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Territorio Amenábar

Después de seis años de silencio, el que fue niño prodigio del cine español vuelve a las pantallas con 'Regresión', una cinta de terror que se estrena el 2 de octubre Satán, las sectas y el delirio ultrarreligioso sostienen la trama de un ‘thriller’ sobrio y oscuro ambientado en la América profunda y protagonizado por Ethan Hawke y Emma Watson

Elvira Lindo
Alejandro Amenábar regresa al suspense.
Alejandro Amenábar regresa al suspense.Jordi Socías

El niño grande creció. Amenábar ya no parece tanto el jovencito brillante y empollón que hizo películas renovadoras como un hombre enjuto, de aspecto saludable, ligero, cordial, que abre las puertas de su casa a la visita sin reservas y casi se diría que con la ilusión de que nada más entrar se haga un comentario sobre la tremenda perspectiva que ofrecen los ventanales de su salón. Como si fuera un cuadro, más valioso por estar a punto de ser rasgado, contemplamos el controvertido Edificio España, propiedad del empresario chino Wang Jianlin, que proyecta una imagen imponente y espectral; Alejandro hace notar que tras su fachada no hay un solo habitante, como tampoco parece haberlos en muchos de los edificios de la castigada plaza de España. Pero es en sí, esta decadencia, una metáfora de una ciudad tan abandonada como llena de vida, es puro cine, una atalaya ideal para que un director imagine futuras películas. “Por el otro lado del piso hay más”. Le sigo y me muestra entonces la mejor perspectiva de Madrid, la visión del oeste: el Palacio Real, la alegre cúpula de Santa Teresa y San José, la Casa de Campo, y algo tan difícil de cuantificar, por no existir sistema para medir la belleza, como es el cielo, lo mejor de la Villa, más aún cuando atardece. De cara a este ventanal se encuentra la mesa de su despacho. Una inspiración continua, le digo. “No creas, me despista, hay veces que tengo que bajar la persiana, y en realidad no he hecho una película desde hace seis años”.

Seis años han pasado desde que dirigiera Ágora, seis años en los que Amenábar fue acariciando la idea de una historia sobre Satán. No desde la perspectiva de los convencidos, que los hay, ni tomando como referencia las prolijas enciclopedias dedicadas al personaje, como The Satanic Bible, de LaVey, o Satanism, sino centrándose en algo infinitamente más inquietante: la manera en que las creencias religiosas, con su rígida dualidad entre el bien y el mal, pueden llevar a mentes vulnerables a destrozar sus vidas y las de otros. De cómo el miedo a Dios, al demonio, al infierno puede afectarnos hasta el punto de arrojarnos a la más pura irracionalidad.

Las referencias cinematográficas de las que Amenábar quería nutrirse para contar su historia se concentraban en los años setenta y ochenta: La profecía, El exorcista, La semilla del diablo y, por encima de todas, Al final de la escalera. Películas de lenguaje seco, con personajes al servicio de una historia, de planos concisos y efectivos, no engolfadas todavía en el inagotable manantial de los efectos especiales. Son, al fin y al cabo, las películas que hicieron pasar miedo a su generación, y que él saboreó con el característico placer mórbido de los niños miedosos: “Era muy asustadizo, todo me daba miedo, la oscuridad, los pasillos, los fantasmas, levantarme por la noche para ir al servicio, pero al mismo tiempo me atraían las historias de terror”.

Fui un niño asustadizo, me daban miedo la oscuridad, los pasillos, los fantasmas…”

Sería imposible hacer referencia al título de la película, Regresión, y a parte de su argumento, sin explicar algo que sin duda inspiró a Amenábar, al menos como punto de partida. En el año 1984, una mujer, de la que luego se conoció su desequilibrio, acusó a Virginia McMartin, la dueña de la escuela infantil a la que asistía su niño de dos años, de haberlo violado y obligado a presenciar rituales satánicos. La policía, lejos de tomarse el caso con prudencia, escribió a 200 familias de alumnos y exalumnos para tratar de averiguar si había habido más víctimas. Los niños fueron sometidos a interrogatorios, con presencia policial, dirigidos por psicólogos que adoptaron con ellos la llamada terapia regresiva, que consiste en excavar en el pozo de la memoria del paciente hasta hacer que afloren recuerdos que, siempre según este método terapéutico, la víctima ha censurado. A las mentes infantiles solo les falta un pequeño empujón para bucear en la fantasía, y de aquellas sesiones surgieron imágenes de terror barrocas: bebés arrojados a los tiburones, animales sacrificados para engullir sus vísceras aún calientes, niños violados por monjas y curas con máscaras. El catálogo de escenas hace pensar, sobre todo, en cómo lograrían deshacerse las criaturas de todo ese infierno que habían construido con la ayuda de los adultos.

