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Hechicero Bowie

Visionario y camaleónico. Agitador y provocador. Toda una vida dedicada a crear nuevos 'Bowies': los construía, los alimentaba y los asesinaba Ahora, más tranquilo, evoca en su nuevo disco, 'Reality', las calles de Nueva York. En esta historia habla sin tapujos de la familia, la política y la música

David Bowie en 1980.
David Bowie en 1980.Marty Lederhandler (AP)

Treinta minutos con David Bowie. ¿O con el Duque Blanco? ¿O con Ziggy Stardust? El tiempo es efímero cuando uno se sienta frente a esta trinidad de personajes englobados en una sola persona. La complejidad que ha marcado toda su carrera también marca a su protagonista. Por eso, la conversación con él (o con ellos) podría ser inagotable.

Pero ya no estamos en los setenta, cuando existía la posibilidad de escarbar en el interior de los artistas sin límite de tiempo. Ahora todo está programado al minuto, "lo justo para que todos los medios se lleven una pequeña parte del pastel", dice su jefe de prensa. Y los medios son tantos que hay que conformarse. "Lo sé, es terrible. Pero es la pequeña parte de la industria del ocio a la que aún tengo que jugar. O lo tomas o lo dejas, y nadie se plantea rechazar información porque ésta pueda no estar a la altura. La consecuencia inmediata es que hay tal saturación informativa que para el público resulta muy difícil saber lo que está pasando en realidad. Cada momento se reemplaza tan deprisa por el siguiente que todo se convierte en una sucesión interminable de pequeños ahoras. Tener una visión global de la actualidad es casi imposible". Con este honesto planteamiento de Bowie, se siente la imperiosa necesidad de iniciar la carrera contra el tiempo para intentar acercarse a este británico camaleónico que en septiembre edita su disco número 26, Reality.

Muchos de los anteriores se han ganado un espacio en la historia de la música. The man who sold the world , The rise and fall of Ziggy Stardust and the spiders from Mars , Low o Heroes marcaron la década de los setenta, revolucionándola paralelamente a otros artistas con los que compartió más que escenario. The Rolling Stones, John Lennon, Marc Bolan, Lou Reed, Iggy Pop o Brian Eno han sido algunos de sus colaboradores y amigos. Pero los músicos no son los únicos que han querido un trocito de Bowie: Scorsese lo buscó para interpretar a Poncio Pilatos en La última tentación de Cristo, y Julian Schnabel le dio el papel de Andy Warhol en Basquiat .

Ha actuado en Broadway interpretando al Hombre Elefante, es un cotizado artista plástico con una colección de arte que incluye tintorettos y rubens y dedica parte de sus recursos a becar a artistas primerizos. Exploró el mundo de la danza y el mimo junto a Lindsay Kemp en la efervescencia del Londres de los sesenta, es un admirado letrista que ha coqueteado con la literatura y ha ejercido de periodista especializado en arte. Su curiosidad parece inagotable. Y su espíritu inquieto, de 56 años, aún pelea por exudar talento.

Toda su vida ha estado marcada por la búsqueda de nuevos Bowies, por el reciclaje perpetuo con el que abanderó su propia batalla contra la monotonía o la redundancia. Desde su nombre, David Robert Jones, que enterró en 1966 para transformarse en David Bowie, hasta sus ojos. Dos esferas de acentuada mirada felina que adquirieron tonalidades diferentes tras una pelea en Londres en 1962 con uno de los vocalistas de The Konrads, su primer grupo. Una de sus pupilas quedó dilatada para siempre, creando una sensación de color disímil entre sus dos ojos. Maestro en el arte de la reinvención, esta diferencia fue uno de los muchos atributos que explotó cuando construyó su primer alter ego, Ziggy Stardust, protagonista del disco homónimo.

