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Reportaje

La Reina de la Coca

Mujer en un mundo de hombres, la burgalesa Ana María Cameno creó de la nada su imperio de cocaína. Sin ayuda de parientes o padrinos, como lo ha hecho alguna otra. Con su férrea disciplina de trabajo logró ganarse la confianza y el respeto de los barones de la droga. Adicta al lujo y a la santería, un día se propuso crear el laboratorio de cocaína más grande de toda Europa. La policía la detuvo tras dos años de investigación. Ella pasó otros dos en la cárcel, salió y reorganizó su negocio en tiempo record. Pero volvieron a capturarla. Esta es su historia

En los nublados y fríos días de enero, los muros de la prisión se tornan más arrogantes y el aislamiento parece acentuarse. Pero si en esas fechas alguien tiene la suerte de recuperar su libertad, lo menos importante es el insolente invierno. Por eso la mujer que ahora avanza hacia el coche que la espera afuera del reclusorio tiene la firme voluntad de apropiarse del futuro. Ha estado encerrada durante dos años —730 días, 17.520 horas— sin poder “trabajar”, mortificada por la deuda contraída al ser capturada y que ha de pagar sin excusa ni pretexto. Está preocupada pero no tiene miedo. El miedo enclaustra, oxida. Y ella puede darse otros lujos pero no ese. Así que mientras deja atrás los 90.000 metros cuadrados de la cárcel de Estremera (Madrid), donde pasaba la mayor parte del tiempo en una celda de diez metros cuadrados y solía comer arroz con atún y espárragos, intenta hacer la normalidad menos precaria y comienza a vislumbrar algunos planes. Montada en su propia petulancia, la reina destronada está de regreso dispuesta a recuperar su imperio.

Antes, sin embargo —para retomar una vieja costumbre— ha de hacerse algunos retoques de belleza: teñirse el pelo, inyectarse bótox en el rostro, ponerse tres implantes dentales. También ha de ir de compras: ropa, zapatos, maquillaje, un par de joyas. Sabe que, en este mundo, no basta con ser. También hay que parecer. Pero ahora no puede entretenerse demasiado en esas cosas. Todavía no concluye el primer mes del calendario de 2013 y la reorganización de su negocio acapara la mayor parte de su tiempo. Recurre a viejos aliados, busca nuevos contactos, se encarga de detalles que antes delegaba en otros. Sabe que se arriesga a volver a la cárcel, pero no tiene otra opción.

Cuando la policía la detuvo la mañana del siete de enero de 2011, le decomisaron 300 kilos de cocaína listos para ser distribuidos por varios puntos de la geografía española, dos millones de euros en efectivo y el equipamiento íntegro del que iba a ser el laboratorio de coca más grande de toda Europa. Debe todo eso a sus proveedores colombianos, sabe que es más fácil huir de la Ley que de los capos y que, por tanto, ha de darse prisa para cumplir y no echar abajo su reputación de persona fiable, trabajadora, inteligente, sagaz y precavida entre los barones de la droga. No obstante, hay quien la ha amenazado y, ya se sabe, el lenguaje de la impunidad suele tener consecuencias funestas. Porque entre los narcotraficantes no hay morosos vivos.

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Ana María Cameno Antolín tenía 23 años, el rostro salpicado de pecas y el pelo alborotado cuando la policía la detuvo por primera vez en su Burgos natal. Era una “niña bien” que formaba parte de una familia respetable en la ciudad perteneciente a la comunidad de Castilla y León, entre cuyos miembros hay militares, abogados y arquitectos. Sus padres no dudaron en desembolsar 50.000 pesetas al mes con tal de que ella estudiara en el mejor colegio de la localidad. Y Ana María supo aprovechar el privilegio: obtenía buenas notas y era sociable. Pero más que estudiar, le gustaba pasear por las calles de Burgos en su Harley-Davidson. Cuando la policía sospechó que utilizaba esa aparatosa motocicleta para vender pequeñas cantidades de droga, la siguió durante unos días. Al ser arrestada, la “chica pija” dijo que la cocaína que llevaba con ella era para controlar su exceso de apetito porque padecía bulimia. Luego de un juicio exprés, su argumento no fue lo suficientemente sólido para evitar ser condenada a tres años de prisión y pagar una multa de 25 millones de pesetas. Al poco tiempo, las apelaciones de su abogado zanjaron el asunto librándola de la prisión y entonces la incipiente narcotraficante hizo a un lado su vida rebelde en Burgos, decidió irse a Madrid y se dijo así misma que tocaba ser seria.

¿Todo había terminado? Todo estaba por comenzar.

