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LA CUARTA PÁGINA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Colombia: patria o muerte, transaremos

Las negociaciones entre el Gobierno y las FARC en La Habana han alcanzado su punto de no retorno, todo gira ya sobre cómo lograr la paz y no sobre la guerra. Y esto incluye a quienes están en desacuerdo con el proceso

NICOLÁS AZNÁREZ

A principios de 1982 tuvo lugar en La Habana un hecho de gran importancia para mi aprendizaje político. En una casa del conocido barrio del Laguito, donde ahora se llevan a cabo las conversaciones entre las FARC y el Gobierno de Colombia, Manuel Piñeiro, el legendario comandante cubano Barbarroja, promovió una reunión entre Jaime Bateman, dirigente ya fallecido de la guerrilla del M19 de Colombia, y quien escribe. Por aquellos años negociar era traicionar para las guerrillas. Bateman estaba en comunicación con el Gobierno colombiano para una posible negociación. Hablaba de esto con entusiasmo y sin remordimientos ideológicos. Había hecho una propuesta con la certeza de que sería rechazada; el problema era, me dijo Bateman, “que todo indica que la van a aceptar”. Ante esto le pregunté: “¿Qué harás entonces?”. Me respondió rápidamente con una gran sonrisa: “No sé, pero esto se está poniendo bueno”, y Piñeiro remató diciendo: “Lo bueno de esto es lo complicado que se está poniendo”.

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Bateman asumía los riesgos de la política con coraje y entusiasmo. No hubo en la conversación argumentos para defender la idea de negociar y aquello me resultó alucinante. Yo venía de sufrir debates sobre el conflicto entre negociación e ideología en El Salvador. Esta reunión me permitió concluir que el pragmatismo era la forma más inteligente de defender los principios, que política era sinónimo de negociar y que no existían victorias absolutas porque los progresos son siempre graduales, relativos e imperfectos. La negociación entre el M19 y el Gobierno de Colombia tuvo una gran influencia sobre la insurgencia salvadoreña. El M19 fue la primera guerrilla latinoamericana que dejó las armas a partir de un acuerdo de paz en 1990 y la de El Salvador fue la segunda en 1992. Ambas contribuyeron a grandes transformaciones en sus países y ambas han sido políticamente muy exitosas.

Dice el filósofo británico John Gray que “los movimientos revolucionarios modernos son una continuación de la religión por otros medios”. Efectivamente, y con todos sus componentes de sagradas escrituras, misterios, teólogos, rituales, existencia del cielo, oraciones, santoral, culto a la muerte y el dolor, etcétera. Gray sostiene que esa influencia religiosa abarca también al liberalismo y creo que tiene total razón: los intentos de implantar la democracia en Irak y Libia lo demuestran. Sin embargo, los liberales logran olvidar por ratos su catecismo o lo interpretan al gusto y por tanto tienen menos problemas para pecar.

Las negociaciones entre el Gobierno colombiano y las FARC en La Habana ya alcanzaron su punto de no retorno, es evidente que ahora toda la narrativa colombiana sobre el conflicto gira alrededor de la negociación y no más sobre la guerra. Esto incluye a quienes están en desacuerdo con el proceso. Ya no se habla de no, sino de cómo. El cese de fuego de las FARC, la suspensión de los bombardeos por el Gobierno y el inicio del desminado son anuncios extraordinarios; las FARC renuncian a su principal arma defensiva y el Gobierno a su principal arma ofensiva. La guerra está virtualmente terminada, ahora el problema es terminar la negociación.

En El Salvador los guerrilleros destruimos nuestras armas para evitar la palabra desarme

Existen tres últimos obstáculos importantes: el ELN, una guerrilla más pequeña que las FARC, se resiste a un acuerdo realista que la sume al proceso; la lentitud de las FARC y las dificultades que representa la justicia para tratar las atrocidades cometidas por distintos actores durante el conflicto. Muy a pesar de esto, el peligro ahora no es el regreso a la guerra, sino el empantanamiento del proceso y la pérdida del sentido político del tiempo. El Gobierno actual tiene en la práctica menos de tres años en los que debe firmar e implementar; Venezuela y Cuba tienen sus tiempos determinados por graves problemas económicos y políticos; en Estados Unidos podría llegar el próximo año un Gobierno que ya no sea tan favorable al proceso; la disposición de Europa para ayudar a reducir los problemas con la Corte Penal Internacional no será eterna y finalmente una negociación prolongada se volverá todavía más impopular entre los propios colombianos.