La terapia regresiva está hoy completamente en entredicho, pero en los años ochenta muchas circunstancias confluyeron para que se adoptara en casos de sospecha de abusos. El periodista Richard Beck, que acaba de publicar un ensayo sobre el asunto, We Believe the Children, opina que la derecha ultrarreligiosa americana favoreció el miedo de los padres a que en las guarderías los niños estuvieran siendo sometidos a rituales satánicos, porque el demonio, aunque visto desde aquí parezca inaudito, fue el protagonista de los miedos irracionales en esa década; también ciertas feministas, en su radical guerra contra el porno, extendieron la idea del adulto como potencial abusador, y a eso hubo que añadir la creencia de la ciudadanía conservadora que defendía a ultranza la crianza de los niños a manos de sus madres y no en brazos de extraños. De un lado y de su opuesto, las mentes exaltadas se conjuraron para crear una histeria colectiva.

El miedo y la sospecha llevaron a ese país, tan férreamente marcado por la religión, a destrozar familias, conducir a más de 200 personas a los tribunales y meter entre rejas a cerca de 100. Hoy se comienza a estudiar aquel fenómeno, al que no faltó el combustible que aportaron los medios de comunicación al dar pábulo a este sinsentido. Hoy no se puede negar que de aquella locura han quedado secuelas, saltan a la vista: la aprensión de los profesionales que trabajan con niños a la hora de tocarlos, reprenderlos, quererlos, tratarlos con confianza, en resumen.

Desde 'Tesis' (1996), laureada con tres premios Goya, Amenábar ha recogido un buen puñado de premios; entre ellos, el Oscar a la mejor película de habla no inglesa por 'Mar adentro' (2004).
Desde 'Tesis' (1996), laureada con tres premios Goya, Amenábar ha recogido un buen puñado de premios; entre ellos, el Oscar a la mejor película de habla no inglesa por 'Mar adentro' (2004).Jordi Socías

Regresión, que inauguró este viernes el Festival de Cine de San Sebastián y se estrenará en cines de España el 2 de octubre, se sitúa en 1990 y bien podría ser un capítulo más de esta insólita historia en la que los buenos ciudadanos acaban dando más miedo aún que el propio Satán. Alejandro aterrizó en Minneapolis para realizar un estudio previo de campo en esa América, más real que profunda, en la que tuvo lugar el suceso concreto en el que se basa su película. Desde su primer diálogo en inmigración pudo advertir la desconfianza que los americanos sienten siempre por los que husmean en sus secretos rurales, y le fue difícil hacerse entender cuando explicaba que quería escribir un libro acerca de ciertos aspectos de la vida en Minnesota. Fueron dos semanas, cuenta el director, recorriendo pueblos, iglesias, comisarías. “Las comisarías reales se parecen muy poco a la que nosotros finalmente construimos, porque todo lo que tenga que ver con las fuerzas del orden ahora mismo presenta una imagen impoluta, sin atractivo narrativo, así que decidimos recrear una de aquellas viejas comisarías de los ochenta, más decadentes, más románticas, si se puede emplear ese adjetivo; en donde saltara a la vista que los policías trabajaban sin recursos”.

–¿Cómo te veías a ti mismo en esos momentos de investigación? ¿Como un periodista, como un director de cine?

–Yo me sentía básicamente intimidado. Como alguien que conoce bien cómo se las gasta allí la autoridad. Finalmente, la gente es amable, es cordial, pero la fuerza policial es intimidatoria.

–¿Cómo convenciste a un actor como Ethan Hawke para interpretar a ese policía que poco tiene que ver con los personajes que suele encarnar?

