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EN TERAPIA
Columna
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El primero

He tenido varios terapeutas; a unos los dejé yo, otros me dejaron. De todos me acuerdo

He tenido varios terapeutas; a unos los dejé yo, otros me dejaron. De todos me acuerdo, pero a quien más recuerdo es al primero. Sucede como en el amor: el primero, para bien o para mal, nunca se olvida. Era un hombre mayor y sensato, al que le gustaba hablar. Quizá le gustaba demasiado para ser terapeuta, pero ese es un gremio donde las excepciones a la norma son norma. Era impuntual y tranquilo hasta la exasperación; a menudo, en plena consulta, sacaba un vial de suero de un bolsillo de su chaqueta y con parsimonia inclinaba la cabeza hacia atrás y se echaba gotas en los ojos. Yo callaba y miraba fascinada cómo se secaba con la corbata las gotas que caían por sus mejillas. Una tarde lo encontré extrañamente inquieto. A bocajarro me contó que se estaba separando de su mujer. “Vaya, lo siento”, le dije, “tal vez sea mejor que vuelva otro día”. Pero él no me escuchaba, inmerso en su historia: se había enamorado de la viuda de un neurólogo y su esposa, muy enfadada, no quería darle el divorcio. Sonrió con picardía y dijo: “Está muy rica”.

Durante las siguientes semanas, canceló nuestras citas. Por fin, me llamó para reanudar la terapia en su nueva consulta: el hall de un apartotel. Era un espacio amplio y acristalado, decorado en tonos grises y con algunos sillones de cuero negro. Tras contarme que vivía allí desde que su mujer le echara de casa, inició la consulta. Los huéspedes que pasaban a nuestro lado debieron de creer que éramos un padre y una hija charlando de sus cosas.

Luego desapareció para siempre.

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