Helena Christensen, al otro lado de la cámara
Siempre quiso dedicarse a la fotografía, pero la danesa pospuso su vocación durante una década para formar parte de la élite de supermodelos de los noventa Ahora recuerda las lecciones aprendidas de maestros como Irving Penn o Peter Lindbergh
Si uno tropezaba con su verdadera vocación al final de su vida podía darse por satisfecho, pensaba Freud. Pero, advertía, si se aspiraba a ser verdaderamente feliz había una condición: cumplir una fantasía concebida en la infancia. Helena Christensen (Copenhague, 1968) siempre tuvo claro que, de mayor, sería fotógrafa. “A los 18 años hice un viaje por todo el mundo y por primera vez utilicé una cámara profesional, no una de esas baratas con el flas de quita y pon. Cambió mi percepción de la disciplina. Siempre había hecho fotos, pero de repente el mundo me pareció distinto. Mirar a través de la lente es una forma mágica de descubrir detalles que normalmente nos perdemos”. Sin embargo, a pesar de la revelación, terminado el viaje optó por aplazar su sueño infantil y dar un rodeo. Algo de dinero no le vendría mal.
Christensen, hija de un tipógrafo danés y de una peruana empleada de Scandinavian Airways, dio sus primeros pasos como modelo a los 9 años. A los 16 la coronaron Miss Copenhague; a los 18, Miss Dinamarca. A los 21 ya ocupaba la portada de la edición británica de Vogue y a los 22 se mudaba a París para dedicarse a la moda. Ese mismo año protagonizaría el videoclip de Wicked Game, de Chris Isaak –según MTV, uno de los vídeos más sexys de todos los tiempos–, y no tardaría en ingresar en la élite de supermodelos capitaneada por Claudia Schiffer, Naomi Campbell y Linda Evangelista que dominó la moda en los noventa. En esa época, Christensen salía con Michael Hutchence, líder de INXS; se subía a un avión cada 48 horas y posaba para los mejores fotógrafos del mundo –Peter Lindbergh, Bruce Weber, Herb Ritts, Mario Testino, Patrick Demarchelier…–. También hacía fotos. “Quizá en el momento no fui consciente del todo, pero trabajar con fotógrafos de ese talento fue clave para mi aprendizaje”, explica por correo electrónico desde Nueva York, donde vive con su hijo Mingus. “Todos ellos tenían una forma única de capturar imágenes icónicas. El uso que Herb Ritts hacía de la luz era extraordinario: creaba esculturas vivientes con la forma en que iluminaba los cuerpos. Bruce Weber elabora pequeños filmes con cada historia que fotografía. Irving Penn me enseñó la importancia de la paciencia para encontrar el momento exacto. Los retratos de Rankin son únicos: hay en ellos algo sexy, liberado, y siempre los tengo presentes cuando veo que mis fotografías se ponen demasiado oscuras y melancólicas. Peter Lindbergh representa la belleza de la mujer de una forma pura y poética, con él aprendí a valorar el maquillaje y las localizaciones extrañas. Y Mario Testino y Patrick Demarchelier fueron un gran apoyo: me animaron a que siguiera haciendo fotos”.
A los 31 años, Christensen se retiraba de la pasarela y se instalaba de nuevo en Copenhague. El rodeo había terminado. “Quería utilizar mi experiencia como modelo y aplicarla a mi carrera fotográfica. Saber de primera mano lo que se siente cuando te hacen un retrato es una gran ventaja: es una experiencia que intimida. Trabajar con profesionales que me hicieron sentir cómoda me dio la confianza para hacer hoy lo mismo e intentar que mis retratados lo vivan de la misma forma”.
Hoy Christensen dedica un 40% de su tiempo a la moda; otro 40%, a la fotografía, y el 20% restante, a proyectos de toda clase y condición: ha sido cofundadora de la revista Nylon, diseñadora de lencería, propietaria de una boutique en Manhattan… “Ahora acabo de diseñar una colección de joyas con mi socia, Camilla Staerk, y el año pasado lancé Dead of Night, un perfume en aceite”.
Responde a las denominaciones “revolución de la longevidad” o “economía plateada”. En un estudio publicado a finales del año pasado, Bank of America Merrill Lynch ponía cifras al imparable envejecimiento de la población mundial: el poder adquisitivo de los mayores de 60 alcanzará los 15 billones de dólares en 2020 –el de los jóvenes dibuja una trayectoria descendente–. Que esta primavera la escritora Joan Didion (80), la cantautora Joni Mitchell (71) o tres nonnas italianas protagonicen las campañas de Céline, Yves Saint Laurent o Dolce & Gabbana parece, pues, lógico. Y necesario, opina Christensen. “La belleza de los jóvenes es fascinante, sobre todo inmortalizada en una imagen, pero también lo es, por distintas razones, la de hombres y mujeres de 50, 60 o 70: quieres saber qué se esconde tras sus expresiones, cómo vivieron, cómo sintieron. Aspiras a ser como ellos, a aprender de ellos”.
Dicho esto, la fotógrafa y modelo defiende el uso del retoque digital contra el que se han rebelado actrices como Keira Knightley o Kate Winslet. “Yo lo utilizo en algunas de mis instantáneas, en otras no, depende de la historia. Me gusta hojear una revista y ver imágenes impecables junto a otras más naturales. Estoy de acuerdo en que la manipulación a la que se somete a las actrices es, en muchos casos, exagerada: cuando el retoque hace que una persona parezca falsa e irreal, entonces es prescindible. Pero en el caso de una producción de moda es distinto, su función consiste en mejorar el conjunto de la imagen por una cuestión artística. El retoque se utiliza prácticamente en todas las fotografías y la gente debería tenerlo presente y no tomárselo demasiado en serio. Es solo moda”.
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