La pasión según Sherlock Holmes
El actor británico Ian McKellen protagoniza la nueva película sobre el detective
El Sherlock Holmes de los libros no es simpático. Todo lo contrario. Su exceso de inteligencia lo vuelve despectivo hacia esas torpes bestias llamadas seres humanos. Su talento para el cálculo anula su empatía. Desprecia a los clientes que le piden investigaciones vulgares. Le da igual que haya desaparecido tu esposa o que hayan asesinado a tu hijo. Si tu crimen no representa un reto intelectual, ni lo llames.
Con tales atributos, lo elemental es que no ande sobrado de afectos. Su único amigo, el doctor Watson, es en cierto modo su empleado. Su único familiar, su hermano Mycroft, se mueve en las altas esferas del poder y solo se cruza con Sherlock cuando algún caso puede afectar a la Corona. ¿Mujeres? Ni una. El personaje de Conan Doyle practica la misoginia más rigurosa. ¿Hombres? Para eso haría falta sentir algún tipo de emoción.
Hoy en día, los grandes detectives de la literatura son muy humanos. El Montalbano de Andrea Camilleri es caótico y mujeriego. El Wallander de Henning Mankell, solitario y melancólico. Desde el padre Brown de Chesterton, que resolvía los misterios a partir de su conocimiento del alma humana, los investigadores de las novelas tienen un corazón.
Pero el padre de todos ellos, Sherlock Holmes –igual que sus ancestros, el Auguste Dupin de Edgar Allan Poe o el Maximilien Heller de Henry Cauvain–, es puro raciocinio. Su mente es tan brillante que ni el lector puede medirse con él. La clave última de sus misterios se halla siempre en un tipo de barro proveniente en Afganistán, o en una ceniza que solo produce el tabaco jamaicano. Holmes no es únicamente un maestro de la deducción: es una enciclopedia de información científica con la que no podemos competir. Nos limitamos a admirarlo.
La mayor parte de los humanos usan sus aficiones para relacionarse en sociedad: juegan al fútbol en equipo o van al teatro con amigos. En cambio, los hobbies de Holmes son solitarios e intelectuales: el violín, la química y el consumo de drogas. Sus pasatiempos le evitan conectar con otra gente.
En definitiva: la pesadilla de un cineasta. ¿Qué clase de protagonista se pasa toda la película pensando, actúa de manera detestable y no habla con nadie?
Y sin embargo, Sherlock Holmes ha tenido multitud de rostros en el cine y la televisión. Desde que John Barrymore le dio vida en una producción de 1922, no ha dejado de aparecer en pantalla. Y cada nueva encarnación del sabueso de Baker Street ha mostrado a un personaje distinto, un detective nuevo, arrancado de la imaginación de sir Arthur Conan Doyle para convertirse en un retrato de su propia época.
Más que un cerebro. El Sherlock más clásico fue encarnado por Peter Cushing para una serie de la BBC de mediados de los años sesenta. Por entonces, la imaginación aún no se había inventado.
La televisión se limitaba a adaptar las historias al teatro y ponerles una cámara delante, depurándolas de cualquier detalle incómodo, por ejemplo, la manía del protagonista de andar consumiendo cocaína. Vista desde hoy, la serie muestra correctamente casi todo lo que uno asocia con el detective, y absolutamente nada más.
Por suerte, llegó el intrépido Billy Wilder. El director había travestido a Tony Curtis en Con faldas y a lo loco, había hablado de infidelidad y arribismo en El apartamento, y en 1971, dirigió La vida privada de Sherlock Holmes, con Robert Stephens y Christopher Lee.
Los locos años sesenta acababan de terminar, así que a Wilder no le asustó hablar de las drogas, ni de los rumores sobre la ambigua relación entre el detective y su asistente, esos dos solteros que viven sospechosamente juntos. En uno de los diálogos más deliciosos de la película, preocupado por los rumores sobre su homosexualidad, Watson le pregunta a su amigo:
–No quiero parecer indiscreto, pero ¿ha habido alguna mujer en su vida?
Y un Sherlock de pestañas rizadas y mejillas sonrosadas le responde:
–La respuesta es sí: me parece usted indiscreto.
La vida privada de Sherlock Holmes es sobre todo una historia de amor, o lo más cercano posible para el cerebral Sherlock Holmes. Cuando la bella Gabrielle Valladon lo abraza desnuda, él solo aprovecha la ocasión para sacarle información. Cuando duerme con ella en el mismo camarote del tren, se limita a sostener una conversación irónica. Holmes es tan sensible al sexo como a los silbatos ultrasónicos para perros. En cambio, lo seducen las dotes intelectuales de Gabrielle. Se derrite ante una mujer más inteligente que él mismo. Descubrir su talento para la intriga lo vuelve loco. Este es el único caso que Holmes no resuelve, y por eso mismo, cae en las redes de la mujer que ha conseguido engañarlo.