Obsesionada por su aspecto físico, Ana María Cameno recurrió a las operaciones estéticas. Empezó con una cirugía nasal, continuó con un levantamiento de cejas, luego con un relleno de labios y pómulos e inyecciones de bótox para eliminar las líneas de expresión. Se alisó el pelo y se lo pintó de rubio. Ahora era difícil reconocerla para quienes habían dejado de verla durante un tiempo. Además, su forma de vestir también era otra, pues se había convertido en una asidua —¿compulsiva?— clienta de las prestigiosas firmas de moda y joyería de la llamada Milla de Oro de Madrid, donde en un solo día, y en una sola tienda, se gastaba hasta 5.000 euros. El aumento de pechos y glúteos lo dejó para cuando tuvo la primera oportunidad de ir a Colombia.

De forma paralela a su transformación física, la mujer que siempre tenía a la mano un bolso de Chanel se las arregló para tejer una red de compra-venta de cocaína capaz de abastecer a buena parte de las narices españolas ansiosas por esnifar el polvo blanco de la euforia momentánea. Se casó con David Vela Narro, un aficionado al boxeo y a los gimnasios con algunos contactos en el hampa organizada, quien también sería su mano derecha en la estructura delictiva, y se propuso ser una auténtica ejecutiva de la droga. Alguien que moviera su entramado de manera cautelosa y, sobre todo, sin mancharse las manos. Era atractiva, inteligente, arrogante, atrevida, seductora, seria, eficiente, intuitiva: ¿se le podía pedir más? Lo tenía todo para ser una mujer empoderada en un mundo de hombres. Lo tenía todo para convertirse en La Reina de la Coca.

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Ejemplares de belleza, / en exceso inteligencia, / la maldición en amores, / desconocen los errores. / Influencia hay por donde quiera, / no existe quien interfiera. / Se deleitan como reinas, / lujos de diva moderna. / Y adonde llegan... ¡gobiernan! / Ropa personalizada / de ilustres diseñadores / a la luz sorprendentes. / Destacan entre la gente / con sus caritas perfectas / y sus cuerpos contundentes. / Recorren el mundo entero / en aviones y en cruceros. / Viviendo a tope la vida, / gastan siempre sin medida. / Pudientes y poderosas / se divierten día con día. El corrido se llama “Niñas pudientes y peligrosas”, lo canta a ritmo de acordeón, batería y ráfagas de metralleta Larry Hernández, una estrella musical entre los inmigrantes latinos de Los Ángeles (California), y aborda —y reduce y banaliza— el aspecto más superficial de la incursión de las mujeres en el mundo del narcotráfico.

No es común que sean ellas las que encabecen las mafias. Más bien suelen estar en segundo plano, como un adorno de los grandes capos. Son amantes, esposas, hijas, hermanas. Algunas más aceptan o son obligadas a ser correos (mulas) o participan en la producción, cuidando cultivos, como encargadas de laboratorios, o blanqueando el dinero negro, como relaciones públicas, directoras de finanzas, responsables de logística y pisos francos. En el mejor de los casos, toman el relevo de sus parejas, padres o hermanos (asesinados o encarcelados) y entonces hay quien rompe los paradigmas tradicionales e irrumpe en terrenos que se creían exclusivos de los hombres, incluidos los narcocorridos y las novelas (como La Reina del Sur, de Arturo Pérez Reverte). Sus vidas suelen ser de película, pero sin final feliz.

En Colombia, Griselda Blanco era una niña de 13 años cuando comenzó a prostituirse en las calles de Medellín. Una noche de faena sexual conoció a un chico que trabajaba para un narco local. Luego de unos meses de noviazgo, se casó con él y se dio cuenta de que la manera de prosperar más rápido era formar parte del narcotráfico. Griselda y su marido se fueron a Nueva York con la intención de echar a andar, junto a otros compatriotas, un mercado sólido de droga. Todo iba bien hasta que él se enfermó de cirrosis hepática y no tardó en morirse. Griselda se refugió en los brazos de otro miembro de la organización hasta que él, de repente, decidió volver a Colombia y dejar de tener contacto con ella. Eso era algo que Griselda no podía perdonar. Por eso fue a buscarlo. Y lo mató.

Para entonces, esta mujer nacida el 15 de febrero de 1943 en Cartagena de Indias ya era la astuta jefa de la narcoruta Medellín—Miami—Nueva York. Se hacía respetar a base de violencia y logró aglutinar un ejército de mulas y sicarios. Comenzaron a decirle “La Madrina” y los rumores giraban en torno al apodo: es drogadicta, bisexual, sádica. Degollaba a algunos de sus amantes y también se deshacía de aquellos con los que se casaba (cuatro, todos narcotraficantes). Tuvo un hijo y lo bautizó como Michael Corleone, en honor a El Padrino, y tenía como mascota a un perro pastor alemán al que llamaba “Hitler.” Mandó matar a los cabecillas de una banda rival en un centro comercial del condado de Miami-Dade y, con acciones como esa, su leyenda se acrecentó.