El concepto creado en 1972 en torno al alienígena que llegó de Marte para anunciar el Apocalipsis, y que, tras convertirse en una estrella del rock, finalmente moría entre las garras de una jauría de fans, se había ido creando poco a poco. El precursor de Ziggy y de su ambigüedad sexual fue the man who sold the world, un hombre que aparecía en la portada del disco homónimo recostado en un sillón, maquillado y vistiendo un traje de mujer.

Baile de máscaras

Diego A. Manrique

El tópico presenta a David Bowie como el gran camaleón del pop: desde su debut discográfico en 1964, Bowie ha manejado elegantemente los más diferentes palos musicales. Ciertamente, no existe otro artista que haya encarnado tantos papeles públicos: lo de personalidad poliédrica se queda corto en el caso de David Robert Jones. Éstas son algunas de sus encarnaciones:

  1.  El guaperas pop. A mediados de los sesenta, David supo moverse por la industria del entretenimiento británica, donde es tradición que managers maduritos tomen bajo su protección a bellos especímenes juveniles. El protector de Bowie fue Ken Pitt. A diferencia de lo habitual, nunca se dejó manejar por su enamorado, que fue desechado cuando pasó su utilidad. El único consuelo del mecenas fue publicar, muchos años después, un libro, David Bowie: the Pitt report (la primera esposa, Angie Bowie, ya ha sacado dos tomos de confesiones de dormitorio).
  2.  El baladista continental. Hijo de su tiempo, Bowie se ha dejado arrastrar por el discurrir turbulento del rock, del hippismo al maquinismo. Pero también podría haber sobrevivido sin tocar una guitarra eléctrica: en 1969 hasta conoció los festivales mediterráneos de la canción. Sin el escudo de la ironía, interpretó en 1977 El tamborilero en compañía de Bing Crosby. Fue el primero en adaptar al inglés Comme d'habitude , el éxito de Claude François posteriormente inmortalizado por Frank Sinatra como My way, con letra de Paul Anka. Grabó canciones de la pareja Bertolt Brecht-Kurt Weill, en ratificación de su fervor por el Berlín de entreguerras (de su flirteo con el nazismo, mejor olvidarse: usaba demasiada cocaína).
  3. El divino ambiguo: El glam rock era una estética perfecta para Bowie, que se había formado en la danza y en el mimo bajo la mirada amorosa de Lindsay Kemp. Experto en maquillajes, aterró a su discográfica estadounidense cuando se presentó en 1971 con un hermoso vestido y una melena a lo Lauren Bacall. Su gran creación fue Ziggy Stardust (1972), apoteosis de la estrella del rock: bisexual, mesiánico, suicida.
  4. El 'soulman' blanco. La pasión de Bowie por la música negra tiene raíces profundas, incluso sexuales. En tiempos imperiales, David hubiera sido uno de aquellos aventureros que, protegidos por el pasaporte de Su Majestad Británica, se hacían nativos , ante la consternación del resto de los europeos. Hubiera cometido el pecado capital en la sociedad colonial: entregarse a la carne negra. En la vida real, la devoción por las mujeres de piel oscura le ha llevado a un feliz matrimonio con la modelo somalí Imán.
  5. El artista de vanguardia. Bowie ha explotado su conocimiento de las vanguardias del siglo XX, desde William Burroughs hasta Luis Buñuel. Sus grabaciones más ambiciosas están marcadas por la colaboración con otro explorador, el productor Brian Eno: la trilogía berlinesa de finales de los setenta y un proyecto abortado tras un disco, Outside (1995), en el que David encarnaba siete papeles. El mundo del arte ha acogido con entusiasmo a tan glamouroso aficionado, que incluso entrevista a pintores en revistas especializadas y es capaz de inventarse a un artista olvidado en un provocador juego de simulación.
  6.  El rockero duro. Hasta 1989 se creía que Bowie era infalible a la hora de metamorfosearse. Sin embargo, en una rara concesión al populismo, decidió ponerse al frente de Tin Machine, un cuarteto de rock duro en cuyo seno, contra toda lógica, insistía que no había jerarquías. Tal vez se adelantó a su tiempo: unos pocos años más y Tin Machine hubiera estado en la cresta de la ola del grunge. Pero tampoco: Bowie insistió en que actuaran trajeados.
  7. El hombre de negocios. Como en todas las sagas del rock, en la de Bowie también hay un manager que le desplumó, Tony DeFries. Pero David superó el costoso error y es ahora propietario de la parte más sabrosa de su obra, tanto en derechos editoriales como en grabaciones que relanza metódicamente. Eso le ha permitido vender participaciones en sus futuras ganancias, ante el asombro de Wall Street. Beneficio añadido: presumir ante su amigo Mick Jagger de sus habilidades financieras, que le han convertido en una de las estrellas con mayor liquidez.

