su vez, el entorno se adapte a ellos.
Los rastros de esa configuración mutua se conocen como biofirmas, y para Allyson Brady ahí radica uno de los principales atractivos del lago Pavilion. Brady, geoquímica de la Universidad McMaster, está buscando formas de distinguir los procesos abióticos —los que ocurren sin influencia de la vida— y las biofirmas inequívocas. “Aunque las bacterias lleven tiempo muertas”, explica, “la roca podría seguir conservando la firma química que nos dice ‘esto se creó con influencia biológica’, a diferencia de un proceso químico completamente abiótico. Podemos ver eso en el lago Pavilion”.
Las biofirmas podrían ser la clave para saber si un arrecife rocoso similar, hallado en Marte, es un microbialito fósil —señal de vida que existió en el pasado— o una cruel imitación. La cantidad relativa de diferentes isótopos o la presencia de moléculas insólitas en la roca podrían revelar los rastros químicos producidos por el metabolismo de microbios extintos hace mucho tiempo.
Evidentemente, lo ideal sería ver los microbios vivos (suponiendo que existan), pero eso es más complicado de lo que la ciencia ficción nos hace creer. Cualquier muestra de microorganismos recogida por un vehículo explorador, sonda o astronauta tendría que sobrevivir a la exposición al equipo, y luego ser reconocida bajo el microscopio como un ser vivo. Se trata de un proceso que lleva tiempo, y se necesitaría algún indicio químico preliminar que indicase que merece la pena observarla a través del microscopio. A falta de los tricorder de Star Trek para hacer un escaneo automático, los investigadores buscan biofirmas en el terreno de Marte, en el hielo de Europa (satélite de Júpiter), y en las columnas de agua que lanzan los volcanes helados de Encélado, la sexta luna más grande de Saturno.
A orillas del lago Pavilion nos sorprenden constantemente las libélulas color azul iridiscente, mientras un colimbo pasa a ras de agua. Tras dos días de operaciones exclusivas con ROV, los buzos entran en escena. Para hacerles hueco, el equipo lleva otro barco hasta el punto de inmersión. Esta vez estoy en el agua con ellos, aunque mi principal cometido es no estorbar. De hecho, veía mejor desde el tráiler: ahora me limito a mirar a los científicos estudiando los monitores y controlando los ROV, pero no puedo ver lo que hacen los buzos.
Es fácil reconocer que las libélulas, los colimbos, los buzos e incluso algunas bacterias insólitas están vivos; como dice una canción de Barrio Sésamo, “respiran, comen y crecen”. ¿Pero ocurre lo mismo con todos los seres vivos?
Puede que lo más difícil de encontrar vida en otros lugares del planeta fuese reconocerla cuando la viésemos. La mayor parte de la vida en la Tierra es microbiana, y aunque solemos asociar las bacterias con las enfermedades, la mayoría de las especies ignoran a los humanos. Un enorme número prospera en lugares que nos matarían, y viceversa: aguas profundas, cuevas ácidas, frío glacial y calor abrasador. Y sin embargo existe una relación de parentesco entre esos organismos y nosotros, aunque la evolución y la adaptación nos hayan separado.
Debido a ese parentesco, toda la vida en la Tierra está formada por células; toda usa el agua líquida como parte de su estructura esencial; toda está construida por moléculas parecidas, que contienen carbono, oxígeno, nitrógeno y otros elementos comunes; y toda usa el ADN y el ARN para codificar información sobre sí misma y transmitírsela a las generaciones futuras. No obstante, hemos de preguntarnos: ¿tiene que ser así la vida? Si la historia de nuestro sistema solar se repitiese, ¿usaría la vida la misma química, construiría células y configuraría su entorno del mismo modo?
La vida es orgánica, y eso solo significa “moléculas que contienen carbono”. Las moléculas orgánicas son muy comunes en nuestra galaxia: los astrónomos han encontrado restos de aminoácidos (los ladrillos de las proteínas) en cometas, y bases nitrogenadas (las “letras” genéticas del ADN y el ARN) en las nubes de gas entre estrellas.
