Lápices y cuadernos frente al horror de Boko Haram
400 niños del campo de desplazados Girei II reciben dos horas de clase al día y mantienen intactos sus sueños de ser profesores o médicos
“Quiero ser maestra”. Son solo tres palabras dichas por una niña de nueve años. Pero en este preciso lugar, en un campo de desplazados por la violencia de Boko Haram en el noreste de Nigeria, son también un grito de resistencia, un desafío a los extremistas. Son un guiño al futuro. Fatumata Mohamed solo tiene nueve años. Hace cuatro meses tuvo que salir corriendo de su pueblo, Michika, porque los terroristas llegaron buscando niñas que raptar para casar a la fuerza y hombres que reclutar para sus filas, matando a quien se pusiera en su camino, arrasándolo todo. Tras una desesperada huida, la familia de Fatumata llegó a Yola, lo más lejos que pudo de los fusiles y las masacres, y se instaló en este antiguo colegio de Girei, a unos 10 kilómetros de la ciudad. Ahora estudia dos horas cada día Inglés, Matemáticas, Ciencias Sociales o Gramática. Y se empeña en soñar. “Quiero enseñar a otros niños como ahora me enseñan a mí”.
Las tiendas de campaña se yerguen blancas en el patio de arena. Apenas son las nueve de la mañana, pero el sol ya impone su duro castigo. Decenas de hombres aprovechan las rácanas sombras que proyectan las aulas amarillas para ver el tiempo pasar. Las mujeres se sientan a vender bolsitas de aceite, azúcar o mangos. Lo que pueden. Son 776 personas que proceden de pueblos como Michika, Gwoza, Madagali o Askira, todos ellos ocupados por el grupo terrorista Boko Haram el año pasado. Se fueron con lo puesto. Babah Aruna, de 57 años, lleva aquí cinco meses. Con él, su mujer Layatu y sus hijos Dauda, Ladi y Nemi. “No los vimos venir, fue todo de repente”, cuenta. "Cinco de mis hermanos fueron asesinados en Gwoza. Nosotros pudimos escapar a las montañas y cruzar a Camerún”.
Las historias son similares —en todas están incrustadas las palabras muertos, huida, miedo—, pero a la vez son únicas. Durísimas. Mohamed Hammansoda es de Michika y solo piensa en el día de regresar. “Si no volvemos ahora habremos perdido el año, tenemos que preparar la tierra para la cosecha”, asegura. Casi todos son agricultores que dejaron atrás sus campos de arroz y cereales. James Yawbu, de 35 años, huyó con su esposa y con un hijo pequeño, que falleció en el camino de una enfermedad que nadie pudo diagnosticarle, ardiendo de fiebre y debilitado por la diarrea. “Nos gastamos todo lo que teníamos para llegar a este campamento, ahora no nos queda nada”, dice. El tiempo aquí es una losa porque la espera es larga y nadie sabe qué va a pasar mañana. Sin embargo, en lugares así también brilla la luz.
Si consiguen mantener a la gente en la ignorancia, es más fácil que se les unan. La ignorancia es su mejor baza Habiba Hassan, maestra en el campo de refugiados
Pocos minutos antes de las diez de la mañana, decenas de niños meten sus cuadernos y lápices en carpetas celestes y recorren los cincuenta metros del patio hasta las tiendas de campaña. Es la hora de ir a clase y el revuelo es el mismo que el que podría haber enfrente de cualquier colegio de cualquier barrio del mundo. En total, representan la mitad de la población del campo de desplazados Girei II, unos 400 niños, pero en sus juegos y en su relato tintinean otras palabras. “Yo quiero ser médico”, dice el pequeño Bubacar, de 10 años, con unos ojos tan abiertos que no caben en este reportaje. En octubre pasado llegó de Gulak. “Me gusta la escuela, estar aquí con mis amigos y aprender cosas”, dice sin saber por qué. Simplemente porque sí, porque ojalá no tenga que saberlo nunca, que eso es toda una declaración de principios en los tiempos que corren. “Cuando sea médico ayudaré a las personas que estén enfermas”.