En 1985, los agentes de la DEA la detuvieron en Irving (California) y fue condenada a 10 años de prisión. Pero durante ese periodo continuó dirigiendo su negocio desde la intimidad de su celda. Las autoridades estadounidenses lograron aumentar su condena demostrando otros delitos que había cometido (tráfico de drogas y asesinatos, como siempre) y salió de la cárcel hasta el año 2004. Entonces volvió a Medellín y no se supo de ella hasta que, en septiembre de 2012, un sicario le disparó dos veces en la cabeza a una señora mayor que salía de una carnicería. Esa señora resultó ser Griselda Blanco, la histórica “Madrina”, cuyos restos permanecen ahora en el cementerio Jardines de Montesacro, a tan sólo unos metros de la tumba de Pablo Escobar.

En México, Sandra Ávila Beltrán nació y creció en una familia de la élite del narcotráfico. Es sobrina de Miguel Ángel Félix Gallardo, conocido como “El Padrino” y considerado “El jefe de jefes” mexicano en los años ochenta del siglo pasado. Guapa y seductora, adicta a las joyas y a la ropa fina, poseedora de un “conocimiento genético” del oficio delictivo, se relacionó sentimentalmente con dos comandantes de la Policía Judicial Federal del país norteamericano y luego con dos de los dirigentes del poderoso Cártel de Sinaloa: Ismael “El Mayo” Zambada e Ignacio “Nacho” Coronel. Pero con quien se casó fue con Juan Diego Espinoza Ramírez, “El Tigre”, miembro destacado del cártel colombiano del Norte del Valle. De esta manera, Sandra Ávila se convirtió en el nexo entre sus paisanos y los de su marido y, por su eficacia, comenzó a ser conocida como “La Reina del Pacifico.”

Desde su casa en Guadalajara (Jalisco) coordinaba los cargamentos de coca procedentes de Colombia y blanqueaba las ganancias a través de clínicas de belleza (a las que ella misma acudía), así como de la compra y venta de casas. Un día, sin embargo, la suerte no estuvo de su parte y las autoridades mexicanas le incautaron diez toneladas de cocaína a su organización. Poco después, sus rivales secuestraron a su hijo adolescente. Desesperada, La Reina del Pacifico denunció el secuestro y la policía pinchó sus teléfonos y la siguió a todas partes, “para estar al tanto de las reacciones y movimientos de los secuestradores, con el fin de atraparlos.” Así se enteraron de sus trapicheos y de que le pidió ayuda a “El Mayo” Zambada para rescatar a su hijo. La Policía Federal la detuvo el 28 de febrero de 2007, junto a su pareja, cuando salían de un lujoso restaurante.

El entonces presidente de la República, Felipe Calderón Hinojosa, la presentó ante la opinión pública como un trofeo de su guerra contra el narcotráfico. La encerraron en la Cárcel de Mujeres de Santa Marta Acatitla, a las afueras del Distrito Federal. Permaneció ahí hasta agosto de 2012, cuando fue extraditada a Estados Unidos acusada de importar y distribuir cocaína. Dijo que ella sólo era culpable de “asesorar” a su marido, el "verdadero enlace" entre el narco colombiano y mexicano y, un año después, en agosto de 2013, volvió a México, esta vez a la cárcel de Nayarit, en la costa del Pacifico: su territorio. En febrero de este 2015, después de siete años tras las rejas, le concedieron la libertad.

En España, más allá del delito común, la historia de Ana María Cameno Antolín no tiene mucho que ver con las de La Reina del Pacífico y La Madrina. Porque, a diferencia de ellas, La Reina de la Coca creó su imperio prácticamente de la nada. Sin la ayuda de parientes o padrinos. Con valentía pero sin violencia estrepitosa. Estando al mando desde el principio. Y con métodos de trabajo ultra sofisticados.

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La jornada comienza con el pitido del despertador a las siete de la mañana. Un zumo de naranja y a toda prisa al gimnasio. Una hora después, un atento chófer-guardaespaldas lleva a su jefa a la primera de las reuniones del día. Ella despacha con prontitud en cafeterías, parkings, gasolineras, parques, centros comerciales… Siempre en lugares públicos y transitados. A diario, a lo largo de unas 12 horas, se encuentra con hasta 20 personas. Con algunas no hace falta bajarse del coche: les abre la puerta, suben y, unos instantes después, se marchan. Prefiere hablar directamente con sus compradores y distribuidores, pero si es inevitable llamarles por teléfono, utiliza un móvil para cada contacto y, para no confundirse, a cada aparato no le pone nombres sino pegatinas de dibujos animados.