Quiero que el espectador perciba que la mente juega con nosotros, nos engaña”

–Le mandamos el guion y nos contestó enseguida. Ethan me conocía por Mar adentro, que fue una película de escasa distribución en Estados Unidos, pero que dentro de la industria se conoce y se aprecia mucho. Nos citamos en un bar de Brooklyn, que es el barrio donde él vive. Apareció tan casual que me costó creer que fuera Ethan Hawke el que me había tendido la mano. Lo primero que me preguntó fue: “Who is this guy?”, y yo le contesté que no lo sabía, que no sabía nada de la historia del tipo, que no era la típica película de un caso policial que se entremezcla con la vida personal del agente. Yo le aconsejé que se olvidara de construir un pasado, que íbamos a hacer una película telegráfica, al estilo de Todos los hombres del presidente, en la que los dos protagonistas están inmersos en el caso que andan investigando pero no verbalizan nada de su vida íntima, aunque al final tú los reconoces, sabes cómo son. En esta historia que tanto tiene que ver con la religión se prestaba mucho la cosa a que él hubiera sido el típico tío que ha perdido la fe y está derrotado. Al final, él optó por un tipo de hombre de energía baja, que estaba dormido, como él decía, al que de pronto los hechos le hacen despertar. Y creo que le ha quedado muy bien. Algo curioso para Hawke porque él es una persona muy vital; para que te hagas una idea, en los descansos cogía una guitarra y comenzaba a cantarnos canciones. Es como un niño grande, con mucho talento, y tiene muchas historias; lleva trabajando en el cine desde niño y eso le ha convertido en un gran narrador. Además, es de Austin, una ciudad de ambiente excepcional dentro del Estado de Texas, y, siendo muy americano, tiene una cultura más sofisticada, conoce el mundo, conoce Europa, es un tío cultivado.

–¿Y convencer a Emma Watson?

–Emma sentía una gran conexión con Ethan, porque ella también comenzó a trabajar cuando era niña, con una fama apabullante, claro, porque todo lo de Harry Potter ha sido un tsunami. Ethan Hawke se estrenó con Exploradores, a los 10 años. Son niños prodigio. Con ella me vi en Londres, y fue sorprendentemente fácil. Me dijo que había elegido este papel, aun teniendo como es lógico muchas propuestas, porque era un personaje que tenía capas. Ella tiene 25 años, pero en la película debía aparecer como una adolescente de 17, aunque cuando hicimos las primeras pruebas de maquillaje nos asustamos de lo niña que parecía. Tuvimos que hacer que aparentara más edad.

–¿Quién crea el ambiente frío o cálido en una película? Porque sabes que la gente se queja mucho de la frialdad en los rodajes americanos.

–Hombre, en eso tiene mucha responsabilidad el director, y yo creo que tengo buena fama de crear un buen clima, porque un rodaje ya te trae suficientes problemas como para que tú encima lo vivas con mal rollo. Yo valoro mucho la capacidad de adaptación cuando las cosas no son como esperabas. Sí que eché en falta una cosa o me sorprendió, y es que en nuestros rodajes, al cabo de dos semanas, ya hay una especie de ambiente familiar, vives como en un campamento de verano: llegas por las mañanas, saludas, te sientes como una piña; eso en Canadá no pasaba. Yo llegaba al rodaje muchos días y el equipo no me saludaba, tenía que forzar el saludo, hasta que un día pregunté por qué y me dijeron: “Es que a ti el que te tiene que hablar es el ayudante de dirección, los demás no tienen por qué dirigirse a ti”. Era más frío, sí, pero hubo buena química.

–¿Decidisteis rodar en Canadá?

–Es que Toronto se ha convertido en un megaplató y era el sitio ideal, porque la zona rural se parece mucho a Minnesota y la parte urbana es idéntica a cualquier pequeña ciudad de Estados Unidos. Es más barato y son más flexibles en cuanto a las normas de los sindicatos. Entrar en Estados Unidos es un martirio, y eso ha convertido a Toronto, Vancouver y Montreal en los tres platós cinematográficos de las películas americanas. Llegué en febrero, a menos de 15 grados bajo cero, hasta junio. El problema fue que en mitad de rodaje estallaba la primavera, que es repentina y explosiva, y eso iba en contra del espíritu de la película. Hubo que ser riguroso para terminar exteriores antes de que brotaran las flores.