La práctica paralización de la guerra entre el Gobierno y las FARC convierte al ELN en el principal objetivo militar del Estado. Esto implica que se concentrarán sobre este grupo guerrillero todas las capacidades policiales y militares de la poderosa y eficaz Fuerza Pública de Colombia. En términos generales, tanto la lentitud de las FARC como la resistencia del ELN responden a un problema de carácter político religioso. Las insurgencias no son lentas para negociar solo por estrategia o táctica, sino porque cada acuerdo puede constituir para estas un pecado ideológico. Esto se complica cuando deben explicar los acuerdos a unos seguidores con los que por mucho tiempo rezaron otra verdad. No es casual que algunos cambien el contenido y sostengan la nominación; como por ejemplo cuando se dice que se profundiza el socialismo con reformas capitalistas o cuando en El Salvador los guerrilleros decidimos autodestruir nuestras armas para evitar la palabra desarme.

La prolongación de la negociación por parte de las FARC y la decisión del ELN de no aceptar un acuerdo a la medida de sus fuerzas van en contra de sus propios intereses. La guerrilla guatemalteca se tomó muchos años negociando, terminó derrotada y los acuerdos que firmó no se cumplieron. Lo perfecto es enemigo de lo posible. En Colombia el predominio de una narrativa de paz y una realidad que evidencia el final del conflicto reducirán la autoridad de los dirigentes y minarán la moral de los guerrilleros. Es comprensible que el ELN y las FARC tengan dificultades para romper sus amarres ideológicos, pero el pragmatismo se les ha vuelto una emergencia política. No existen las revoluciones sociales de mesa y decenas de victorias electorales de la izquierda en Latinoamérica demuestran que las armas ahora no ayudan, sino que estorban.

No existe conflicto que no haya tenido que aceptar una dosis de impunidad para lograr un acuerdo

Sin embargo, la religiosidad en política no es exclusiva de los revolucionarios, como señala John Gray. En una negociación, un Estado democrático puede volverse lento por no atreverse a “traicionar” principios jurídicos que le impiden reinsertar y permitir a los insurgentes desmovilizados actuar en política. No existe conflicto en el mundo que no haya tenido que aceptar una dosis de impunidad a la hora de negociar un acuerdo; ese es el precio de la paz. Nadie firma para ir a la cárcel y tampoco es justo que unos queden presos y otros libres. Colombia necesita reconciliarse con su violento pasado y esto demanda una gran dosis de perdón hacia todos los que se involucraron en el conflicto por motivaciones políticas. La historia colombiana generó dos realidades que lucen como dos países distintos, una Colombia rural salvaje que asusta y una Colombia bogotana sofisticada que asombra. La primera ha vivido dominada por paramilitares y guerrilleros y la otra ha vivido dominada por abogados y gramáticos. Esto plantea los riesgos de una lucha entre extremismo ideológico y extremismo jurídico en la última etapa del proceso de paz.

A lo largo de los últimos 25 años, ocho Gobiernos facilitaron la reinserción de decenas de miles de insurgentes individual o colectivamente. Todos esos Gobiernos buscaron la paz, actuaron con pragmatismo y obtuvieron éxitos parciales que contribuyeron a configurar la actual oportunidad de paz para Colombia. Paradójicamente, ahora es necesario superar una realidad jurídica y política más compleja para obtener un resultado superior, porque se trata de alcanzar el final definitivo del conflicto. Las oportunidades económicas, sociales de seguridad y la madurez institucional y política que dejaría la paz son indiscutibles, porque Colombia ya tiene progresos en todos esos órdenes. A los insurgentes colombianos quizás sirva contarles que en Centroamérica, en medio de los debates y temores ideológicos que desataban las negociaciones para terminar los conflictos, el general Humberto Ortega, jefe del entonces Ejército Popular Sandinista, planteó que nuestra consigna en aquellas circunstancias debía ser: “patria o muerte, transaremos” y efectivamente transamos con mucho éxito.

Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos internacionales.

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