La pobre Adelaida
Se dio cuenta de que Federico la estaba mirando como si lo supiera todo. Había lástima, pero también ternura
Federico se había clavado delante del televisor a las doce de la mañana.
–¿Quién juega? –le preguntó como si le interesara algo, sólo por ser amable.
–No lo sé muy bien… –él ni siquiera la miró– La Ponferradina, creo, y otro. Es un partido de Segunda, o de Segunda B, pero me entretiene.
–Ya…
En ese momento se decidió. Parecía una tontería, un simple pasatiempo, aunque era un vicio nocivo, incluso un mal negocio. Ella lo sabía, y sabía que al día siguiente estaría arrepentida, pero se fue derecha al baño, abrió el grifo del agua caliente y, mientras la bañera se llenaba, se miró en el espejo. Estaba convencida de que era, más que guapa, una mujer muy atractiva, y su reflejo no la desmintió. Mientras se repetía por enésima vez que merecía más, mucho más de lo que había conseguido, encendió varias velas, dejó caer en el agua unas bolitas de aceite perfumado, sacó de un cajón su mascarilla más cara, y se preguntó quién la había estafado, cómo había ocurrido, por qué le había tocado vivir en aquel agujero, con un trabajo anodino y mal pagado, un marido anodino y fracasado, dos hijos adolescentes que no perdían ocasión de salir por la puerta y nada más.
Se desnudó, volvió a mirarse en el espejo, repasó mentalmente todos los retoques quirúrgicos que se haría sin falta en cuanto que le tocara la Bonoloto, decidió que, así y todo, no estaba mal y se sumergió en el agua aceitosa, perfumada de jazmín, con la cara embadurnada en una pasta espesa, blancuzca. Mientras disfrutaba del baño, analizó el contenido de su armario y tardó un rato en decidir la ropa que escogería aquella noche. A las dos de la tarde, sintiéndose radiante, volvió al salón. Federico seguía sentado en el mismo sofá, aunque las cáscaras de cacahuete sembradas en la mesa, entre dos latas de cerveza vacías, daban testimonio del paso del tiempo.
–¡Qué guapa estás! –celebró al verla.
–¿Sí? Bueno… –ella no quiso darle importancia–. ¿Vamos a comer?
En ese instante, los niños entraron por la puerta, gritando que estaban muertos de hambre.
–Puré de verduras y pollo frito.
–¿Tuyo o de bote? –preguntó el pequeño.
La siguió mirando hasta que Adelaida sintió que se quedaba sin suelo bajo los pies
–De bote no, de tetrabrik –respondió Adelaida–. Esta mañana he estado muy ocupada.
En ese momento se dio cuenta de que Federico la estaba mirando como si lo supiera todo. Pero todo, todo, absolutamente todo. No sólo que ella se había pasado la mañana en el baño, perfumándose, depilándose, preparándose para estar guapa, sino también por qué. Federico, aquel marido insuficiente que le había tocado llevar a cuestas en la insuficiente vida que no se merecía, la estaba mirando con una expresión indescifrable, porque en sus ojos había lástima, pero no desprecio. Había lástima, pero también ternura. Había lástima, y comprensión, incluso firmeza, conocimiento y voluntad de seguir aparentando que ignoraba lo que sabía.
–¡Mamá! –su hijo la reclamó, pero ella siguió mirando a Federico, con el cucharón en una mano y un plato vacío en la otra.
Y Federico la miraba, la siguió mirando hasta que Adelaida sintió que se quedaba sin suelo bajo los pies. Sé que no tienes un amante, decían esos ojos. Sé que de vez en cuando te arreglas, te perfumas, te pones tacones altos y me dices que has quedado con tus amigas. Sé que eso es verdad y que a ellas sí les cuentas que tienes un amante. Sé que luego añades que me has dicho que estás con ellas pero que en realidad vas a verle a él, que sólo vas a tomarte una cerveza, que te perdonen pero que tienes que irte enseguida. Sé que, en efecto, te vas enseguida, que sales del bar donde hayáis quedado andando muy derecha, pisando fuerte, sé que te vuelves en la puerta para saludarlas con la mano y una sonrisa feroz, y que te vas a toda prisa. Sé que dos manzanas más allá ralentizas el paso, que te entretienes un rato mirando escaparates, y después… Eso es lo único que no sé, adónde vas después, si te metes en un cine, o en un teatro, o cenas algo en una cafetería céntrica donde una mujer sola no llame la atención, eso no lo sé porque seguramente tú no lo sabes todavía…
–Adelaida –Federico pronunció su nombre con dulzura.
–Sí –contestó ella, aunque nadie le había preguntado nada.
–Sirve al niño, anda.
Les sirvió a todos, incluso a sí misma, aunque no tocó la comida.
–¿Os encontráis bien? –preguntó al rato–. Yo no. Esta noche iba a salir pero… Creo que voy a meterme en la cama. Debo estar incubando algo…
Antes de levantarse de la mesa, miró a su marido, pero Federico no levantó la vista del puré de verduras que estaba comiendo.
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