Dentro de la tienda donde se imparten las clases, enfrente de los pupitres de madera, Habiba Hassan, la veterana maestra, trata de lidiar con la energía desbordante de los pequeños con los escasos medios a su disposición. “Solo tenemos una pizarra y pocas libretas, nos falta material”, dice. Ha dividido a los niños en grupos por edades, entre los 5 y los 13 años, que reciben unas dos horas de clase al día con la ayuda de otros ocho profesores. “Llegaron muy flojitos, muy atrasados. Pero la idea es que no pierdan el ritmo, que sigan estudiando, que se puedan presentar a los exámenes, que la vida no se interrumpa para ellos”, asegura. “Boko Haram no quiere que nadie estudie, ni niños ni niñas. De esta manera, si consiguen mantener a la gente en la ignorancia, es más fácil que se les unan. La ignorancia es su mejor baza”, asegura Hassan.
Se calcula que la violencia de Boko Haram, que se intensificó el año pasado, ha provocado la huida de 1,5 millones de personas de sus hogares. Dicho con otras palabras, les ha roto la vida. Aunque algunos lograron ser aceptados como refugiados en los países vecinos, Chad, Níger y Camerún, la inmensa mayoría se encuentran repartidos por la propia Nigeria, bien en casas de familiares, amigos o simplemente personas solidarias, bien en campos de desplazados como este en las proximidades de las protegidas capitales, Maiduguri o Yola, en los estados de Borno y Adamawa, o en otras ciudades del país. Unicef colabora con las autoridades nacionales para dar asistencia básica a los desplazados, tanto agua potable o comida como atención sanitaria, educación y seguridad. Otras organizaciones, como el Comité Internacional de Rescate (IRC) o la Cruz Roja Internacional, así como ONG locales, también arriman el hombro.
Este grupo radical, cuyo nombre en hausa significa “la educación occidental es pecado”, tiene una especial fijación con impedir que los niños vayan al colegio. Han convertido en escombros unas 600 escuelas y han provocado daños a otras 2.500. Sus ataques se solían producir de noche, pero ya el año pasado empezaron a hacerlo de día, cuando profesores y alumnos estaban dentro, lo que provocó que muchos padres tuvieran miedo de enviar a sus hijos a clase. En las zonas ocupadas por Boko Haram, como en el famoso pueblo de Chibok donde fueron secuestradas más de 250 niñas el año pasado en una sola noche, el mero hecho de estudiar se ha convertido en un imposible. Y todo esto ocurre en una región donde la situación de partida ya era mala. Según Unicef, “Nigeria tiene unos 10,5 millones de niños no escolarizados, la cifra más alta del mundo. Seis de cada diez son niñas y el 60% está en el norte del país”. Aunque el Ejército ha logrado notables avances en la lucha contra los insurgentes, lo cierto es que la situación aún no permite el regreso de los desplazados.
A escasos metros de las tiendas-aula, Habiba Mohamed está a cargo de los fogones. Enormes calderos humean sobre el fuego en el que se cuece el arroz. Alimentar a casi 800 personas no es tarea fácil. Arroz, judías, carne, pescado. “Intentamos que sobre todo los niños tengan una dieta muy completa”, asegura Auwal Abubakar, responsable del campo de desplazados en representación de la Agencia Nacional de Gestión de Emergencia (NEMA). Mientras tanto, cada uno se ocupa de sus tareas. Unos van a coger agua al tanque, otras lavan la ropa y la ponen a secar sobre la misma arena.
Muchos llegaron en un pésimo estado de salud. En el pequeño dispensario habilitado en otra de las aulas del campo de desplazados, la enfermera Aishatu Jinayi es la que manda. “Al principio, cuando abrimos este campo, la sala estaba llena, teníamos de todo: diarreas, mucha malaria, infecciones diversas. Los niños, sobre todo, sufrieron de manera especial la larga huida, algunos tardaron semanas o meses en llegar hasta aquí. Aún hoy tenemos diez pequeños malnutridos a los que damos Plumpy Nut, un suplemento nutricional”, asegura. Dado que Nigeria es uno de los tres países en el mundo donde la poliomielitis sigue siendo endémica, los menores también reciben su inmunización.
Y porque la vida tiene que seguir, el campo de desplazados de Girei también ha visto el nacimiento de 32 bebés. Grace Abdullahi, de 25 años, alumbró al pequeño Sunday, su sexto hijo, un domingo de principios de abril. “Estaba embarazada y caminé durante 30 kilómetros desde Askira hasta que me recogieron en una moto y me trajeron aquí”. Ahora dice que se siente segura y que hasta no tener la completa certeza de que los terroristas se han ido no quiere volver a su pueblo. “Ojalá que para Sunday, las palabras Boko Haram no sean más que una historia vieja que cuentan los mayores como una pesadilla del pasado y que para él ir a la escuela no suponga jugarse la vida”.
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