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EL PULSO
Columna
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Apogeo y caída de un paraíso

El barrio de Puerto Madero ya no es de ser el enclave perfecto para los satinados. Se ha convertido en el foco del horror

Martín Caparrós
Vista del barrio bonaerense de Puerto Madero, atravesado por el Puente de la Mujer, obra de Santiago Calatrava.
Vista del barrio bonaerense de Puerto Madero, atravesado por el Puente de la Mujer, obra de Santiago Calatrava.Rebeca Mello / Getty Images

Muy cada tanto sucede, en un país, uno de esos hechos cuyas consecuencias llenarán páginas y más páginas, años y más años. En la Argentina la muerte tan caprichosa del fiscal Alberto Nisman, el pasado enero, será uno de ellos. Su consecuencia más inmediata fue el principio del fin del Gobierno de Cristina Fernández; entre las más mediatas, una rebelión general en la justicia, la devaluación final de la palabra del Estado y, fuera de toda expectativa, la desgracia de Puerto Madero.

Cuando yo tenía 11 o 12 años me tocaba ir los jueves: allí yacía, entre barcos arrumbados y graneros en ruinas, el campo de deportes de mi colegio. El puerto estaba abandonado. La aventura consistía en esquivar las asechanzas de aquellos marineros soviéticos o griegos que amenazaban nuestro honor impúber.

El abandono duró hasta los noventa, cuando, neoliberalismo peronista mediante –sobornos faraónicos mediante–, empresarios se lanzaron sobre esa mina de oro. Primero rehabilitaron los viejos edificios y los volvieron restoranes y bares y hoteles pretenciosos; después construyeron otros nuevos y los vendieron como pisos más que pretenciosos.

El invento era imbatible: Puerto Madero está pegado al centro de Buenos Aires pero sólidamente separado por rejas y canales; casi un barrio cerrado sobre el río. Es un enclave con reglas propias y, entre ellas, un sistema de seguridad distinto del resto de la ciudad: no lo maneja la Policía Federal –altamente corrupta y cómplice de delitos diversos–, sino la Prefectura Naval que, por su función acuática, no había tenido tiempo de corromperse tanto. Además era un barrio nuevo: no había pobres residuales que incomodaran a sus vecinos, tan gustosos de vivir entre iguales.

Por todo lo cual los ricos y famosos, políticos, futbolistas, tetonas, inversores y demás oportunistas se sintieron allí más cómodos, mejor protegidos, bien acompañados, y convirtieron ese trozo de tierra ribereña en el barrio más caro de la ciudad. Cuando el peronismo populista llegó al poder en 2003, el lugar estaba maduro para convertirse en su refugio y en su mejor símbolo: Puerto Madero es un lugar donde los pisos valen millones de dólares y las calles llevan nombres de Madres de Plaza de Mayo y otras víctimas de la dictadura. La síntesis ideal, kirchnerismo perfecto.

Hasta que, el 17 o 18 de enero –hasta eso se discute–, en uno de sus edificios más reputados y más caros, un fiscal de la nación apareció muerto sin que ninguno de los numerosos dispositivos de control hubiera funcionado. La ilusión de la seguridad se derrumbaba y la zozobra se extendió por el barrio. Y aumentó cuando, pocos días después, amaneció frente al edificio del fiscal el cuerpo carbonizado de una mujer que, todavía, nadie ha identificado.

Mientras tanto, cada vez más vecinos aparecen en la crónica policial –porque van presos o a declarar a algún juzgado–. Un conocido dirigente sindical, un poderoso contratista de obra pública, un zar del juego, lavadores varios de dineros y, guinda perfecta, el señor vicepresidente de la nación, don Amado Boudou. La señora Fernández de Kirchner también se compró un par de pisos en el barrio, pero no los ocupa –o desocupa–.

En cualquier caso, en un lapso muy breve, Puerto Madero dejó de ser el enclave perfecto para los satinados y se convirtió en el foco del horror. Así suelen ser, en la Argentina, de breves los paraísos terrenales.

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