Este Holmes maduro y lleno de matices hace una regresión para su siguiente encarnación: El secreto de la pirámide (Young Sherlock Holmes, 1985). Ahora, los años setenta han terminado, y con ellos esa temporada gloriosa que dio El Padrino o La naranja mecánica. El cine ha vuelto a la normalidad. Y su nuevo rey es Steven Spielberg, productor de esta versión.
El secreto de la pirámide fantasea con que Holmes y Watson se conocieron durante la adolescencia, en los años del instituto, y resolvieron un caso juntos. Al público menor de edad hay que ahorrarle las drogas y las ambigüedades sexuales, claro. Holmes se enamora vulgarmente de una chica llamada Elizabeth, y la incluye en sus aventuras. Entre efectos especiales, cavernas egipcias y gags de humor blanco, el trío resultante recuerda más a Los Goonies que a Conan Doyle. Y la secuencia de acción final, con los dos chicos y la chica enfrentados al peligro, será calcada casi 20 años después en las películas de Harry Potter (No es casualidad. Chris Columbus, el gran creador del blockbuster con acné, figura como guionista en aquellas y como director en estas).
A Billy Wilder no le asustó abordar, en su versión de los setenta, las drogas y los rumores sobre su ambigua relación con Watson
El siglo XX aún nos depararía una última encarnación de Sherlock Holmes: nada menos que Charlton Heston, en un insoportable telefilme llamado El crucifijo de sangre (1991). Con sus interminables diálogos, escenificación teatral y acción previsible, El crucifijo de sangre marcó la década en que Holmes se jubilaba y Heston dejaba el cine para dirigir la Asociación Nacional del Rifle de Estados Unidos. A ninguno de los dos le quedaba nada que aportar.
Lifting elemental. En la última década, de repente, el sabueso ha vuelto. O bueno, uno parecido a él. En realidad, casi su contrario. El Holmes de las últimas versiones ya no es solo cerebro: también puños. No solo mente: también pasión. No solo investigación: también humor disfuncional.
Y sobre todo: se ha rebajado la edad a la mitad.
El Benedict Cumberbatch de la serie de la BBC Sherlock podría ser hijo, incluso nieto, del caballero que nos mostraba la pantalla antes. Su escenario es el Londres actual, mafiosos incluidos. Lo único del original que conserva orgullosamente es la pedantería y la incapacidad de comprender a otros seres humanos. El Holmes de la BBC maltrata a sus clientes cuando no los encuentra interesantes. Se burla sin piedad de sus colaboradores. Celebra su propia brillantez eufórico… incluso frente a las víctimas de los villanos.
El que más sufre todo esto es Watson. Le molesta el trato despectivo de su, llamémoslo así, amigo. Pero lo peor es que todo el mundo cree que ambos son pareja. Los gais les guiñan el ojo con complicidad. Y cuando Watson al fin consigue una novia, no logra explicarle con claridad por qué la abandona todos los días para encontrarse con su excéntrico compañero.
Las adaptaciones de Holmes del siglo XXI se concentran en la relación con Watson, un tema que originalmente ni se planteaba, pero que ahora humaniza al detective. En la serie americana Elementary, ambientada en Nueva York, Watson se convierte directamente en chica, la atractiva Lucy Liu, lo que produce una fuerte tensión sexual con un no menos atractivo Jonny Lee Miller de camisa cerrada hasta el cuello.
Para el cine, el último Sherlock ha sido Robert Downey Jr., dirigido por Guy Ritchie. En el tema Watson, este Holmes opta por los celos enfermizos estilo compañero de borracheras. Siempre que puede, tortura a la novia de su amigo, o le repite a su colaborador cómo echará de menos sus aventuras cuando lo abandone por esa bruja. Vive en una despedida de soltero permanente.
Sí. Eso es lo que ocurre cuando Holmes se quita años. Eso y que Downey Jr. se pasa media película atizando a sus rivales y dando brincos de artes marciales. Estamos ante el sabueso de Baker Street representado sin miramientos por Iron Man.
Y así llegamos hasta hoy.
La película Mr. Holmes, con Ian McKellen, estrenada en julio, no está basada en una historia de Conan Doyle, sino en una novela que escribió Mitch Cullin a partir de sus personajes. Presenta a un Holmes anciano, senil y muy solo –porque Watson al fin se ha casado–, enfrentado a las consecuencias de haber vivido para la deducción y no para las personas, reflexionando sobre su propia falta de humanidad.
Puede sonar triste. Pero tras más de un siglo de adaptaciones a la pantalla, y de aventuras sentimentales tan variadas como las criminales, uno debe admitir –incluso Holmes debe entender– que ya es hora de madurar.
elpaissemanal@elpais.com
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