Este es un artículo cursi
Los magníficos leones del Retiro de mi infancia siguen allí, al alcance de la mano, calentando al sol sus músculos metálicos
Uno de los primeros recuerdos de mi vida es un largo, fatigoso y tórrido viaje en autobús hacia algún destino remoto al que llegué colgando de la mano de mi madre, con ganas de vomitar y extenuada. Pero, tras la dura prueba del trayecto, me encontré con un bosque encantado salpicado de casitas de cuento, con patos y cisnes, jardines perfumados, lagos misteriosos y peces perezosos del color del barro. Y lo más increíble: había unos inmensos leones de bronce, hipnotizantes esculturas que podías tocar. Era un lugar mágico.
Aquel espacio asombroso era el parque del Retiro de Madrid, y el heroico recorrido hasta llegar allí, tal vez cuarenta minutos de trayecto en un autobús de línea atestado y sin aire acondicionado desde el barrio de mi infancia. Creo que ya en aquel primer encuentro deslumbrante con el parque decidí que algún día viviría cerca de ese jardín de fábula; lo he conseguido, cosa que considero uno de los grandes logros de mi vida (el otro son mis amigos). Los magníficos leones siguen allí, al alcance de la mano, calentando al sol sus músculos metálicos en las escalinatas del embarcadero de Alfonso XII: no han perdido ni un ápice de su grandiosidad. Lo que sí ha empequeñecido mucho con el tiempo es el estanque; de niña, siendo como era hija del secarral madrileño, aquello me parecía un mar, y dar una vuelta en la barca colectiva era toda una proeza. Hoy los amigos extranjeros a los que llevo al parque se desternillan ante la visión de ese estanque inocente de dimensiones modestas y pocos palmos de profundidad por donde da vueltas, toda ufana, una barcaza con toldillo como las que remontan el río Congo, fingiendo quién sabe qué aventuras. Sí; visto desde fuera es un afán náutico ridículo. Y enternecedor. Los océanos de la infancia terminan convertidos en palanganas en la madurez.
Los océanos de la infancia terminan convertidos en palanganas en la madurez
Este va a ser, me temo, un artículo más bien cursi. Con los años, ya lo he escrito alguna vez, a uno se le va ablandando el músculo emocional, al igual que los glúteos y los abdominales. Cuando vi por primera vez la película Blade Runner, la escena culminante de la muerte del replicante me pareció un pestiño: pero, por favor, qué obviedad, qué blandenguería, soltando una paloma blanca en el momento del último suspiro… Hoy, treinta años después, no la puedo ver sin soltar una lágrima. Me he convertido en una ñoña y ni siquiera me avergüenzo de ello. Hasta me parece una liberación (debo de ser un caso perdido).
Creo que El Retiro es el parque urbano más bello del mundo, y no sólo por su antigüedad (1630), por la mezcla extraordinaria de especies vegetales y construcciones de épocas muy diversas, algunas tan extraordinarias como el etéreo Palacio de Cristal, o por sus viejísimos paseos perfumados y polvorientos: es un espacio lleno de rincones y de secretos. Pero, sobre todo, es un lugar que estalla de vida. Yo diría que es el corazón de la ciudad de una manera en que ningún otro gran parque urbano lo es. Todos los madrileños tenemos algún recuerdo intenso, algún acontecimiento íntimo, algún beso robado en El Retiro. Aquí llega cualquiera y hace lo que quiere; hay bodas y comuniones, grupos de rezos, de baile, de taichi, de esgrima; coros, trompetistas, violinistas, magos; carreras a pie, en triciclo, en bici, en patines; hay legiones de perros, pavos reales, patos, cisnes, ardillas, gansos, tortugas, gorriones, urracas, carpas; hay chiringuitos para beber y comer. Y la barca tipo río Congo para navegar majestuosamente por el pequeño charco del estanque. Me dejo mucho fuera. Muchísimo. Entre otras cosas, que es un lugar absolutamente transversal en el que caben todos los estratos sociales, desde el inmigrante más pobre y recién llegado al ciudadano de clase más pudiente con un equipamiento deportivo supermegaguay.
El pasado Jueves Santo El Retiro estaba más lleno que nunca: más que un parque parecía una manifestación. El día era bellísimo, tibio pero no demasiado caluroso, con un sol dulce y un cielo lacado en azul brillante. La primavera encendía el aire y había llenado el césped de margaritas blancas que sólo duraron veinticuatro horas. Y la gente parecía haberse dado cuenta de la fugitiva belleza de ese instante. He estado otros domingos en El Retiro: hay niños que berrean, parejas que discuten, padres fatigados y ceñudos que arrastran a sus hijos. Este Jueves Santo, sin embargo, y pese al gentío, flotaba en el aire como la tácita y unánime voluntad de ser felices, de no estropear el momento, de intentar tener unas horas de tregua en el fragor lacerante de la vida. No oí a un solo niño llorar, a un solo adulto gruñir. Pocas veces he sentido de forma tan intensa y tan humilde el esplendor de la vida. El Retiro está propuesto para entrar en la lista del Patrimonio Mundial de la Unesco. Me parece muy justo. Es el paraíso.
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