Era abril de 1971 y Bowie viajaba por primera vez a Estados Unidos, con el polémico vestido, que fue censurado de la portada de la edición americana del disco. Pero a Andy Warhol, a Lou Reed y a Iggy Pop, el look andrógino y subversivo de Bowie les fascinó, y el británico se convirtió en uno de los acontecimientos del underground neoyorquino. Y eso que el ser ambiguo y provocativo que anunciaba abiertamente su bisexualidad ante un mundo que aún luchaba por aceptar el amor libre que los hippies reclamaban sólo había tenido un gran éxito en su carrera, Space Oddity, la canción que utilizaron como banda sonora las televisiones del planeta para radiar la mítica llegada del hombre a la Luna.

Aquel tema, incluido en su primer álbum en solitario, David Bowie, le había hecho saborear esos 15 minutos de fama a los que, según Warhol, todo hombre tenía derecho. Pero Bowie quería más. Fue un visionario y supo que para que se prestara atención a su música, un experimento entre rock y pop, que definió como plastic soul, tendría que hacer ruido mediático, escandalizar. Y así nació Ziggy Stardust. Lo catapultó al exterior en una serie de conciertos donde los trajes, obscenos, lujuriosos, femeninos, unidos a las coreografías de Lindsay Kemp, convulsionaron el mundo de la música. Se había convertido en el rey del glam rock.

Hoy, en cambio, Bowie no se identifica ya con Ziggy -a quien mató sobre el escenario en 1973 antes de que el personaje devorara a la persona- ni con ninguno de los otros Bowies que ha construido, alimentado y asesinado a lo largo de toda su carrera. "Ya no necesito saber quién soy. Solía creer que tenía que ser algo definido, pero cuanto más mayor me hago, menos me importa la forma en que la gente me vea. Ser un personaje ya no es una necesidad, como tampoco lo es que me llamen músico o artista o escritor".

Y parece sincero. No hay nada en su apariencia exterior ni en su actitud que haga pensar que quiere que otros le demos algún calificativo concreto. Su sencillo corte de pelo -donde las canas brillan orgullosas-, sus vaqueros estrechos y su camiseta negra no esconden trucos, son claros como su conversación. No le da vergüenza reconocer que el Bowie de 2003 es, básicamente, un feliz padre de familia cuya única preocupación es estar con su hija de tres años, Alexandria Zahra.

La pequeña, nacida de su matrimonio con la modelo somalí Imán, a la que lleva unido más de una década, es también la responsable de que el cantante hoy luche por abandonar el nihilismo que siempre le ha caracterizado. "Intento mirar a través de sus ojos, es un enfoque diferente, que no conocía, que me está ayudando a ser más optimista. Y me siento muy satisfecho de estar aprendiendo", afirma.

Cuando habla de ella, su rostro adquiere esa expresión inconfundible del padre primerizo. Pero no lo es. En 1971 nació su primer hijo, Zowie, a cuya madre, Angie, el grupo The Rolling Stones le dedicó la famosa canción del mismo título. "Me perdí sus primeros años de vida porque siempre estaba de gira y no disfruté de su infancia como con Alexandra. Ser padre ahora está siendo un nuevo reto".