Como “tapadera” de su verdadero negocio utiliza una joyería de nombre francés (“Le Petit Bijou”) situada en la calle Amador de los Ríos, junto a la sede del Ministerio del Interior, en el madrileño barrio de Salamanca. Casi no tiene clientes y las pérdidas que declara harían que cualquier empresario serio la cerrara. Pero en su vida recia son otros asuntos los que ocupan su tiempo.

Además de su casa, Ana María Cameno tiene cinco pisos alquilados. En ellos guarda la cocaína y el dinero en armarios con doble fondo. Sus pisos francos están ubicados en barrios madrileños de clase media, en los que abundan las vías rápidas por si alguna vez es necesario huir a toda velocidad. Ante sus vecinos, la mujer rubia jamás levanta alguna sospecha. Las persianas de esos pisos, por los que paga un total de 7.000 euros al mes, permanecen casi siempre cerradas. El único ruido que se escucha, a veces, es el del movimiento de muebles y por eso piensan que quienes los ocupan deben viajar mucho porque casi nunca están. Es que Ana María Cameno vive con su marido en Sevilla La Nueva (Madrid).

A diferencia de las mansiones kitch de los grandes capos de la droga, el chalet de La Reina de la Coca es, más bien, discreto. Dentro abundan los televisores de plasma, armarios llenos de ropa, bolsos, zapatos y perfumes caros (hasta 300 frascos). En el sótano hay un espacioso jacuzzi para los momentos de relajación que, debajo de unas baldosas, tiene un escondite para guardar lo que se ofrezca. Una de las habitaciones de la casa está reservada a la fe. No para rezarle a San Judas Tadeo, San Malverde o a la Santa Muerte, divinidades a las que suelen recurrir varios de sus colegas narcotraficantes. Ella tiene un alatar en honor a Obatalá y Xangó, dos de los orishás (dioses) de la santería cubana a los que se encomienda cada que va a recibir un cargamento de coca.

Obatalá es el equivalente a Santa Ana en la religión católica; es el padre de la humanidad, dueño del mundo, símbolo de la paz y la pureza. Xangó es Santa Bárbara, espíritu justiciero del fuego, el rayo y el trueno. Para adorarlos, se requiere hacer un ritual con cantos y danzas a ritmo de tambores, y brindarles ofrendas de frutas, flores y plantas, alimentos y bebidas, velas y el sacrificio y la sangre de animales. Para que las cosas le salgan bien y esté siempre protegida, Ana María los realiza con devoción, guiada por una santera cubana residente en Madrid. Mata palomas, patos, gallos y corderos, se baña con su sangre mientras uno o dos percusionistas invocan a los dioses y entonces ella, poseída, canta y baila, dice algunas letanías en lengua yoruba y bebe brebajes preparados en un cuenco.

Durante una buena temporada, sus dioses parecen no fallarle. Calman su incertidumbre y potencian sus medidas de seguridad. Pero un día —sólo ellos sabrán por qué— la desamparan.

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En las horas prensadas entre la noche y la madrugada, 200 miembros del Grupo Especial de Operaciones (GEO), expertos en acciones de alto riesgo, llegan con sigilo a Villanueva de Perales (Madrid). Bien armados y acompañados por perros entrenados para localizar droga, rodean una finca de 40.000 metros cuadrados, situada a las afueras del pueblo. Avanzan hacia un chalet de paredes blancas y rejas verdes, a sabiendas de que puede tener detectores de intrusos. Corren los primeros minutos del siete de enero de 2011 y el silencio es tenso. Cuando logran entrar, se topan con cinco hombres (cuatro colombianos y un español) durmiendo en colchones tirados en el suelo, en medio de aparatos y recipientes. No oponen resistencia y son esposados mientras la mayoría de los agentes se dedica a revisar las tres plantas y el patio de la casa. Encienden las luces y encuentran varias lámparas, hornos de microondas, empaquetadoras al vacío, un sistema de calentamiento y otro de extracción de humos, coladores, botellas, mangueras, uniformes, botas, guantes y decenas de bidones azules que contienen 33 toneladas de sustancias químicas. Todo lo necesario para comenzar a procesar la cocaína a gran escala.

A esa misma hora, miembros de la Unidad de Drogas y Crimen Organizado (UDYCO) de la Policía Nacional entran en una vivienda que está junto a un taller mecánico, en el municipio madrileño de Paracuellos del Jarama, y arrestan a los hermanos colombianos Néstor Mario y Carlos Mauricio Gutiérrez Ramírez. En una lujosa casa de Boadilla del Monte, también detienen al empresario de la noche madrileña Laurentino Sánchez Serrano. Y, no muy lejos de ahí, en Sevilla La Nueva, David Narro Vela y Ana María Cameno Antolín salen de la cama que comparten todas las noches para ser detenidos. Un poco más tarde, en los pisos francos que alquilaba La Reina de la Coca, la policía encuentra 300 kilos de cocaína envueltos en plásticos de colores, tres pistolas, 470 teléfonos móviles y dos millones de euros en efectivo.

