Regreso a Brigadoon
Hace unos años habría apostado a que en Cataluña había menos tontos y pueriles y cerriles que en muchos otros sitios
Llevado por la actualidad, la otra noche me pareció oportuno volver a ver Brigadoon. Como hoy las generaciones jóvenes sienten poca curiosidad por lo que no es estrictamente coetáneo de ellas, y lo último que hacen es asomarse a películas clásicas (quizá con la excepción de Psicosis y alguna otra), no estará de más que explique qué es Brigadoon. Es un musical de Vincente Minnelli de 1954, año en el que transcurre la acción. Dos improbables cazadores neoyorquinos (Gene Kelly y Van Johnson) se pierden por los montes y bosques de Escocia. De pronto ven surgir entre las brumas un pueblo que no figura en los mapas, y hacia él se dirigen. Es un sitio extraño, en el que la gente viste anticuadamente (bueno, más bien como escoceses de opereta, que es lo que la película es).
No ha sido la catalana la sociedad menos próspera, ni la más inculta, ni la más oprimida
Son recibidos con sorpresa pero no mal, y entre las jóvenes del lugar está Fiona (la elegante bailarina Cyd Charisse). La población es idílica, apacible y feliz. Todo el mundo se lleva bien, no hay conflictos, la plaza del mercado es simpática y animada y los habitantes tienen fuerte propensión a cantar y bailar (danzas escocesas estilizadas, claro está). Las mujeres llevan favorecedores vestidos pseudocampesinos y los hombres kilts, pantalones estrechos a cuadros e indefectibles plumas en sus gorros. Todo es armónico, pero los cazadores descubren una Biblia familiar según la cual están en 1754, dos siglos atrás. Escamados, preguntan. El único autorizado a contarles la verdad es Mr Lundie, una especie de beatífico prócer del lugar.
Mr Lundie vive apartado, como es de rigor, y mientras narra su “increíble historia” suenan de fondo unos cánticos cuasi celestiales. En 1754, relata, un gran peligro se cernió sobre Brigadoon, y el párroco imploró a Dios que obrara el milagro de hacer desaparecer el pueblo de la vista de todos para que las amenazantes “brujas” pasaran de largo y no lo pudieran invadir. Dios (o no sé si uno de sus múltiples intercesores) aceptó, y dictaminó que, para que no se evaporara del todo y para siempre, Brigadoon podría emerger y hacerse visible un día cada cien años. Eso sí, la condición para preservarlo sería que ninguno de sus habitantes lo abandonara nunca. Así, si alguien cruzaba el puente, por ejemplo, se desvanecería definitivamente sin dejar rastro.
Según el relato, para los brigadoonenses sólo han transcurrido dos días desde el milagro (ellos se acuestan y levantan con normalidad), pero para el resto del globo han pasado doscientos años. Eso no casa bien con el hartazgo que manifiesta algún lugareño, para el que en efecto parece que llevaran dos siglos en ese plan. Pero la mayoría está feliz: invisibles, indetectables, aislados de todo lo exterior, sin aparecer en los mapas, una sociedad encerrada en sí misma, armoniosa, amable, bondadosa y autosuficiente, conservada en almíbar, inmune al espacio y al tiempo del mundo que sigue su atormentado curso.
¿Cómo puede haberse persuadido al 47% de una sociedad evolucionada del siglo XXI de creer en los cuentos de hadas?
No es el único lugar de estas o parecidas características en la ficción, sobre todo en la cinematográfica. Están el valle de Siete novias para siete hermanos de Donen, la mítica Shangri-La de Horizontes perdidos de Capra, donde nadie envejecía aunque hubiera cumplido trescientos años (eso sí, de nuevo, si no salía de la ciudad), o la Comarca de Tolkien. No muy distinto, aunque menos pacífico, era Kafiristán, donde el sargento Daniel Dravot fue convertido en rey en el cuento de Kipling (y en la película de Huston basada en él) El hombre que pudo reinar. Son estupendas y encantadoras historias, y todos hacemos bien en disfrutarlas y en añorar mundos así … mientras duran la lectura o la proyección. Y aunque los jóvenes no las conozcan directamente, estas ensoñaciones se transmiten –se transmite su idea– de generación en generación. En todas partes hay gente lista y tonta, buena y mala, razonable e irracional, escéptica e ingenua, pero hace unos años habría apostado a que en Cataluña había menos tontos y pueriles y cerriles que en muchos otros sitios. No ha sido la catalana la sociedad más elemental, ni la menos formada, ni la menos próspera, ni la más inculta, ni la menos viajada, ni la más oprimida (en contra de lo que opina a través de su impenetrable flequillo la diputada de la CUP Anna Gabriel, según la cual “bajo la opresión española vivimos una vida que no vale la pena ser vivida”; habría que preguntar cuál es su idea de la opresión a quienes sufren la tiranía del Daesh, por ejemplo).
Por eso es tanto más sorprendente que una parte considerable haya creído en la fábula de Brigadoon: una Cataluña independiente y enajenada (lo estaría del mundo, no sólo de España) sería un paraíso de riqueza y bienestar, de sentimientos puros y solidarios, de personas en armonía dedicadas al baile y a los castellers, sin corrupción ni delitos, con justicia social y protección de los débiles, entregada al estudio y a las artes, y en perpetua comunión de intereses. ¿Cómo puede haberse persuadido al 47% de una sociedad evolucionada del siglo XXI de creer en los cuentos de hadas? Y además se olvida que, en la realidad, esos ideales y fantasías benéficos de pueblos aislados e impermeables al exterior suelen adoptar la forma de pesadillas infernales, como la Albania de hace treinta años o algunos países asiáticos que, dicho sea de paso, también gustan mucho de las coreografías a la Forcadell. No a la Minnelli, ay, ni a la Gene Kelly con Cyd Charisse.
elpaissemanal@elpais.es
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