Cuando pesa lo ligero
Uno se pregunta por qué ha habido un retroceso generalizado del entendimiento y el sentido común
Muchos de los que leemos el periódico en papel estamos acostumbrados a empezar por lo malo: política nacional e internacional, opinión pesimista o peregrina o (qué alivio) a veces balsámica; economía, sucesos, salud (casi siempre mala y desalentadora, cuando no alarmante). Luego aparecen las secciones más amables o sosegadas, o menos indignantes, aquellas que no nos suelen dar sobresaltos ni disgustos: sociedad, cultura, espectáculos, deportes, algún cotilleo o curiosidad. Uno agradecía asomarse a esas esferas de relativa armonía, o por lo menos de inocuidad, tras pasar por las atrocidades cotidianas, las sandeces, corrupciones e irresponsabilidades de demasiados políticos, los amenazantes vaivenes laborales y financieros y la ristra de asesinatos individuales, cometidos cada uno en un lugar. Por eso, a mí, me dice más sobre el estado del mundo lo que traen y reflejan esos ámbitos “ligeros” que las noticias “de peso”, que siempre han sido preocupantes o directamente horribles y lo seguirán siendo siempre.
Lo que me hace ver nuestra época como particularmente tenebrosa no son las salvajadas del Daesh (que también), ni la crisis de los refugiados, ni que Donald Trump y Putin cosechen más entusiastas cuanto más rebuznan, ni la furia sádica de los cárteles mexicanos, ni la dictadura chavista ni el auge de Le Pen, ni la tabula rasa que Rajoy parece tener por cerebro, ni la posesión de Artur Mas (que cada vez se cree más Napoleón, como si fuera un loco de chiste anticuado; sólo que éstos acostumbraban a estar encerrados), ni la tontuna parvularia de sus cerrajeros de la CUP (de ellos depende que pueda utilizar su llave). Con todo esto uno ya cuenta. Con que los países a menudo los rigen deficientes, sanguinarios o no, y aspiran a regirlos otros deficientes, elegidos en las urnas o no. Lo que me indica la gravedad de la situación es comprobar que las irritaciones y estupefacciones no terminan donde deberían sino que se extienden hasta esas secciones inofensivas y las invaden, normalmente de estupidez, con ocasionales gotas de envilecimiento.
No quiero ni pensar la que le habría caído hoy a Marlon Brando, que en 1956 hizo de japonés en La casa de té de la luna de agosto
Llega uno a Cultura y con frecuencia se encuentra a palmarios farsantes a los que se dedican páginas injustificables. Llega a Deportes y lo que allí lo aguarda son los amaños del nefasto Blatter y sus acólitos, o la enésima pitada a Piqué por parte de cenutrios que ni siquiera saben por qué le pitan, como antes se abucheaba a Casillas por ser sobresaliente y haber rendido incomparables servicios a su club y a su selección. Llega a Espectáculos y se topa con noticias como esta: en pocas horas se han recogido 95.000 firmas en “la Red” protestando porque en una nueva película relacionada con Peter Pan se ha encomendado la encarnación de la Princesa Tigrilla a una actriz blanca y no a una “nativo-americana” –india piel roja, para entendernos–, puesto que ese personaje de fantasía pertenece a dicha raza. No es el primer caso de “ofensa”, cuenta Irene Crespo: la pecosa actriz Emma Stone pidió disculpas (!) por haber interpretado a una piloto mitad asiática y mitad hawaiana. Ridley Scott se la cargó por no contar con actores árabes para Éxodo, que transcurría en Egipto … en los tiempos de Moisés. ¿Y cómo se atrevió Johnny Depp con el papel del amigo indio del Llanero Solitario, siendo él caucásico a más no poder? Según esto, Macbeth sólo lo podrían hacer actores escoceses y Hamlet, daneses. Y Don Quijote, manchegos. Y Don Juan, sevillanos. Y Quasimodo, jorobados de verdad. No quiero ni pensar la que le habría caído hoy a Marlon Brando, que en 1956 hizo de japonés en La casa de té de la luna de agosto. (Cierto que estaba para darle de bofetadas durante todo el metraje, como alguna vez más, pero esa es otra cuestión.)
Uno se pregunta qué ha pasado para que parte de la humanidad ya no distinga entre realidad y ficción, algo que la especie sabía hacer desde siglos antes de Cristo. O cuándo optó por el “realismo” a pie juntillas y decidió inmiscuirse en los criterios de los artistas y protestar por lo que éstos inventen. También cuándo dejó de entender que las instituciones y clubs privados tienen sus reglas y que nadie está obligado a pertenecer a ellos. Si para la Iglesia Católica abortar lleva o llevaba aparejada la excomunión, la opción es clara: si se forma parte de esa fe religiosa, o no se aborta o se expone uno a las consecuencias; lo que no tiene sentido es ingresar en ella, conociendo sus castigos, y pretender que éstos se modifiquen a conveniencia de cada interesado. Y sin embargo eso es hoy lo habitual. En la Real Academia Española es preceptivo llevar corbata, y yo lo sabía antes de entrar en ella. Si un día aparezco sin esa prenda, supongo que no me permitirán pasar y no armaré un escándalo por ello. Sabía a qué me atenía al aceptar.
Uno se pregunta por qué grandes porciones del mundo han dejado de entender lo que era fácilmente comprensible hasta hace cuatro días. Por qué ha habido un retroceso generalizado del entendimiento y del sentido común. Por qué no hay mayor placer que el de quejarse y protestar por todo, más cuanto más inexistente el motivo. Cuando la estupidez se apodera de las secciones amables del periódico; cuando éstas prolongan la irritación, en vez de apaciguar, es síntoma de que todo es ominoso y anda fatal. No es de extrañar que luego la gente vote o ensalce a idiotas, pirados o malvados, y que las secciones “de peso” nos hundan cada mañana el ánimo.
elpaissemanal@elpais.es
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