Al final de aquel día se capturó a un total de 25 personas.

Para llegar a ese momento de múltiples arrestos, los agentes realizaron una investigación que duró dos años. En enero de 2009, el Grupo 32 de la Brigada Central de Estupefacientes comenzó a seguir los pasos de dos hermanos colombianos dedicados al tráfico de cocaína, los cuales surtían a varios distribuidores de la Comunidad de Madrid. Pronto se dieron cuenta de que ese par de narcotraficantes tenían buena relación con una pareja de españoles (Ana María y David) piezas clave en la red que habrían de desarticular, pero difíciles de pillar por su férrea disciplina de trabajo.

Una mañana, en una cafetería de la estación de trenes de Atocha, los investigadores grabaron una reunión entre Ana María Cameno, Raúl y Víctor Juárez Smith y Laurentino (“Lauro”) Sánchez Serrano, un viejo conocido de la policía por sus supuestas implicaciones en otros delitos, quien había acudido al encuentro porque necesitaba mercancía, ya que el cargamento que le iban a traer en un par de barcos desde las costas de Venezuela hasta el puerto de Algeciras (Cádiz) se había frustrado. Por eso, el acuerdo final fue que Ana María le vendería cocaína suficiente para que él, a través de su red esparcida por buen aparte de las discotecas de la capital, la distribuyera.

La Reina de la Coca no tardó en ver esto como una nueva oportunidad para ampliar su corporación narcoempresarial. Seguiría contando con la coca que principalmente Álvaro López Tardón, jefe de “Los Miami”, (con quien, por cierto, compartía la fascinación por el lujo, las finanzas sólidas, el “mejoramiento” del aspecto físico y la santería) se encargaba de enviarle desde Colombia, gracias a las gestiones que él hacía desde Estados Unidos, y, además, incursionaría en la producción de la droga montando su propio laboratorio en Madrid.

Los agentes fueron testigos de cada paso que Cameno dio para conseguir su objetivo. Primero alquiló la finca de Villanueva de Perales por mil euros al mes (con derecho a compra) y enseguida comenzó a realizar reformas. Consiguió albañiles, electricistas y fontaneros. Un chófer los recogía en alguna gasolinera o rotonda, les ponía unas gafas de sol cubiertas con cinta de aislar en la parte interior para que no pudieran ver el camino por donde los llevaban y, de esta manera, no se dieran cuenta de dónde estaba la casa que estaban convirtiendo en un laboratorio. Cuando las instalaciones quedaron listas, mandó comprar, previo asesoramiento, el equipo, los productos químicos y los utensilios necesarios. Mientras tanto, sus contactos en Colombia buscaron a los “cocineros”, la gente encargada de mezclar el polvo blanco de un alto grado de pureza con las sustancias adecuadas para “cortarlo” y así obtener más mercancía. Porque un kilo de coca pura bien adulterado puede multiplicarse hasta por cuatro.

Como se calculaba que las ganancias serían desorbitadas, Lauro le recomendó a Ana María acudir al abogado Roberto Rodríguez Casas, un presunto experto en la defensa de narcotraficantes y el blanqueo de dinero, quien no tardó en realizar los trámites para montar media docena de sociedades financieras y hasta intentó abrir un banco en Panamá para depositar ahí todos los ingresos de la “narcopija” o “la tetas”, como varios de los implicados en la trama solían llamar a la mujer que les daba órdenes.

El 15 de diciembre de 2010, los cuatro “cocineros” colombianos llegaron a Madrid con la misión de inundar el mercado con toneladas de coca “bien cortada.” Tenían a su disposición las sustancias químicas para hacer su trabajo, sólo estaban a la espera de un voluminoso cargamento de pasta base de coca. Pero la policía les estropeó todo —a ellos, a los demás cómplices y, sobre todo, a su jefa— la madrugada del siete de enero de 2011.

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Francesco Forgione aprovechó su experiencia como presidente la Comisión Parlamentaria Antimafia de Italia para señalar las rutas y los puntos estratégicos de la mafia italiana a nivel internacional en su libro Mafia Export. Cómo la N´drangheta, la Cosa Nostra y la Camorra han colonizado el mundo (Anagrama). En sus páginas, el profesor y periodista calabrés afirma que España es la puerta europea de la droga: “en los últimos 15 años no ha habido cargamento de droga procedente de Sudamérica o de África que no haya entrado en Europa por España; y no ha habido prófugo italiano, entre los que han huido fuera del país, que no haya vivido durante cierto tiempo en Madrid, Barcelona, Málaga, o en una de las muchas poblaciones de la costa suroriental española. (…) Este país, asomado al atlántico, se presta a tales connivencias; y sus leyes también. Para la política española la lucha contra el crimen organizado de tipo mafioso y contra los narcotraficantes no ha representado nunca una prioridad. No existen herramientas de lucha específicas, la confiscación de los bienes y patrimonios delictivos resulta muy compleja y el régimen penitenciario es uno de los más permisivos de toda Europa.” Más adelante, Forgione agrega que “en los últimos años, los calabreses, sicilianos y napolitanos residentes en España han formado auténticas alianzas estratégicas para la importación de cocaína de Sudamérica con el objetivo de pactar el precio y reestructurar la competencia en el mercado europeo.”

