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NAVEGAR AL DESVÍO
Columna
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El aplauso inconformista

Hay actos, en especial del poder, que parecen concebidos para la ovación retransmitida

Manuel Rivas

El primer aplauso excepcional del que tuve noticia fue un aplauso casi secreto. Ni siquiera lo oí en persona. Lo contaban los mayores con cautela y asombro. Fue el aplauso que tributó el pintor Urbano Lugrís a un caballo. Lugrís, que tenía por seudónimo Ulyses Fingal, era excepcional en todo, incluso a la hora de dormir, pues le gustaba hacerlo debajo de un piano de cola. O con un escafandro de buzo. Desde luego, lo era como artista. Creo que, con William Turner y el noruego Peder Balke, fue de los que mejor consiguieron esa sutil transfusión de pintar el mar. Si en el líquido intracelular llevamos la composición del mar del pleistoceno, Lugrís consiguió la alquimia de mezclar los óleos con ese mar del Génesis. Él creía que una vez al año, por lo menos, deberíamos arrodillarnos frente al océano. Y ese es el impulso que uno siente ahora ante sus cuadros: ponerse de rodillas.

O aplaudir.

Como hizo él con aquel caballo.

Fue el día de un desfile militar, en el centro de A Coruña, y que presidía Franco, de veraneo en Meirás. La gran parada era a la vez una demostración de fuerza y un ritual de sumisión al dictador. Lo que se esperaba de la multitud era una muestra de lo que se denominaba “adhesión incondicional”: un estado de ovación permanente. Y así fue. Solo que al final ocurrió algo imprevisto. Un caballo indócil descabalgó a uno de los guardias de honor. La multitud quedó en silencio, expectante. El uniformado fue incapaz de volver a montar. Tuvo que llevar al animal rebelde de las riendas. Con enojo marcial, como quien lleva a un preso al patíbulo.

¿Cuántas veces hemos oído en el Congreso el elogio o el aplauso a un adversario? Se jalea al propio, por basto que sea, y se abuchea al otro

Fue entonces cuando se pudo oír la intermitencia de un aplauso. Era Lugrís que aplaudía y daba vivas al caballo.

Con mucha frecuencia participamos en aplausos innecesarios e incluso antipáticos. Por cortesía o compromiso. Por sumarse al ritual y no querer o temer disentir. Y, sin embargo, hay cosas extraordinarias que nunca aplaudimos. Habría que cambiar el sentido del aplauso, como en ese momento estelar de la humanidad en que una afición aplaude una jugada brillante del equipo contrario. Es un aplauso que transforma al que aplaude. Que lo eleva por encima de la vulgaridad. Pero ese aplauso es muy raro, una especie en extinción. ¿Cuántas veces hemos oído en el Congreso el elogio o el aplauso a un adversario? Se jalea al propio, por basto que sea, y se abuchea al otro, aunque hable como Abraham Lincoln en el Discurso de Gettysburg.

La sociedad del espectáculo es la sociedad del aplauso conformista. Tan inquietante como un silencio impuesto es ese aplauso unánime. Hay actos, en especial del poder, que parecen sólo concebidos para la ovación retransmitida. No importa que el orador jefe afirme que “dos por dos son cinco”. O que cite a Marinetti: “La guerra é bela!”. El aplauso conformista está asegurado.

El aplauso inconformista, al contrario, suena con una nobleza especial y que casi nunca será retransmitida. Es el aplauso al bombero que no acepta colaborar en el desahucio de una familia desposeída. El aplauso al inmigrante desvalido que ha conseguido salvar una frontera insalvable.

El aplauso al periodista al que le prohíben hacer preguntas en una rueda de prensa, levanta la mano y dice: “¿Por qué?”. El aplauso a la mujer que a los 80 años decide aprender a leer y escribir y empieza a caligrafiar su nombre con la paciencia de quien graba un petroglifo. El aplauso a quienes se encadenan a árboles para salvarlos, a quienes se interponen entre los cazadores y los animales acosados, a quienes defienden la seguridad de todos frente al peligro nuclear y son vapuleados y multados.

Sí, a la gente se la reconoce por lo que aplaude, el modo en que aplaude y a quien aplaude.

Y hay también un tipo de aplauso creativo. Como una performance solitaria. A la manera del vagabundo de Charlot que todos llevamos dentro. El aplauso de quien cae de culo y se levanta con una segunda vida.

De esa naturaleza era el último aplauso más conmovedor del que tengo noticia. El aplauso de Rafael Azcona. ¿A quién aplaudía el guionista de Plácido, El verdugo o La lengua de las mariposas? Cuando ya estaba golpeado por la enfermedad, se levantaba cada mañana laboriosamente, se miraba al espejo del baño y aplaudía. Decir que Azcona aplaudía a Azcona sería una versión vulgar de la historia. Era el ser humano que aplaudía, aupado por el asombro, con frágil ironía, la oportunidad de otra sesión en la película de la vida. Un día más sobre la tierra. Un día más.

elpaissemanal@elpais.es

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