No obstante, y a pesar de la carga positiva que le otorga el redescubierto instinto paterno, Bowie aún siente contradicciones interiores y no se permite abandonar la duda y el escepticismo que tantas veces ha reflejado en sus letras. "No puedo evitar mantener una cierta mirada posmoderna hacia el planeta. Mi corazón cree que ya no hay posibilidad de sorprender, que todo está hecho. Pero mi otro lado me dice que hay esperanza, que siempre hay algo nuevo que hacer y por lo que luchar. Estoy atrapado entre esos dos yos, lo cual es muy posmoderno", comenta mientras se ríe de su propia reflexión.

En 'Reality' se compaginan ambas visiones. "Pero no sé si puedo decir que haya un hilo conductor entre ellas. Para mí, cada álbum es parte de mi proceso de creación constante, que no se frena o acelera en función de mis compromisos discográficos. Ahora sigo escribiendo y hace ya meses que terminé el disco. Lo que ocurre es que los temas nacen en contextos diferentes, y eso es lo que impregna la música. Mi álbum anterior, Heathen, lo compuse en las montañas, y quizá por eso destilaba una cierta melancolía, una sutileza espiritual que no se produce en Reality. Este disco se gestó en Nueva York, en el sur de la ciudad, y lo que transmite es la pulsación de la calle, esa sensación de tensión permanente que mueve a sus ciudadanos".

Nueva York le adoptó en los primeros setenta y allí estrechó lazos con Lou Reed, Iggy Pop, William Burroughs y otros artistas. Sus impresiones sobre aquella América quedaron plasmadas en otro de sus grandes discos, Aladdin Sane, que llegó con el personaje consiguiente y más tarde en Young Americans. Ahora, en alguno de los siete temas originales de Reality (otros dos son versiones de sí mismo; otro, del tema de George Harrison Try some, buy some y del Pablo Picasso de Jonathan Richman), su mirada no puede evitar posarse en el 11-S: "Hay una sensación de abandono que no había antes de los atentados. La euforia con la que se vivía en Nueva York se ha desvanecido, se palpa cierta precaución, una sutil ansiedad en los ojos, una especie de miedo velado. Es como si la gente sintiera que se ha abierto una línea divisoria, que lo que ocurrió podría ser el principio de otras cosas y que ya no hay vuelta atrás. Es como si el neoyorquino se estuviera preparando para un futuro cataclismo, que es una sensación parecida a la que se vivía en el Berlín anterior a la caída del muro, donde en el día a día subyacía una tensa espera".

En cantante en una actuación en Estados Unidos en 1983
En cantante en una actuación en Estados Unidos en 1983Roger Ressmeyer (CORBIS)

La comparación con Berlín no es casual. Fue la ciudad a la que se trasladó en 1976 huyendo, entre otras cosas, del abuso de cocaína que había marcado sus años en Estados Unidos. Entonces dijo que estuvo a punto de perder la cabeza, casi igual que su alter ego Ziggy Stardust, en quien años más tarde se inspiraría Todd Haynes para su película Velvet Goldmine . Bowie llegaba a Berlín con un nuevo personaje, el Duque Blanco, que había sustituido a Stardust y Aladdin Sane. Era un ser opuesto al glamour de aquéllos. Rubio platino, camisa blanca, pantalón negro, chaleco y paquete de Gitanes. Pero siempre inquietante, conflictivo, magnético, con un fondo de vulnerabilidad. En Berlín, el Duque se fue disolviendo mientras un nuevo Bowie escarbaba en sus entrañas para recuperar la conciencia de sí mismo. De aquella búsqueda nació uno de sus mejores discos, Low, que compuso junto a Brian Eno.