–¿Lograste alguna conexión sentimental con el lugar?

Alejandro Amenábar, de 43 años, sentado en la mesa de su despacho.
Alejandro Amenábar, de 43 años, sentado en la mesa de su despacho.Jordi Socías

–Me instalé en un apartamento compartido, como en la universidad. Y sí, tuve tiempo de admirar la integridad anglosajona, eso de ver cómo en un local se caía un billete de 20 dólares y un tío lo recogía y buscaba al dueño. El respeto por lo colectivo, por guardar el turno, por respetar. Yo me identifico con eso, aunque me parezca muy ajeno a lo nuestro. Toronto es una ciudad extraña; para los neoyorquinos, más vehementes, es una ciudad descafeinada, pero a mí me gustó, me gustó la amabilidad, aunque la verdad es que cada vez valoro más estar aquí. Toronto es una ciudad llena de comodidades, rica en infraestructuras, pero la gente no está tan viva como en Madrid. Vienes a Madrid, que ahora mismo se cae a cachos, pero en ella percibes vida. Vivimos el Gay Pride [día del orgullo gay] allí y tenían un montaje increíble, los pasos de cebra pintados de arcoíris, las calles con banderines, y llegamos aquí, al Orgullo, y no había montado prácticamente nada a nivel institucional, pero estaba todo el mundo en la calle.

–¿Leíste el pregón del Orgullo este año? Me chocó porque tú tampoco has sido una persona muy proclive a manifestarse…

–En realidad, no lo había hecho antes porque no me lo habían propuesto. Soy pudoroso a la hora de pronunciarme porque siempre pienso, sobre todo si hablamos de política, que en el momento en que abres la boca vas a molestar a tu vecino de enfrente, que compra otro periódico que tú. Pienso: “¿Por qué aprovechar el hecho de tener el altavoz para molestar a mi vecino?”. Hay veces obligadas, por supuesto, como en el “No a la guerra”, pero intento ser discreto. En todo. Con discutir de política con mis amigos tengo bastante; en cuanto a las redes sociales, no tengo Twitter y en Facebook soy de los que cotillean con nombre supuesto, pero no intervienen.

–¿Te siguen preguntando por qué haces películas fuera?

–Ya menos. Cuando hice Los otros fue un punto de inflexión, porque pude haber decidido hacer carrera en Hollywood, irme para allá, pero entonces surgió la historia de Ramón Sampedro y yo consideré que esa pelícu­la no se podía plantear en inglés, había que hacerla aquí; de la misma forma que Regresión pertenece al mundo americano, no hay manera de extrapolarla. Yo pienso exclusivamente en la historia que quiero contar. Cuando ruedas en inglés, todo se encarece; también te abre mercado. Para ellos soy un director independiente, un bicho raro, del tipo de Alexander Payne, por ejemplo.

–¿Crees que ya no sabrías hacer una película con dos duros?

–Me gustaría pensar que soy capaz de hacer películas baratas, pero los propios productores comprenden el precio de una historia. Me he dado cuenta de que en Estados Unidos se están haciendo películas de terror baratísimas. ¿Cuál es su secreto? No salir de la casa, no mostrar los exteriores, encerrar la acción entre cuatro paredes.

–¿Qué quieres que se lleve el espectador a casa cuando vea tu película?

–Recuerdo una cosa que me dijo Ethan: “Hay un aspecto del terror que no me atrae y es que se alimenta de meterle miedo a la gente (bueno, en eso difiero, a mí me gusta mucho), pero la diferencia que aprecio en tu guion es que al final ese miedo se desactiva”. Y es cierto, es como decirle al espectador: “Libérate de la superstición, del miedo”. Y quiero que el espectador perciba ese aspecto de la mente, que no es un disco duro infalible, que es maleable, juega con nosotros, nos engaña, nos seduce, nos esconde cosas. Nos vuelve cándidos a la hora de localizar el verdadero foco del mal.

elpaissemanal@elpais.es

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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