Según Ricardo Magaz, profesor de la UNED y experto en narcotráfico, a España llegan “fundamentalmente cocaína y hachís. Ahora mismo se incautan en torno a unas 325 toneladas de hachís y unas 21 toneladas de cocaína al año. Eso es lo que se incauta, otra cosa es la que transita de manera clandestina. Somos líderes en incautación de hachís, el cual entra principalmente por Cádiz. La cocaína llega normalmente por los puertos y aeropuertos. Pero en los aeropuertos suele ser a través de los muleros y ellos pasan más que una cantidad escasa. La llegada al por mayor es por los puertos, a través de contenedores. Camuflan la droga en otras mercancías y, al llegar, corrompen a alguien del puerto para que les abra sin mayor trámite el contenedor y así poder sacar el cargamento. Entran miles de contendores todos los días y es imposible controlar todo ese volumen. Sólo se revisan aquellos con sospechas previas, aquellos que vienen por rutas calientes o aquellos que ya se sabe que contienen droga gracias a un chivatazo. Porque entre las bandas y los cárteles del narcotráfico se chivatean. Entre ellos hay una feroz competencia y venganzas.”

El también autor de Crimen organizado transnacional y seguridad (UNED), subraya además que, de acuerdo con datos oficiales, “el narcotráfico genera 6.000 millones de euros al año, una cifra que va muchas veces por delante del tráfico de armas y de personas. Según la ONU, hay 250 millones de personas en el mundo que consumen drogas. Con ese caldo de cultivo, los narcotraficantes tienen el futuro asegurado y ven en España la puerta de entrada para todo tipo de drogas a Europa, un continente donde, por ejemplo, se consume el 30% de la producción mundial de cocaína. España es fundamental en la cadena de tráfico porque somos frontera con África y tenemos una relación privilegiada con Latinoamérica.”

A diferencia de países como Colombia, México, Italia o Rusia, España no tiene una “mafia autóctona” y siempre ha actuado como intermediaria o puente, al servicio de cárteles extranjeros. Fue en 1984 cuando se hizo evidente por primera vez que miembros de los cárteles colombianos habían llegado aquí en busca de socios que los ayudasen a vender la droga en Europa. El 21 de noviembre de ese año, la Policía Nacional detuvo en un lujoso restaurante madrileño a Jorge Luis Ochoa, del cártel de Medellín, y a Gilberto Rodríguez Orejuela, del cártel de Cali. Durante cinco meses, ambos habían recorrido la península armando una red de aliados y fue en Galicia donde tuvieron más éxito. Ya encarrilados, también se les ocurrió que podrían tener un banco propio para blanquear el dinero obtenido. En eso estaban cuando fueron capturados. El gobierno español los extraditó a Colombia, donde, al poco tiempo, fueron puestos en libertad. En los siguientes años, la cocaína colombiana siguió llegando con regularidad a España gracias a la complicidad de los contactos gallegos y andaluces y a la determinante implicación de los clanes de la mafia italiana.

La muerte de Pablo Escobar, en diciembre de 1993, y la posterior desarticulación del cártel de Cali, en 1995, trastocó seriamente al narcotráfico colombiano. A partir de entonces, no ha habido ahí un personaje o un solo grupo que domine esta actividad. El cártel del Norte del Valle (proveniente del de Cali) e, incluso, las Autodefensas Unidas de Colombia (paramilitares que en algún momento formaron parte del cártel de Medellín) lo intentaron pero no lo lograron. Sus líderes fueron asesinados o capturados y extraditados a Estados Unidos. Por eso, desde los últimos años del siglo XX, el crimen organizado permanece fragmentado en el país sudamericano. Existen varias bandas que, ante la supremacía reciente los cárteles mexicanos, han tenido que diversificarse: además del tráfico de drogas se dedican al robo, al secuestro y a la minería ilegal de oro. No obstante, la mayoría de esos “mini-cárteles”, que en conjunto pueden todavía considerarse grandes productores, tienen su representante en España, gente atenta al desembarco de los cargamentos, a las bodegas donde se almacenan y a la “oficina de cobro” pues, si una partida de coca es incautada o robada, el destinatario es el que ha de pagar sin justificación alguna.

***

—Hola, ¿qué tal estás?

—¿Qué tal? Perdona, pero es que he terminado tarde.