Pero aunque el agua podría ser necesaria para la vida, abunda hasta tal punto en otros mundos y en el espacio interestelar que no tiene nada de especial. Sin embargo, aún tenemos que encontrar alguna señal en el espacio de algo que pueda catalogarse como “vida”.
Es un paisaje extraterrestre: montículos irregulares verdes y grises del tamaño de mesas, unos en cúmulos, otros solos, que se extienden hasta perderse en la penumbra submarina
Por paradójico que parezca, también podría existir la vida inorgánica, y es que “orgánico” no significa “vivo”. La vida basada en el silicio que habita los populares universos ficticios de Star Trek y el Mundodisco de Terry Pratchett es fruto de ese pensamiento. En la tabla periódica, el silicio comparte columna con el carbono, así que químicamente son parecidos. En última instancia, los vínculos que crea no son del todo correctos, así que el silicio no crea el mismo tipo de moléculas. El carbono, de entre todos los elementos de la tabla periódica, parece el único capaz de unirse a otros átomos y formar estructuras lo bastante complejas para la vida.
Sin duda el ADN es complejo, lo que lleva a muchos investigadores a preguntarse, ante todo, cómo surgió. Una hipótesis común es que el ARN —que existe como cadena única, a diferencia de la cadena doble del ADN— fue primero; sin embargo, incluso el ARN es complejo. “Quizá la vida no empezó con el ARN, sino con algo un poco más sencillo”, sostiene John Chaput, de la Universidad Estatal de Arizona. “Cualquiera que fuese ese material sencillo, ayudó a producir ARN”.
La “D” del ADN y la “R” del ARN representan respectivamente a los azúcares desoxirribosa y ribosa. La desoxirribosa y la ribosa constituyen la estructura cuyos peldaños son las letras genéticas, pero no son los únicos azúcares que pueden cumplir ese cometido. Las moléculas genéticas artificiales llamadas “AXN” pueden construirse con otros azúcares: la X podría ser cualquiera de muchas posibilidades.
Chaput está particularmente interesado en un azúcar llamado “treosa”, porque la molécula resultante, el ATN, “reconoce” el ARN y se vincula a él, exactamente igual que el ADN se vincula al ARN. El ATN es más sencillo que el ARN y el ADN, tanto por su estructura química como por la facilidad para crearlo. Chaput y otros científicos que piensan como él se preguntan si el ATN estuvo presente en la Tierra primigenia: “El ATN surgió antes, porque se sintetizaba con más facilidad, pero no tardó en ser suplantado por el ARN”.
Los AXN no son más que una posible ruta alternativa hacia la vida. El carbono crea muchísimas más moléculas de las que usa la vida tal y como la conocemos. Las proteínas no utilizan todos los tipos de aminoácidos; el ADN y el ARN no utilizan todas las “letras” de las bases nitrogenadas que son químicamente posibles. Puede que las formas de vita de otros mundos tuviesen la misma química orgánica básica, e incluso unos códigos genéticos parecidos a los nuestros, pero usaran diferentes moléculas para construir sus células.
Hace sol y una temperatura agradable, pero Tyler Mackey y Frances Rivera-Hernández están vestidos para temperaturas más bajas. Se han puesto un mono térmico y se disponen a zambullirse en las frías aguas del lago para comprobar que todo el equipo funciona antes del muestreo científico, previsto para dentro de unos días.
Mackey estudia la forma en que los microbios configuran su entorno y son configurados por él, y cómo esa relación recíproca podría reflejarse en los registros fósiles de la Tierra. Buena parte del trabajo de su tesis se basa en los lagos cubiertos de hielo de la Antártida. Rivera-Hernández trabaja para el equipo del Mars Science Laboratory, que maneja el vehículo explorador Curiosity que actualmente explora la superficie de Marte. Ella estudia si los lagos de la Tierra comparten características geológicas con los lagos secos de Marte, que en un pasado lejano podrían haber estado cubiertos de hielo.