En esa misma época, Bowie comenzó a tomar las riendas de sus negocios, tras pelearse con su manager y darse cuenta de que perdía dinero. Esa nueva parte de Bowie se hizo adulta y astuta, hasta que en 1997 dio el paso más rentable de toda su carrera: salir a la venta en Bolsa. Bowie se convirtió en la primera estrella del rock que ofrecía obligaciones de sí mismo, respaldadas por sus royalties. "Fue un golpe impresionante. Gané millones (más de 50). Obtuve por adelantado el dinero que debería ganar después de muerto con los derechos de mis canciones. Y sigo siendo el propietario de mis temas. En 2007 vuelven a mis manos. Aunque quizá debería haber esperado a estar muerto, porque uno no sabe adónde va cuando esto se acaba, y teniendo en cuenta los precios que hay ahora en la Tierra…".

Se ríe con sorna. A Bowie le gusta reírse de sí mismo. Lo hace varias veces a lo largo de la conversación, como si no se tomara del todo en serio. Si uno bucea entre las muchas entrevistas que ha concedido, no es raro encontrar la palabra "mentiroso" entre ellas, pero no porque mienta deliberadamente, sino porque reconoce cambiar de opinión constantemente, y si uno cita frases de otras entrevistas, no es raro que en la siguiente lo niegue todo rotundamente. Por ejemplo, en varias publicaciones de los setenta afirmó ser un entertainer. "No es cierto, yo no tengo nada que ver con la industria del entretenimiento. Puedo mirar hacia ese mundo desde la periferia, no soy parte de una moda, ni conozco otros entertainers ni me relaciono con ellos…". Aunque vive de la industria… "Sí, pero intento mantenerme alejado de ella. Creo que es muy peligroso para un artista, mejor dicho, creo que es muy peligroso para mí dejarme engullir por ese mundo. Mira a Britney Spears, mira a Beyoncé, la forma en que cantan, en que se mueven… todo estudiado y coreografíado por otras personas. Es aterrador. Para poder escribir con algo de calidad, tengo que mantenerme al margen de todo eso".

Este disco se gestó en Nueva York, en el sur de la ciudad, y lo que transmite es la pulsación de la calle, esa sensación de tensión permanente que mueve a sus ciudadanos

Pero tras apretarle un poco, Bowie reconoce su participación en el mundo del espectáculo. "Entre el 83 y el 87. Creo que fue el único momento en que la industria y yo nos dimos la mano, aunque nunca fue una amistad con visos de consolidarse. Sentía la presión de las expectativas puestas sobre mí e intenté no defraudar. Fue un error. Por primera y única vez en mi vida escribí para una audiencia, y eso es el beso de la muerte; la única manera de ofrecer calidad es escribiendo para uno mismo".

El periodo al que se refiere es el más comercial de su carrera, el de discos como Tonight o Never let me down, a los que acompañaron giras mastodónticas como Glass Spider, una superproducción tras la que Bowie decidió retirarse e iniciar un grupo en el que él ya no sería el protagonista, Tin Machine. "Ese periodo fue mágico, conseguí resituarme nuevamente y disfrutar de mí mismo como creador", explica. Decepcionó a sus fans, pero se reencontró a sí mismo, un leit motiv que parece ser el único a seguir desde entonces.

En los noventa volvió a editar en solitario, pero manteniendo esa pauta e intentando innovar también en otros ámbitos como Internet. Su página web, Bowienet, se ha llevado varios premios. En ella ha colgado, entre otras cosas, la polémica exposición del británico Damian Hirst. Ha grabado canciones en directo a través de la Red, tiene un proveedor propio e incluso una radio en la que emite música para niños, inspirada, por supuesto, en su hija. "El mundo de la música se ha revolucionado gracias a la Red. Sospecho que la industria discográfica está a punto de colapsar y en unos años no existirá. Las discográficas están asustadas, no saben hacia dónde ir. Pero no podrán evitar que la música sea gratuita, adquirirá el mismo estatus que el agua o la electricidad, algo que complementa y que es parte de tu vida diaria, pero que no es una pieza de información preciada como podía serlo hace treinta años. Se percibe de forma diferente. Es como la fotografía: cuando nació era algo especial, las familias se reunían una vez al año para fotografiarse, tenía un carácter de ritual que se ha ido perdiendo, y ahora… ¡las cámaras son de usar y tirar! Eso mismo va a ocurrir con la música. Hasta la noción de lo que se hace con ella -cortar, pegar y remezclar en casa- es completamente distinta. Por eso creo que lo que se van a revalorizar son los directos. Quizá por eso haya este revival de viejos grupos tomando los escenarios, porque sabemos qué darle al espectador, no hay nada que pueda reemplazar la experiencia catalizadora de un concierto".