—Bueno, no pasa nada. Tranqui.

—Te cuento: las guapitas son un poco tontas y mis amigos le dan vueltas…

—¡Bah, búscales novio!

—¡Hay una que huele que no veas!

—Es lo que hay. Ya vendrá un amigo.

—Las otras ya tienen piso.

—Genial. ¡Venga, nos vemos!

Cuando la policía logró descifrar los mensajes encriptados en esta breve llamada, supo que Ana María Cameno “había vuelto a las andadas.” Era 2014, hacía más de un año que La Reina de la Coca había salido de la cárcel, después de haber agotado los dos años de prisión preventiva sin juicio, acusada de “delitos contra la salud pública, blanqueo de capitales y pertenencia a una organización criminal” y, una vez más, era necesario seguir sus pasos. Aquel día, a través del teléfono, Cameno y su cómplice se decían en realidad: “no toda la mercancía que nos ha llegado es de buena calidad. Así que una parte tendrá salida y otra no.”

El negocio de la narcotraficante fahsion estaba de nuevo en marcha, con los rasgos que lo habían caracterizado anteriormente. Sus reuniones seguían siendo  en parkings o cafeterías. Cinco casas, ubicadas en barios de los alrededores de Madrid, eran utilizadas para guardar droga y dinero en armarios de doble fondo. Varios coches de lujo le servían para hacer los repartos. Ahora ella vivía en una urbanización privada de Majadahonda (Madrid), un municipio en donde sus 70.000 habitantes tienen una renta per cápita de 18.000 euros, la segunda más alta de toda la Comunidad de Madrid. Su ático dúplex de casi 200 metros cuadrados, valorado en más de medio millón de euros, estaba entre un amplio jardín, tres piscinas, un gimnasio y una capilla de un conjunto habitacional done todos los vecinos, la mayoría pilotos e ingenieros de profesión, pagan 900 euros de cuota de comunidad.

Durante esos meses, la Reina de la Coca se subía a un Mercedes Clase A rojo para trasladarse de un sitio a otro. Una mañana llegó a la cafetería Atuel, en el Centro Comercial El Cerro del Espino, a unos pasos de la ciudad deportiva del Atleti. Hacía calor y llevaba puestos un pantalón ajustado y una camiseta sin mangas. Carlos Mauricio Gutiérrez, su viejo amigo colombiano y, según la policía, un importante distribuidor de droga en España, la esperaba sentado frente a la barra. Ya juntos, pidieron zumo de naranja y cruasanes y se fueron a desayunar y a conversar a una de las mesas que están junto a la ventana. Minutos después, Ana María vio entrar a dos policías locales y sus nervios se alteraron. Los uniformados que, de momento sólo investigaban un robo ocurrido hace poco en el barrio, la miraron de reojo. No obstante, por si acaso, ella tomó sus precauciones: bajó al baño de la cafetería y metió en una papelera una bolsa con 48.725 euros (un paquete que será descubierto hasta al final de la jornada por la señora de la limpieza, cuyo jefe dará aviso a la Guardia Civil). Cuando se despidió de su amigo y se acomodó su costoso bolso en un hombro salió a paso firme de la cafetería. En la puerta, sin embargo, los policías la estaban esperando y le pidieron que abriera el bolso. Así se dieron cuenta de que lleva 12.000 euros en efectivo y varios juegos de llaves. La dejaron ir pero, a partir de ese momento, en la UDYCO se reabrió la investigación de La Reina de la Coca.

Para entonces, Ana María Cameno Antolín —43 años, labios gruesos, caderas poderosas y muslos macizos en pantalones ajustados, pechos grandes en blusa escotada, mirada desafiante— es consciente de que está siendo perseguida, pero no se siente derrotada. Su principal preocupación sigue siendo pagar la deuda que tiene con sus proveedores colombianos. Las amenazas no cesan y les debe, por lo menos, cinco millones de euros. El problema es cómo enviárselos. Para ello le pide ayuda al abogado David García Asenjo y al experto en finanzas Guillermo Guadalix Pajares. Los cita en un parking de la calle céntrica calle madrileña de Príncipe de Vergara y les entrega una bolsa con 400.0000 euros dentro, “un primer pago.” Mientras esperan el momento oportuno para enviar el dinero a Panamá, los dos hombres guardan el dinero en una caja fuerte de una cercana sucursal del BBVA. Luego abren una cuenta en un banco llamado Bandenia Banca Privada, a través de la cual pretenden realizar la operación financiera. Pero el trámite tarda más de la cuenta.

