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Palos de ciego
Columna
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Mientras no cambien las leyes

La gente lo que quiere es participar, y lo que no quiere es una democracia anquilosada, una partitocracia corrupta

Javier Cercas

El presente altera el pasado o, más exactamente, nuestra percepción del pasado: nos obliga a reinterpretarlo. Es lo que ocurrió con las recientes elecciones municipales; ahora, a la luz de su resultado, todo lo que parecía ser una cosa se revela de repente como otra. Me refiero a la situación política general, pero sobre todo a los llamados partidos emergentes. Como formación estatal, Ciudadanos nació de una reacción contra Podemos alimentada por el temor de las empresas del Ibex 35 a ese partido, lo que les llevó a propiciar la creación de un Podemos de derechas, por usar la expresión de Josep Oliu, presidente del Banco Sabadell. En cuanto a Podemos, surgió de algo menos artificial: el movimiento popular del 15-M; o mejor dicho: la falta de respuesta institucional al 15-M. Lo cierto es que, al menos según las encuestas, hace unos meses pareció por momentos que una mayoría de españoles, desesperada por la crisis y la incapacidad para resolverla de los partidos tradicionales, había decidido ponerse en manos de un grupito de jóvenes intelectuales chavistas o bolivarianos que abogaban por una solución tercermundista para los problemas del país. Pronto la impresión pareció matizarse, sobre todo con Podemos, cuyos principales dirigentes pasaron en sólo unos meses del chavismo a la socialdemocracia, lo que dejaba en la duda de si eran unos trileros (y en realidad seguían siendo bolivarianos) o unos oportunistas (y les daba igual lo que fueran con tal de llegar al poder); pero la impresión era esa.

Ahora todo ha cambiado; ahora, tras las elecciones, la impresión es que Podemos –que ni siquiera se ha presentado a los comicios como partido, aunque ha apoyado o se ha integrado en las candidaturas de unidad popular– es sólo la punta más visible de un movimiento cuya amplitud, complejidad y pluralidad no refleja en absoluto. El lema del 15-M (“¡Democracia real ya!”) significaba muchas cosas, entre ellas la evidencia de que la crisis en España era política antes que económica y que su causa era el anquilosamiento de la democracia; pero reflejaba también el deseo de mucha gente de intervenir en política. La respuesta de los partidos a ese deseo fue la que cabía esperar en unas organizaciones herméticas, jerarquizadas y huérfanas de democracia interna: cerrar sus puertas; la respuesta a esa respuesta ha sido la creación de los partidos y organizaciones alternativas que están poniendo en jaque a los partidos tradicionales.

Si viviésemos en una democracia saludable los concejales de candidaturas populares lo serían del PSOE o IU

O dicho de otro modo: si hubiésemos vivido en una democracia saludable y no en una democracia que amenaza con convertirse en partitocracia, los actuales concejales de candidaturas populares lo serían del PSOE o IU (y del PP los de Ciudadanos). Es verdad que en las candidaturas populares hay de todo. Por poner un ejemplo: la diferencia entre Manuela Carmena, la nueva alcaldesa de Madrid, y Ada Colau, la de Barcelona, es la que media entre alguien que sabe lo que es la democracia y alguien que sólo tiene una idea muy vaga de ella (de lo contrario no hubiera dicho, como ha dicho Colau, que desobedecerá las leyes que le parezcan injustas); y por mucho que Podemos haya apoyado a Carmena, la diferencia entre el modo en que ambos ven este país es abismal: la que media entre alguien que sabe muy bien lo que costó conquistar la democracia –porque peleó por ella y dejó a algunos compañeros muertos en la pelea– y alguien que, como Podemos o como la cúpula de Podemos, se ha limitado a disfrutarla, despreciando e ignorando su origen (si no lo ignoraran, no dirían de él lo que dicen). Todo esto es verdad, pero también es verdad que la inmensa mayoría de esos nuevos regidores no son ni chavistas ni izquierdistas lunáticos, sino sólo progresistas dispuestos a intentar, con más o menos acierto, echar una mano a sus conciudadanos.

No: la gente no se ha vuelto loca; ni siquiera la crisis lo ha conseguido. La gente lo que quiere es participar, y lo que no quiere es una democracia anquilosada, una partitocracia corrupta. No: ni los nuevos ni los viejos partidos merecen confianza, por lo menos todavía; pero quién sabe. Quizá el cambio ha empezado, al menos en algunos sitios, en algunas caras y algunas cosas. Ahora falta que cambie lo esencial. Porque, mientras no cambien las leyes que deben cambiar, nada ha cambiado.

elpaissemanal@elpais.es

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