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EL PULSO
Columna
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Muerte en escena

Desde el fallecimiento de Molière en plena función, los supersticiosos huyen del color amarillo y otros muchos artistas han perdido la vida en público y sobre el escenario

'El enfermo imaginario', de Molière, en escena en Berlín. Su autor murió mientras lo interpretaba.
'El enfermo imaginario', de Molière, en escena en Berlín. Su autor murió mientras lo interpretaba.Claudia Esch-Kenkel (Corbis)

Hay dos cosas que llaman la atención en la muerte de Molière, el dramaturgo más famoso de la historia de Francia: que se produjera en un teatro, en plena función, y que ocurriese mientras interpretaba su obra El enfermo imaginario. El público de ese día vio desde sus butacas lo mismo que el que había ido a cualquier otra representación, pero con una diferencia: esa vez, el autor de El avaro y Tartufo no se levantó para irse a su casa al caer la cortina. Desde entonces, los supersticiosos huyen del color amarillo, que era el del traje que llevaba el escritor, y otros muchos artistas han perdido la vida en público y sobre el escenario. La actriz y bailarina rusa Edith Webster pasó de este mundo al otro en abril de 1922, durante una representación en Baltimore, abatida por un ataque al corazón justo en el instante en que concluía su canto de cisne con las palabras “por favor, no hablen de mí cuando me haya ido”. Se dice que logró una gran ovación, y nadie negará que, por mucho que en aquel momento calzase unas zapatillas de danza, murió con las botas puestas. El último en apagarse bajo la luz de los focos, muy recientemente, ha sido el director de orquesta Israel Yinón, que cayó desde su podio al piso de la sala de conciertos de Lucerna, Suiza, en la que actuaba, como fulminado por un rayo y mientras sonaba la Sinfonía alpina de Richard Strauss.

Uno se puede ir a la tumba con los deberes hechos, tras poner el punto final a su trabajo, como según la leyenda se supone que hizo Marcel Proust con En busca del tiempo perdido; o puede quedarse a medias en mitad de la gala, algo muy propio de los magos a los que les falla el truco: en 1918 le ocurrió en Londres al famoso Chung Ling Soo, un falso chino que fingía detener las balas y que cuando una de ellas, aunque fuese de fogueo, le mató de verdad, dijo sus primeras y últimas palabras conocidas en inglés, la lengua que fingía no hablar para darse aires exóticos ante los periodistas y los auditorios: “Oh, Dios mío, algo ha pasado, bajen el telón…”. Su colega sudafricano el escapista Karr el Misterioso pereció en 1930 arrollado por un vehículo que se lo llevó por delante sin que le diera tiempo a quitarse en unos segundos, como estaba previsto, la camisa de fuerza que había hecho que le pusiesen. Y la cantidad de ilusionistas que se han enterrado a la vista de una multitud o sumergido en un tanque de agua para no volver a salir a la superficie es muy numerosa. Cabe preguntarse si la excitación de saber que podrían presenciar la muerte en directo es, en parte, lo que lleva a cientos de aficionados al riesgo ajeno a ver los concursos de acrobacias, a las exhibiciones de deportes extremos o, salvando las distancias, a los toros. Siempre hay quien sueña con poder contar que estaba allí cuando sobrevino la tragedia; incluso ha existido quien tramó organizarla, como el diseñador británico Alexander McQueen, que antes de ahorcarse a los 40 años llegó a planear su propio suicidio en la pasarela, según ha revelado el biógrafo Andrew Wilson en su libro Blood Beneath the Skin, recién publicado en Reino Unido: según le contó el modisto español Sebastián Pons, la performance que tenía en la cabeza llevar a cabo su colega consistía en aparecer frente a los invitados, al acabar el desfile, encerrado en una caja transparente de metacrilato y pegarse un tiro en la cabeza delante de quienes lo aplaudían.

Tal vez es que vivimos en un tiempo tan entregado al espectáculo que hasta la muerte se puede convertir en parte del pasatiempo. No hay más que ver esas guerras retransmitidas vía satélite a las que nos han acostumbrado, en las que las televisiones se llenan de ciudades verdes observadas desde aparatos que sirven para ver en la oscuridad y explosiones más parecidas a unos fuegos artificiales que a un bombardeo. Probablemente, todo esto no es más que una forma de sentirnos aliviados, tras comprobar que el cadáver no es todavía el nuestro y que podemos aplaudir mientras se acercan las ambulancias…

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