Bollos
Ninguna frontera ha frenado nunca ni podrá frenar la desesperación
Desconfíen de las apariencias, porque no es un fenómeno nuevo. A lo largo de la historia ha sucedido muchas veces, y siempre de manera semejante. Nuestra sociedad está absorta en sus propios, pequeños problemas, ni más ni menos que otras sociedades ricas, decadentes. El Parlamento catalán pretende declarar la independencia. Se multiplican las zancadillas, los besos de Judas, las sonrisas de plástico que anticipan el clima de la campaña electoral. Los líderes políticos están absortos en las cifras del paro y las encuestas, en el color de la camisa que mejor les sienta y el dilema de presentarse o no con corbata. Sus electores se ponen a dieta, se apuntan al gimnasio, deciden dejar de fumar o se hacen militantes de la carne roja. Son inocentes de sus decisiones, porque desde sus casas aún no se escucha el clamor, el llanto y los gritos que estremecen al sur, que estallan en el este. Cuentan que María Antonieta preguntó por qué gritaba la plebe el día que el estruendo atravesó al fin los muros de Versalles. Piden pan, majestad, le respondieron. ¿No tienen pan?, pues que coman bollos... Y siguieron su consejo. Las masas hambrientas arrasaron su palacio, vaciaron su despensa, se comieron sus bollos y la llevaron al cadalso. Así fue y así será, porque son muchos, y son humanos, y tienen mucha hambre, muchos hijos, nada que perder. Antes o después entrarán por la fuerza, miles, decenas, centenares de miles, millones por el sur y por el este. Ninguna frontera ha frenado nunca ni podrá frenar la desesperación. Y a partir de entonces, nada tendrá importancia, ni la independencia de Cataluña, ni las grandes coaliciones, ni el cambio, ni el recambio, ni el requetecambio, nada en absoluto. Sigan ustedes mirándose el ombligo.
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