Los colombianos presionan a Ana María y ella al abogado y al experto financiero. “No abuses de la confianza que te tengo. Soluciona ya el problema”, le dice por teléfono al abogado García Asenjo. Días después, la advertencia se convierte en amenaza: “o mandas ya el dinero o secuestro a tu hija menor y les digo a unos amigos húngaros que te hagan una visita.” La policía incauta el dinero y la transferencia jamás se lleva a cabo. Desesperada, a la mujer vestida siempre con ropa de marca se le ocurre calmar a los colombianos con una sucesión de pagos de 2.500 euros a través de una oficina de envío de divisas. Pero es una medida insuficiente.

A diferencia de otras veces, quizá debido a la prisa por pagar, La Reina de la Coca descuida las precausiones de seguridad en su día a día y los investigadores saben la mayoría de sus planes, en gran parte gracias a las escuchas telefónicas autorizadas por el Juzgado de Instrucción Número Cinco de Majadahonda. La siguen las 24 horas del día. Y ella se da cuenta. Por eso abandona su lujosa casa y busca otra con la intención de pasar desapercibida. Por eso y porque siente a las autoridades demasiado cerca, pues han detenido a uno de sus más cercanos colaboradores con 19 kilos de cocaína. Así que se sube a su deportivo rojo y llega hasta una finca de Media del Campo (Valladolid), propiedad de su amigo Félix Trimiño, “El Rifle”, un narcotraficante encarcelado desde 2013. Pero sabe que no puede descuidar su negocio y, unos días después, recorre 800 kilómetros hasta Cádiz para seguir trabajando desde ahí.

Con el seudónimo de “Marta Sánchez”, alquila un chalet en Sotogrande, una urbanización donde suelen veranear los dueños de grandes fortunas. Durante todo este tiempo, Ana María no ha estado sola. Rompió totalmente con el que era su marido, David Narro Vela, y comenzó una relación sentimental con José Ramón Mora Parra, un chico 18 años menor que ella, con antecedentes penales por narcotráfico. Con él pasa los días mirando el mar sin desatender el negocio. Tiene el apoyo, además, de su amigo Graziano Molón, antiguo y fiel colaborador, quien presuntamente se encarga de recibir las partidas de cocaína.

Acostumbrada a no menospreciar su aspecto físico y con la impunidad como signo de distinción, Ana María acude con frecuencia a una peluquería de la urbanización. A las nueve de la mañana de un día del recién iniciado otoño de 2014, llega para teñirse el pelo y hacerse la manicura. Al volver a casa, encuentra a su novio en el sofá, “desayunando” unos gramos de coca. Apenas tiene tiempo de decirle un par de reclamos porque unos ruidos acaparan su atención. Se asoma por la ventana y entonces se da cuenta de que, si realmente cree en sus dioses, es el momento de invocarlos. Un grupo de policías ha llegado para detenerla. Los ojos de la Reina de la Coca relampaguean, como los de una fiera a punto de atacar, mientras el ambiente se pone tenso, como la cuerda de un violín. Quiere huir. No se mueve. Unos momentos después es esposada y su semblante se apaga. Las comisuras de sus labios se tienden levemente hacia abajo. Sus ojos se humedecen y denotan ira contenida. Traga saliva hasta que la boca se le queda seca. Y se ve envuelta en un maldito e implacable dejà vu: otra vez detenida, otra vez la cárcel.

Ese día, en la operación conjunta entre la Policía Nacional y la Guardia Civil, fueron arrestadas diez personas en total, se incautaron 100 kilos de cocaína, una pistola con silenciador y 148.000 euros en efectivo. Cameno volvió a prisión, esta vez a Soto del Real (Madrid), por los mimos delitos que en 2011 y con su deuda con los proveedores colombianos acrecentada. El pasado mes de febrero de este 2015, la Audiencia Nacional anuló las escuchas telefónicas realizadas por la policía. Hasta la fecha, el juicio todavía sigue pendiente. Quién sabe si se agoten, de nuevo, los dos años de prisión preventiva y, de nuevo, vuelva a quedar en libertad.

Por lo pronto, mañana en Soto del Real, detrás de los muros coronados por concertinas que reguardan a varios políticos y empresarios envueltos en escandalosos casos de corrupción, La Reina de la Coca se levantará a las ocho para someterse al recuento diario de internas. Media hora después estará desayunando café y galletas. Enseguida saldrá un rato al patio. Luego, hasta las 13:30, participará en algún taller o actividad de la prisión. Entonces comerá la dieta de las celiacas. Antes de irse a su celda para echar la siesta, participará en otro reencuentro de internas. A eso de las 16:30 tendrá tres horas de tiempo libre, que tal vez aproveche para hacer alguna llamada telefónica o, si es sábado, podrá recibir alguna visita, a la cual verá a través de un cristal y le hablará por un telefonillo. Cenará a las 20:30. Una hora después se llevará a cabo el último recuento del día y ella entrará en su celda, quizá para ver un rato la tele o leer algo, pues la puerta se volverá a abrir hasta el día siguiente para que se repita la misma rutina.

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