Estas palabras se añaden a sus visionarios anuncios, que le han hecho ganarse con los años la fama de ser un hombre que vive diez años por delante del resto. "No lo creo, sospecho que el problema es que hay demasiada gente que vive con diez años de retraso respecto a la realidad", dice jocoso. Una de sus premoniciones fue la canción Loving the aliens, del año 1994, en la que hacía referencia al conflicto palestino-israelí poniéndolo en términos de Oriente frente a Occidente. "Oriente Próximo siempre ha sido un polvorín a punto de estallar. El problema es que cuando escribí aquel tema, Estados Unidos no pensaba que fuera un problema importante porque no afectaba a su vida diaria. Pues ¡sorpresa! Ahora sí que os afecta", dice con cierto rintintín.

Mide mucho las palabras al hablar sobre la guerra al terrorismo que ha emprendido George W. Bush, pero no se muerde la lengua. "Me da la sensación de que el manifesto que Bush está siguiendo no está determinado necesariamente por el 11-S, sino que se gestó años antes por gente como Cheney o Wolfowitz, lo cual te obliga a preguntarte qué es lo que busca realmente esta Administración. Estados Unidos es una nación dividida en grupos religiosos, políticos, culturales… En Oriente Próximo lo que hay es una religión subdividida en naciones, lo cual es muy complejo, es la antítesis absoluta. Pero el tipo de guerra que este Gobierno ha emprendido delata su ignorancia respecto a cualquier periodo histórico del islam, por eso no saben qué pasos dar. Pensaban que los iraquíes abrazarían la democracia automáticamente, cuando en Oriente Próximo la Iglesia y el Estado han permanecido unidos desde el siglo VII. El concepto de democracia nunca ha sido importante para ellos porque no la han vivido como nosotros. Por eso lo natural es que ahora quieran un líder acorde con un país musulmán, y en Estados Unidos no lo comprenden porque no se han preocupado de entenderlos".

La familia de su mujer es musulmana, por lo que el tema le toca de cerca. Una pincelada pesimista cierra su análisis sobre la actualidad mundial: "Los políticos solían ser los mejores actores, incluso más que las estrellas del rock. Pero han dejado de actuar, te escupen en la cara abiertamente sus ambiciones, da mucho miedo". A pesar de la positividad que dice haberle conferido su hija, nada parece darle muchas esperanzas. "En la actualidad hay muy buenos músicos, pero es difícil encontrarlos porque la industria no les deja salir a la luz y la radio es un auténtico insulto. Hace años descubrí muy buenas bandas a través de la radio, pero ahora es sólo un instrumento más para obligarte a comprar lo que quieren que compres. Los músicos jóvenes lo tienen mucho más difícil que los de mi generación".

Según Bowie, ocurre lo mismo con los vídeos musicales, de los que él fue un maestro en los ochenta y a los que ha renunciado porque, dice, ya no son parte del rock. "Son parte de la publicidad, y como en ésta lo que prima es el sexo, en los vídeos sólo se vende sexo, desesperadamente. Se ha degradado terriblemente. La libertad sexual que se está viviendo ahora ha sido fagocitada por la publicidad, y de ahí ha saltado a todos los medios de comunicación".

Treinta minutos con David Bowie. El tiempo ha expirado. El Camaleón se ha salvado de ser inquirido sobre su propia utilización de la sexualidad durante su lanzamiento. Son las desventajas de un mundo en el que, como él afirma, "ya no nos dejan tiempo para profundizar en la realidad y sus personajes".

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