En el lago Pavilion se habla mucho de Marte. Los buzos no se limitan a recopilar datos científicos sobre los microbialitos, sino que están probando programas y protocolos para hacer algo parecido en la superficie del planeta rojo. Los buzos son como astronautas que caminan sobre Marte; el barco desde el que hacen las inmersiones es su “centro de mandos” (como el que algún día podría haber en Fobos, una de sus lunas), y el gran tráiler de la NASA a orillas del lago hace las veces de “centro de control de misión”.
Para que la simulación sea aún más real, el programa que usan para comunicarse incorpora un retraso de cinco minutos en ambos sentidos entre el centro de control y el barco; se imitan así los 55 millones de kilómetros que tienen que recorrer las señales entre Marte y la Tierra en su punto más próximo. El retraso supone que los buzos no pueden recibir instrucciones directamente desde la “Tierra”, con lo que la mayoría de acciones han de planearse meticulosamente con antelación. (Los astronautas del Apolo, en cambio, tenían un retraso menos relevante, de aproximadamente un segundo en ambos sentidos).
Es poco probable que los futuros astronautas encuentren en Marte algo tan claramente vivo como las bacterias del lago Pavilion, pero podría haber restos de microbialitos muertos. Los paleontólogos han descubierto fósiles estratificados de microbialitos, conocidos como estromatolitos, en Australia, Groenlandia y la Antártida, entre otros lugares. Algunos de los presentes en Australia occidental se remontan 3.500 millones de años, no mucho tiempo después de que la Tierra fundida se solidificase por primera vez. Si unos microbios por el estilo aparecieron en Marte durante un periodo parecido, pero murieron (o se trasladaron bajo tierra) cuando el planeta se secó, podría haber fósiles similares.
Actualmente, el agua en la superficie de Marte parece efímera y muy salada, pero no siempre fue así. “Si alguna vez hubo agua en abundancia [en Marte], y en la superficie hay indicios de sobra, es probable que estuviese congelada”, explica Rivera-Hernández. Eso hace que los lagos de agua fría de la Tierra resulten de particular interés para quienes estudian la vida marciana. El lago Pavilion se congela cada invierno, y puede que incluso estuviese cubierto de hielo todo el año durante la última glaciación. Algunas estructuras de microbialitos parecen lo bastante antiguas como para haber sobrevivido a esa congelación.
La vida no se limitó a crear el aire que respiramos: ir a cualquier lugar y observar cualquier elemento de la Tierra es ver un entorno creado por la vida
En los 72 años transcurridos desde la publicación del libro de Schrödinger, los científicos han hecho grandes avances en la comprensión del funcionamiento de la vida, pero seguimos sin tener una definición clara de qué es la vida. La evolución forma parte de ella, así como el concepto relacionado de transmitir información genética de una generación a la siguiente. El metabolismo también es una parte de la vida, y altera el equilibrio químico de su entorno de una forma que, de lo contrario, no se produciría. Pero mientras que algunos elementos están claramente inanimados y otros claramente vivos, hay una región tenebrosa entre ellos.
Se trata del reino de los virus y de unas proteínas infames conocidas como priones, famosas por provocar la encefalopatía espongiforme bovina (o enfermedad de las vacas locas). Los virus tienen ADN o ARN, pero necesitan invadir las células para reproducirse. Los priones tienen la peculiaridad de que pueden transmitir información y reproducirse sin ADN, secuestrando otras proteínas que, para más inri y mayor daño, están en el tejido cerebral. Los virus y los priones suelen ser nocivos, pero algunos tipos de levadura se benefician de los priones, y los mamíferos usan el virus ADN para evitar que las madres rechacen a los fetos. No están vivos en un sentido estricto —no crecen ni se multiplican si no se unen con otro organismo—, pero pueden mutar y evolucionar por la presión de la selección natural.
