¡Campeones, oé, oé, oé!
Suena el pitido final y es el delirio, un estallido de furia colosal, de alegría inaudita, de felicidad compacta
En la grada norte se masca la tragedia. En la grada sur, no hay un solo dedo, de una sola mano, que no esté cruzado con el de al lado. Entre los pies, las bolsas con comida se rinden lentamente al calor, aunque los cierres de las neveras portátiles no paran quietos. Los nervios hacen nudos en los estómagos, pero la ansiedad provoca una sed que es imposible saciar.
En la grada norte, la madre de un portero intenta mantener a raya el desaliento. En la grada sur, la madre del otro ha vuelto a rezar sin darse cuenta de que no reza bien, porque se le han olvidado todas las oraciones que aprendió siendo niña. Las madres de los delanteros también sufren. Si mete un gol, estoy un año sin beber cerveza, musita una, sin saber muy bien a quién se dirige. Si mete un gol, dejo de fumar, lo juro, promete otra sin despegar los labios, y lo dice de verdad, porque está sentada en la grada norte.
Sufren las madres, pero también sufren las novias. No tendríamos que habernos acostado ayer, piensa una, porque, a ver, el pobre, con el calor que hace… Tendríamos que habernos acostado ayer, piensa otra, porque se enfadó conmigo y fíjate, está muy alicaído, me parece que corre menos que otras veces… Ellas también hacen promesas absurdas e inconcretas, si ganan, no protestaré nunca más si sale los viernes con sus amigos; si ganan, nos mudaremos a su barrio; si ganan, le dejaré comprarse un perro…
Ellas también hacen promesas absurdas e inconcretas, si ganan, no protestaré nunca más si sale los viernes con sus amigos...
El árbitro pita el final de la primera parte, y en las dos gradas, ambas hinchadas se levantan a la vez. 0-0. Con ese resultado, el equipo de la grada sur es el campeón, pero si los de la norte marcaran un gol… Un golito, por favor, un golito, el hermano pequeño del lateral izquierdo no se levanta hasta que su madre le obliga a coger un bocadillo de mortadela que parece recién salido del microondas, de lo caliente que se ha puesto el papel de plata después de una hora al sol. Un golito, sigue pensando mientras le da el primer mordisco, un golito, un golito…
En el cielo, en algún lugar inconcreto que no se ve, porque no existe, los deseos de la grada norte y los deseos de la grada sur libran una lucha mortal, tan feroz, tan implacable, como la que sacude los cielos de otras ciudades, otros estadios, otros bocadillos fríos que parecen calientes. Sin embargo, en los 15 minutos del descanso, nadie para de hablar, como si los labios fueran válvulas por las que acertaran a escapar la tensión, los nervios. Hasta que de nuevo saltan al campo los dos equipos, se escucha el pitido del árbitro, y retornan el silencio y los rezos, los dedos retorcidos, las promesas imposibles de cumplir.
Hasta el minuto cinco. En el minuto cinco, el equipo de la grada sur marca un gol. El delantero centro cuya madre no sabe ni lo que reza cabecea el balón que un compañero le ha puesto en el punto de penalti después de sacar un córner. El balón entra limpiamente en la portería contraria aunque el autor del gol le pareciera un poco alicaído a su novia durante la primera parte. A partir de ese momento, todo se acelera. Seis minutos después, el árbitro se atreve a pitar un penalti favorable al equipo de la grada norte, y el hijo de la madre desesperada empata el partido, aunque se hubiera empeñado en acostarse con su novia la tarde anterior. Todo vuelve a estar como al principio, pero peor, porque en las neveras portátiles se ha fundido el hielo y ya no quedan cervezas. Con este resultado, la grada norte gana el campeonato. Así parece hasta que, en el minuto 23, el defensa central de su rival, que no se ha acercado en su vida a la portería contraria, roba un balón y lo manda hacia delante de una patada seca, brutal, que pilla al portero del campeón provisional absolutamente desprevenido. 2-1. La grada sur vuelve a sentirse campeona a 22 minutos del final. A 21 minutos, a 20, a 19…
Cuando todavía faltan 10 para que se cumplan 90, la hinchada empieza a pedir la hora por hacer algo, por gritar algo, por no morirse de ansiedad en su grada, pero los minutos pasan tan despacio como si cada uno llevara una bola de hierro encadenada al tobillo. Ocho… Siete… Seis… Al final, cuando se cumple el tiempo, el árbitro concede tres más, de descuento, y un balón envenenado se estrella contra el larguero, impidiendo que el campeonato cambie de manos.
Suena el pitido final y es el delirio, un estallido de furia colosal, de alegría inaudita, de felicidad compacta.
El equipo de la grada sur se ha ganado el derecho de jugar la próxima temporada en Tercera Regional. Ni siquiera los campeones de Primera División están tan contentos como ellos.
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