Muertos, pero modernos
El Cementerio del Bosque en Estocolmo, obra de los arquitectos Asplund y Lewerentz, es celebrado por su funcionalismo y atención al paisaje
“Ornamento y delito”. Como saben todos los que llegaron al final del libro de historia del arte del bachillerato, así se titula el famoso artículo en el que Adolf Loos decretó en 1908 que la ausencia de decoración es un signo de fuerza intelectual propio de las civilizaciones avanzadas. Desde entonces los arquitectos tienen un problema con los símbolos. Sobre todo a la hora de colocarlos en un edificio. Y si es religioso, el problema se vuelve tan práctico como estético: en su libro Cartas norteamericanas el historiador argentino José Emilio Burucúa, experto en iconología, recuerda que la catedral de Los Ángeles, diseñada por Rafael Moneo, le pareció un parking (sublime pero parking, al menos por fuera; por dentro, eso sí, un prodigio de luz). Cuando en agosto de 1969 enterraron a Mies van der Rohe, algunos asistentes no encontraron el lugar del sepelio. ¿La razón? Les costó identificar como capilla la delicada caja cúbica diseñada a tal fin por el propio Mies, campeón mundial del “menos es más”.
Sin embargo, demostrando que un puñado de anécdotas no hace categoría, la necrópolis más celebrada de la arquitectura moderna despejó todas las dudas con una enorme cruz. Impresiona verla en lo alto de la colina del Skogskyrkogarden de Estocolmo, a 20 minutos del centro de la ciudad en metro. Desde la misma estación se ven los bloques ciclópeos del muro que rodea las cien mil tumbas sembradas en el Cementerio del Bosque. A ese parque perfecto acuden los jóvenes a correr, y los viejos, a ver derretirse la nieve. Ni unos ni otros alteran la serenidad del lugar, ideal para película de espías. Al otro lado de las vías, las tiendas de mármoles y flores esperan su turno.
En 1915 Erik Gunnar Asplund y Sigurd Lewerentz ganaron el concurso para diseñar el camposanto sur de la capital sueca. Que el proyecto fue para el primero el trabajo de toda una vida lo certifica su tumba, sobriamente señalada con una estela irregular y dos fechas: 1885-1940. El arquitecto fue enterrado en su propia creación poco después de culminarla. Además de la inscripción “su obra vive”, la lápida incluye una rama de laurel y una columna jónica. Buen retrato para alguien que colocó la primera de las cinco capillas del conjunto en medio de una mancha de pinos, mezclando la humildad de una choza forestal con la solemnidad de un templo griego. Flotando sobre la puerta, sin miedo al ornamento, un ángel dorado de la muerte vigila a la empleada de la funeraria que graba con un iPad la instalación de un ataúd blanco. Los libros hablan de nacionalismo romántico, funcionalismo y atención al paisaje para explicar este prodigio declarado patrimonio de la humanidad en el que cada año se celebran todavía 2.000 funerales. Frente a otros cementerios, modernos solo cronológicamente y en los que un nicho es para los muertos lo que un bloque de extrarradio para los vivos, el que Asplund y Lewerentz pensaron hace cien años demuestra que más útil que ponerse en manos de Dios es ponerse en manos de un buen arquitecto.
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