“Está claro que [un virus] tiene la capacidad de seguir los principios evolutivos darwinianos, pero no sin una célula anfitriona”, explica David Lynn, de la Universidad Emory. Para él, lo que está vivo y lo que no lo está forman un continuo: “Hay una transición en la que podríamos distinguir unos elementos capaces de evolucionar químicamente y otros capaces de hacerlo biológicamente”. En otras palabras, hay una línea borrosa entre lo que requiere un catalizador exterior —una célula anfitriona, el tejido cerebral— para evolucionar, y lo que puede evolucionar y reproducirse por sí mismo. En algún momento, unos procesos químicos inanimados cruzaron dicha línea y se volvieron claramente vivos.
Lynn reflexiona mucho sobre la información bioquímica que transportan las moléculas complejas y sobre cómo entender la evolución en ese contexto. Con ayuda de sus colaboradores, investiga si las proteínas (que, en un sentido químico, son cadenas relativamente largas de moléculas orgánicas usadas para construir células) podrían almacenar y transmitir la misma información que las moléculas genéticas sin necesidad del ADN o el ARN. Sin embargo, habida cuenta de que tanto el ADN como las proteínas son complejos, la pregunta es si, en la historia de la vida en la Tierra, hubo algo que allanase el terreno para la aparición de esos compuestos químicos complejos.
El pequeño lago de Pavilion, en Canadá, es uno de los lugares donde podemos aprender a hacernos esas preguntas. Los investigadores del lago, desde los bioquímicos que trabajan con el AXN hasta los astrobiólogos que buscan vida en otros mundos, intentan comprender las adaptaciones de la vida usando los procesos químicos y los materiales en cada lugar.
Hoy en día, las bacterias como las que viven en el lago Pavilion rara vez crean estructuras microbialíticas; aunque este es un poco más alcalino y tiene un contenido mineral más alto que otros lagos cercanos, no hay motivos claros que justifiquen la existencia de esas estructuras. “¿Qué permite a los microbialitos vivir en este lago? ¿Qué tiene de especial?”, se pregunta Darlene Lim, investigadora jefe en el lago Pavilion. “Es una cuestión harto compleja, y hay que abordarla desde muchas perspectivas”.
Toda la vida en la Tierra tiene un ancestro común en el remoto pasado geológico. Sin embargo, puede que la vida tal y como la conocemos coexistiera antaño con otros elementos bioquímicos. De ser así, con el paso del tiempo nuestros primeros ancestros tuvieron más éxito que los organismos basados en estructuras moleculares alternativas, y usaron y configuraron el entorno hasta que las otras formas de vida se extinguieron. La cuestión da que pensar: no hablamos de la muerte de una especie, sino de toda una vía que se podría haber desarrollado hasta dominar el planeta si la historia hubiese tomado otro rumbo.
Estos “podrían haber sido” y “nunca fueron” no son meras especulaciones. En Marte, Europa y miles de exoplanetas clasificados, la gama de posibilidades químicas podría ser inmensa. No podemos permitirnos dar por sentado que toda la vida sigue el mismo camino que tomó, biológica o químicamente, en la Tierra.
“¿Qué es la vida?” no es una sola pregunta y no tiene una sola respuesta. Quizá tampoco la necesite. Los sabios como Charles Darwin no se detuvieron en estas diabluras filosóficas.
“¿Qué es la vida?” no es una sola pregunta y no tiene una sola respuesta. Quizá tampoco la necesite. Los sabios como Charles Darwin no se detuvieron en estas diabluras filosóficas
Una alta chimenea de roca despunta en la ladera de la montaña que domina el lago Pavilion. Los Ts’kw’aylaxw, uno de los pueblos originarios de Canadá, cuyas tierras abarcan toda la zona, cuentan que ahí vive un gran dragón que vigila a los niños que juegan en el lago. Las cianobacterias son, en cierto sentido, retoños de la vida primigenia. Pero también son modernas, como todas las formas de vida, y se adaptan a su entorno a través de las fuerzas de la evolución. Y, por vaga que sea la definición, eso es la vida: lo que modela, lo modelado, lo que no para de evolucionar.
Este artículo se publicó por primera vez en Mosaic y se publica de nuevo aquí con una licencia de Creative Commons.
Editor: Mun-Keat Looi
Verificación de datos:Francine Almash
Corrección de estilo: Kirsty Strabridge
Traducción: News Clips.
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